Una buena lectura analicen y comenten.
La
muerta enamorada
de
Théophile Gautier
Me preguntáis, hermano, si he amado: sí. Es
una historia singular y terrible, y, aunque ya tengo sesenta y seis años,
apenas me atrevo a remover las cenizas de ese recuerdo. No quiero desairaros,
pero no contaré semejante relato a un alma poco experimentada. Son
acontecimientos tan extraños que no puedo creer que me hayan sucedido. Durante
más de tres años fui juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, pobre
sacerdote rural, llevé en sueños todas las noches (¡Dios quiera que hayan sido
sueños!) una vida de réprobo, una vida de hombre mundano y de Sardanápalo. Una
sola mirada demasiado complaciente a una mujer estuvo a punto de causar la
pérdida de mi alma; pero, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón,
llegué a dominar al espíritu maligno que se había apoderado de mí.
Mi existencia se había complicado con una
existencia nocturna absolutamente distinta. Durante el día, yo era un sacerdote
del Señor, casto, dedicado a la plegaria y a ocupaciones santas; por la noche,
desde el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero,
experto conocedor de mujeres, de perros y de corceles, que jugaba a los dados,
bebía y blasfemaba; y cuando despertaba, al rayar la aurora, parecíame por el
contrario, que dormía y soñaba que era sacerdote. De aquella vida sonambulesca
me han quedado recuerdos de objetos y palabras contra los que no puedo
defenderme, y, aunque no haya traspasado nunca los muros de mi casa parroquial,
diríase, al oírme, que soy un hombre que, ha recorrido el mundo y parece haber
conocido todo, ha ingresado en religión y quiere terminar en el seno de Dios
unos días excesivamente agitados, antes que un humilde seminarista que ha
envejecido en una parroquia ignorada, en el fondo de un bosque, y sin relación
alguna con las cosas del siglo.
Sí, yo he amado como nadie ha amado en este
mundo, con un amor insensato y furioso, tan violento que aún me asombra que no
haya hecho estallar mi corazón. ¡Ah, qué noches! ¡Qué noches!
Desde
mi más tierna infancia había sentido vocación por el estado sacerdotal; de
manera que todos mis estudios se orientaron en esa dirección, y mi vida, hasta
los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Al concluir los estudios
de teología, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y, a pesar de mi
extrema juventud mis superiores me consideraron digno de franquear el último y
temible grado. Se fijó, para mi ordenación, un día de la semana de Pascua.
Nunca
había salido al mundo; el mundo, para mí, era el recinto del colegio y del
seminario. Sabía vagamente que existía algo llamado mujer, pero eso no absorbía
mis pensamientos; mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y
enferma, dos veces al año. Ésas eran todas mis relaciones con el exterior.
Nada
echaba de menos, ni sentía la duda ante aquel compromiso irrevocable; estaba
lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna ha contado las horas con
ardor tan febril; no dormía; soñaba que decía misa; no encontraba nada más bello
en el mundo que ser sacerdote: hubiera rehusado ser rey o poeta. Mi ambición no
concebía más. He dicho todo esto para mostraros cómo no debería haberme
sucedido lo que me sucedió, y hasta qué punto fui víctima de una fascinación inexplicable.
Cuando
llegó el gran día, marché a la iglesia con un paso tan ligero que parecía como
si flotase en el aire o tuviera alas en los hombros. Me creía un ángel, y me
extrañaba la fisonomía taciturna y preocupada de mis compañeros; porque éramos
varios. Había pasado la noche en oración y me hallaba en un estado que casi
rozaba el éxtasis. El obispo, venerable anciano, se me antojó Dios Padre contemplando
su eternidad, y yo veía el cielo a través de las bóvedas del templo.
Conocéis
los detalles de esa ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies,
la unción de la palma de las manos con el óleo de los catecúmenos y, en fin, el
sacrificio celebrado conjuntamente con el obispo. No insistiré en ello. ¡Oh,
qué razón tenía Job y qué imprudente es quien no concierta un pacto con sus
propios ojos! Levanté por azar la cabeza, que hasta entonces había mantenido
inclinada, y vi ante mí, tan cerca que hubiese podido tocarla, aunque en
realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada, a una
joven de rara belleza y vestida con una magnificencia regia. Fue como si
cayeran las escamas de mis pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que
recobrara súbitamente la vista. El obispo, poco antes tan resplandeciente, se
eclipsó en el acto, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las
estrellas al amanecer, y se hizo en toda la iglesia una oscuridad completa. La
encantadora criatura destacaba sobre el fondo sombrío como una revelación
angélica; parecía tener luz propia y difundir la claridad en lugar de
recibirla.
Bajé
los párpados, dispuesto a no levantarlos, para sustraerme a la influencia de
los objetivos exteriores; porque la distracción me invadía cada vez más, y
apenas sabía lo que hacía.
Un
minuto después volví a abrir los ojos, pues la veía, a través de mis pestañas,
irisada con los colores del prisma y en una penumbra purpúrea, como cuando se
mira al sol.
¡Oh,
qué bella era! Los más grandes pintores, cuando, persiguiendo en el cielo la
belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madona, no se
aproximaron siquiera a aquella fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la
paleta del pintor hubieran podido dar una idea de ella. Era alta, con un talle
y un porte de diosa; sus cabellos, de un suave color rubio, se dividían en el
centro de su cabeza y se deslizaban sobre sus sienes como ríos de oro; su
frente, de una blancura azulada y transparente, se extendía, amplia y serena, sobre
los arcos de unas pestañas casi morenas, singularidad que añadía a sus pupilas
verdemar una vivacidad y un fulgor irresistibles. ¡Qué ojos! Con un solo
relampagueo podían decidir el destino de un hombre; tenían una vida, una
limpidez, un ardor, una brillante humedad que yo nunca había visto en ojos
humanos; se escapaban de ellos rayos parecidos a flechas que veía claramente
llegar a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del
infierno, pero a buen seguro procedía de uno u otro sitio. Aquella mujer era un
ángel o un demonio; ciertamente no había salido del seno de Eva, nuestra madre
común. Dientes del más bello oriente chispeaban en su roja sonrisa, y pequeños
hoyuelos se hundían, a cada inflexión de su boca, en el satén rosado de sus
adorables mejillas. En cuanto a su nariz, era de una finura y altivez absolutamente
regias, y delataba el más noble origen. Brillos de ágata jugueteaban sobre la
piel tersa y esplendorosa de sus hombros, a medias descubiertos, e hileras de
perlas rubias, de un tono casi semejante al de su cuello, colgaban sobre su
pecho. De cuando en cuando, erguía la cabeza con un movimiento sinuoso de
culebra o de pavo real que se engallara, e imprimía un ligero temblor a la alta
gorguera bordada con calados que la rodeaban como un enrejado de plata.
Llevaba
un vestido de terciopelo nacarado, y de sus amplias mangas forradas de armiño
salían unas manos patricias, de una delicadeza infinita, con dedos largos y
gordezuelos, y de una transparencia tan ideal que dejaban, como los de la
aurora, pasar la claridad.
Todos
esos detalles están aún tan presentes en mí como si fueran de ayer; pues,
aunque yo me hallara sumido en una turbación extremada, nada se me escapó: el
más leve matiz, el pequeño lunar a un lado de la barbilla, el bozo
imperceptible en las comisuras de los labios, lo aterciopelado de su frente, la
sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, todo lo capté con una
sorprendente lucidez.
Mientras
la contemplaba, sentía abrirse en mí puertas que hasta entonces habían
permanecido cerradas; suspiros reprimidos se liberaban en todas las direcciones
y dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida se me aparecía bajo un
aspecto completamente distinto; acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una
angustia espantosa me atenazaba el corazón; cada minuto que transcurría se me antojaba,
a la vez, un segundo y un siglo. Pero la ceremonia continuaba, y yo me veía
transportado muy lejos de aquel mundo cuya entrada asediaban furiosamente mis
nuevos deseos. Sin embargo, dije “sí” cuando anhelaba decir “no”, cuando todo
en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi lengua ejercía sobre
mi alma: una fuerza oculta arrancaba, a pesar mío, las palabras de mi garganta.
Eso es tal vez lo que determina que tantas jóvenes marchen al altar con la
firme decisión de rechazar de un modo patente al futuro marido que se les
impone, y que ni una sola lleve a cabo su propósito. Eso es sin duda lo que
hace que tantas pobres novicias tomen el velo, aunque estén resueltas a
desgarrarlo en pedazos en el mismo momento de pronunciar sus votos.
Nadie
se atreve a provocar tal escándalo ante todo el mundo ni a defraudar la
atención de tantas personas; todas esas voluntades, todas esas miradas parecen
pesar sobre uno como una plancha de plomo; y, por otra parte, todas las medidas
han sido tan cuidadosamente adoptadas, todo está tan regulado de antemano, de
una manera tan evidentemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso
de los hechos y sucumbe por completo.
La
mirada de la bella desconocida cambió tic expresión a medida que avanzaba la
ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, fue tomando un aire enojado y
desdeñoso, como de no haber sido
comprendida.
Hice
un esfuerzo que hubiera bastado para mover una montaña, para gritar que no
quería ser sacerdote; pero no pude decir nada; mi lengua quedó clavada a mi
paladar, y me fue imposible expresar mi voluntad mediante el más leve ademán
negativo. Aunque absolutamente despierto, me encontraba en una situación
análoga a la de esas pesadillas en que se intenta gritar una palabra de la que
depende la vida de uno y no se puede pronunciarla.
Ella
parecía percatarse del martirio que yo sufría, y, como para animarme, me lanzó
una ojeada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema, y cada una de sus
miradas formaba una estrofa. Me decía:
“Si
quieres ser mío, te haré más feliz que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles
tendrán celos de ti. Desgarra ese fúnebre sudario en que vas a envolverte; yo
soy la belleza, yo soy la juventud, yo soy la vida; ven a mí: tú y yo seremos
el amor. ¿Qué podría ofrecerte Jehová en compensación? Nuestra existencia se
deslizará como un sueño, y no será sino un beso eterno. “Derrama
el vino de ese cáliz, y serás libre. Te llevaré a islas desconocidas; dormirás
sobre mi pecho, en una cama de oro macizo y bajo un dosel de plata; porque te
amo y quiero arrebatarte a ese Dios tuyo por quien tantos nobles corazones
vierten raudales de amor que no llegan a Él.”
Parecíame
escuchar esas palabras con un ritmo de una dulzura infinita, pues su mirada
casi poseía sonoridad, y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el
fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera sembrado en mi alma.
Estaba dispuesto a renunciar a Dios; y, sin embargo, cumplí mecánicamente las
formalidades de la ceremonia. La bella me lanzó una segunda mirada, tan
suplicante, tan desesperada, que atravesaron mi corazón acerados cuchillos y
sentí en el pecho más puñales que la Madre de los Dolores.
Todo
había terminado: ya era sacerdote.
Jamás
fisonomía humana ha mostrado una angustia tan punzante; la joven que ve a su
prometido morir repentinamente a su lado, la madre junto a la cuna vacía de su
hijo, Eva sentada en el umbral de la puerta del paraíso, el avaro que encuentra
una piedra en lugar de su tesoro, el poeta que ha dejado caer al fuego el único
manuscrito de su obra más bella, no tendrían ni por asomo un aire más aterrado
y más inconsolable. La sangre abandonó por completo su fascinante rostro y
cobró una palidez marmórea: sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su
cuerpo, como si los músculos se le hubieran desatado, y se apoyó en un pilar,
pues sus piernas flaqueaban y apenas podían mantenerla. En cuanto a mí, lívido,
con la frente inundada de un sudor más sangriento que el del Calvario, me
dirigí, tambaleándome, hacia la puerta de la iglesia; me ahogaba; las bóvedas
se desplomaban sobre mis hombros, y diríase que mi cabeza sostenía, ella sola,
todo el peso de la cúpula.
Cuando
iba a franquear el umbral, una mano ó bruscamente la mía: ¡una mano de mujer! Nunca
había tocado una. Era fría, como la piel de serpiente, y su contacto me abrasó
como la marca de un hierro al rojo. Era
ella: “Desgraciado! ¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?”, me dijo en voz baja; luego,
desapareció entre la muchedumbre.
El
anciano obispo pasó junto a mí; me miró con expresión severa. Mi comportamiento
no podía ser más extraño: palidecía, enrojecía, sufría vahídos. Apiadándose de
mí, uno de mis compañeros me sostuvo y me condujo al seminario; yo hubiera sido
incapaz de hallar por mí mismo el camino de regreso. Al doblar una calle,
mientras el joven sacerdote volvía la cabeza hacia otro lado, un paje negro,
caprichosamente vestido, se aproximó a mí y, sin detenerse, me entregó una
cartera con esquinas cinceladas de oro y me hizo una señal para que la
escondiese; la deslicé en mi manga y allí la tuve hasta que me encontré solo en
mi celda. Hice saltar el cierre; no había más que dos hojas con estas palabras:
“Clarimonde, en el palacio Concini”. Estaba yo entonces tan poco al corriente
de las cosas de la vida que no conocía a Clarimonde, pese a su celebridad, e
ignoraba por completo dónde estaba situado el palacio Concini. Hice mil
conjeturas, más extravagantes unas que otras; pero, a decir verdad, con tal de
poder volver a verla me inquietaba poco lo que ella fuera: gran dama o
cortesana.
Aquel
amor nacido de improviso había arraigado indestructiblemente; ni siquiera
soñaba en pretender arrancármelo, hasta tal punto sentía que hubiera sido cosa
imposible. Aquella mujer se había adueñado totalmente de mí, una sola mirada
suya había bastado para transformarme; me había impuesto su voluntad: yo no
vivía ya en mí, sino en ella y por ella. Cometía mil extravagancias, besaba la
parte de mi mano que ella había tocado y repetía su nombre durante horas y
horas. Sólo tenía que cerrar los ojos para verla tan claramente como si
estuviera en realidad ante mí; y me repetía las palabras que me había dicho
bajo el pórtico de la iglesia: “Desgraciado! ¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?”
Comprendía todo el horror de mi situación, y se me revelaban con claridad los
aspectos fúnebres y terribles del estado que acababa de abrazar. ¡Ser
sacerdotes !Es decir, ser casto, no amar, no discernir el sexo ni la edad,
apartarse de toda belleza, sacarse los ojos, deslizarse por la penumbra glacial
de un claustro o de una iglesia, no ver sino moribundos, velar cadáveres
desconocidos y llevar luto por uno mismo, de tal modo que la propia sotana
sirva de mortaja!
Y,
sin embargo, yo notaba que la vida crecía en mí como un lago interior que se
hinchara y se desbordara; mi sangre golpeaba con fuerza mis arterias; mi
juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como esos áloes que
tardan cien años en florecer y se abren con un trueno.
¿Qué
haría para ver de nuevo a Clarimonde? No tenía ningún pretexto para salir del
seminario, ni conocía a nadie en la ciudad; ni aun siquiera debía permanecer en
ella, pues sólo esperaba que se me designara el cuarto que debía ocupar.
Intenté -arrancar los barrotes de la ventana; pero estaba situada a una altura
espantosa, y, careciendo de escala, era preferible no pensar en ello. Por otra
parte, sólo podría descender de noche; y ¿cómo me orientaría en el
incomprensible dédalo de calles? Todas esas dificultades, que nada hubieran
significado para otros, eran inmensas para mí, pobre seminarista, enamorado
hacía apenas veinticuatro horas, sin experiencia, sin dinero y sin ropa.
¡Ay!
Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días; habría sido
su amante, su esposo, me decía en mi ceguera; en vez de estar envuelto en un
triste sudario, tendría ropajes de seda y terciopelo, cadenas de oro, una
espada y un sombrero con plumas, como los jóvenes galanes. Mis cabellos, en
lugar de estar deshonrados por la tonsura, caerían alrededor de mi cuello en
bucles ondulados. Tendría un hermoso bigote engomado; sería un hombre
intrépido. Pero una hora ante un altar y algunas palabras apenas articuladas me
habían excluido para siempre del número de los vivos, ¡Y era yo mismo quien
había sellado la losa de mi tumba! ¡Yo había echado con mi propia mano el
cerrojo de mi prisión!
Me
asomé a la ventana. El cielo era admirablemente azul, y los árboles se habían
puesto su vestido de primavera; la naturaleza hacía ostentación de una irónica
alegría. El lugar estaba lleno de gente; unos iban, otros venían; jóvenes
petimetres y bellas damiselas caminaban, emparejados, por jardines y cenadores.
Varios individuos pasaban entonando canciones báquicas; había un movimiento,
una vida, una animación, un júbilo que hacían resurgir penosamente mi luto y mi
soledad. Una joven madre, en el umbral de una puerta, jugaba con su hijo;
besaba la boquita rosada del niño, todavía perlada de gotas de leche, y,
excitándolo con melindres, le hacía miles de esas divinas puerilidades que sólo
las madres saben inventar. El padre, que estaba de pie a cierta distancia,
sonreía dulcemente a la encantadora pareja, y sus brazos cruzados parecían
estrechar el gozo que albergaba su corazón. No pude soportar ese espectáculo;
cerré la ventana y me arrojé sobre el lecho con un odio y unos celos horribles
en el corazón, mordiendo mis dedos y mi manta como un tigre que llevara tres
días en ayunas.
No
sé cuánto tiempo permanecí así; pero, al volverme en un movimiento de espasmo
furioso, vi al padre Serapión, que estaba de pie en medio del cuarto y me observaba
atentamente. Sentí vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el
pecho, me cubrí los ojos con las manos.
—Romuald,
amigo mío, algo extraordinario os sucede —me dijo Serapión al cabo de algunos
minutos de silencio—. ¡Vuestra conducta es verdaderamente inexplicable! Vos,
tan piadoso, tan dulce y tranquilo, os agitáis en vuestra celda como una fiera
salvaje. Tened cuidado, hermano, y no escuchéis las sugerencias del diablo; el
espíritu maligno, irritado porque os habéis consagrado para siempre al Señor,
ronda en torno a vos como un lobo rapaz y hace un último esfuerzo para atraeros
a él. En vez de dejaros abatir, mi querido Romuald, forjad una coraza de
plegarias, un escudo de mortificaciones, y combatid valerosamente al enemigo;
lo venceréis. Las pruebas son necesarias para la virtud y el oro sale más fino
del crisol. No tengáis miedo, ni os descorazonéis; las almas mejor protegidas y
más firmes han pasado por esos mismos momentos. Rezad, ayunad, meditad, y el
espíritu maligno se retirará.
El
discurso del padre Serapión me hizo volver en mí, y me hallé un poco más
tranquilo.
—Venía
a anunciaros que habéis sido nombrado párroco de C.; el sacerdote que desempeña
ese cargo acaba de morir, y monseñor, el obispo, me ha encomendado que os
instale allí; estad preparado para mañana—. Respondí, con un movimiento de
cabeza, que lo estaría, y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer
oraciones; pero las líneas se hicieron borrosas bajo mis ojos; el hilo de las
ideas se enmarañó en mi cerebro, y el volumen resbaló de mis manos sin que yo
lo evitara.
¡Partir
mañana sin haberla visto! ¡Añadir otro obstáculo a todos los que ya había entre
nosotros! ¡Perder para siempre la esperanza de volver a encontrarla, a menos
que ocurriera un milagro! ¿Escribirle? ¿Por medio de quién le haría llegar mi
carta? Revestido, como estaba, de carácter sagrado, ¿con quién sincerarme?, ¿en
quién confiar? Sufría una ansiedad terrible. Por otra parte, volvía a mi
memoria lo que el padre Serapión me había dicho sobre los artificios del
diablo; la singularidad de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonde,
el brillo fosforescente de sus ojos, la candente impresión de su mano, la
turbación en que me había sumido, el cambio súbito que se había operado en mí,
el brusco desvanecimiento de mi piedad, todo probaba claramente la presencia
del diablo, y esa mano aterciopelada no era tal vez sino el guante con que
había encubierto su garra. Tales pensamientos me infundieron un enorme pavor;
recogí el misal, que había caído de mis rodillas al suelo, y volví de nuevo a
la oración.
Al día siguiente, Serapión vino a buscarme;
dos mulas nos esperaban a la puerta, cargadas con nuestros livianos equipajes;
montó él en una, y yo, como buenamente pude, en la otra. Mientras recorríamos
las calles de la ciudad, yo escudriñaba todas las ventanas y todos los
balcones, con la esperanza de ver a Clarimonde; pero era demasiado temprano, y
la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba traspasar las
celosías y las cortinas de todos los palacios ante los que pasábamos.
Serapión
atribuía sin duda esa curiosidad a la admiración que me producía la belleza de
la arquitectura, pues refrenaba el paso de su montura para darme tiempo a
mirar. Llegamos, por fin, a la puerta de la ciudad y comenzamos a subir una
colina. Cuando hube alcanzado la cima, me volví para contemplar una vez más el
lugar donde vivía Clarimonde. La sombra de una nube cubría enteramente la
ciudad; sus techos azules y rojos se confundían en una tonalidad imprecisa de
la que brotaban, aquí y allá, como blancos vellones de espuma, las humaredas de
la mañana. Por un singular efecto de óptica, se dibujaba, rubio y dorado bajo
un solitario rayo de luz, un edificio cuya altura sobrepasaba la de las
construcciones vecinas, completamente sumergidas en vapores; aunque se
encontraba a más de una legua, parecía muy próximo. Podía distinguir sus
menores detalles: las atalayas, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas
con cola de golondrina.
“Qué
palacio es el que se ve allá abajo, iluminado por un rayo de sol?”, pregunté a
Serapión. Puso una mano sobre sus ojos y, habiéndolo mirado, me respondió: “Es
el antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana
Clarimonde; suceden en él cosas espantosas”.
En
aquel momento, no sé aún si fue una realidad o una ilusión, creí ver deslizarse
por la terraza una forma blanca y esbelta, que resplandeció un instante y luego
se eclipsó. ¡Era Clarimonde!
¡Oh!
¿Sabía Clarimonde que, a esa misma hora, ardiente e intranquilo, desde lo alto
de aquel áspero camino que me alejaba de ella y que nunca desandaría, no
apartaba los ojos del palacio en que moraba, y que un irrisorio juego de luz
parecía acercármelo, como si me invitara a tomar posesión de él? Sin duda lo
sabía, pues su alma estaba demasiado íntimamente ligada a la mía para no captar
las menores vibraciones de ésta, y era ese sentimiento el que la había
impulsado a subir, vestida aún con sus velos nocturnos, a la terraza, bajo el
rocío glacial de la mañana.
La
sombra invadió el palacio, y éste se convirtió en un océano de techumbres y
remates en el que apenas se distinguía una ondulación montuosa. Serapión azuzó
a su mula; la mía fue inmediatamente tras ella, y un recodo del camino me
ocultó para siempre la ciudad de S., puesto que nunca debería volver a ella. Al
cabo de tres días de marcha por campos excesivamente tristes, vimos despuntar,
a través de los árboles, la veleta del campanario de la iglesia donde debía
ejercer mi ministerio; y, después de haber recorrido algunas calles tortuosas
bordeadas de chozas y huertos, nos encontramos ante la fachada, que no era de
una gran magnificencia. Un pórtico adornado con algunas nervaduras y dos o tres
columnas de arenisca burdamente talladas, un techo de tejas y unos
contrafuertes de la misma piedra que las columnas: eso era todo; a la
izquierda, el cementerio, lleno de yerbajos, con una gran cruz de hierro en el
centro; a la derecha, a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una
casa de una simplicidad extrema y de una árida limpieza. Entramos: varias
gallinas picoteaban los escasos granos de avena esparcidos por la tierra;
aparentemente acostumbradas al hábito negro de los clérigos, no se alarmaron
por nuestra presencia y apenas se tomaron la molestia para darnos el paso.
Nuevamente se escuchó un ladrido ronco y cascado, y vimos acudir a un viejo
perro.
Era
el perro de mi predecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo gris y todos los
síntomas de máxima longevidad que puede esperarse de un perro. Lo acaricié
suavemente con la mano, y él se so en seguida a marchar a mi lado con un aire
inexplicable satisfacción. Una mujer entrada en años, que había sido el ama del
antiguo cura, vino inmediatamente a nuestro encuentro y, después haberme hecho
pasar a una sala de la planta me preguntó si tenía la intención de conservarla
a mi servicio. Le respondí que conservaría a ella y al perro, y también a las
gallinas, y todo el mobiliario que su amo le hubiera dejado al morir, lo que le
produjo una gran alegría. El padre Serapión pagó en el acto la cantidad que
ella pedía.
Cuando
me vio instalado, el padre Serapión volvió al seminario. Me quedé, pues, solo y
sin más apoyo que el que yo pudiera hallar en mí. El pensamiento de Clarimonde
comenzó de nuevo a obsesionarme, y, a pesar de mis esfuerzos, no siempre
conseguía desecharlo. Una tarde, paseando por las veredas flanqueadas de mi
jardincillo, creí ver a través de los arbustos. Una forma de mujer que seguía
todos mis movimientos, y, brillando entre la hojarasca, dos pupilas verde mar;
pero no era más que una ilusión, porque, cuando hube llegado a la otra parte
del sendero, no encontré sino la huella de un pie sobre la arena, tan pequeña
que hubiérase dicho que era de un niño. El jardín estaba rodeado de altos
muros; visité todos los rincones y recovecos: no había nadie. Nunca pude
explicarme ese hecho que, por lo demás, nada era en comparación con los
extraños sucesos que habían de sobrevenirme. Viví así todo un año, cumpliendo
cabalmente los deberes de mi estado, rezando, ayunando, exhortando y
socorriendo a los enfermos, dando limosnas hasta privarme de las cosas más
indispensables. Pero yo sentía dentro de mí una absoluta aridez, y las fuentes
de la gracia me habían sido cerradas. No gozaba de esa felicidad que
proporciona el cumplimiento de una sagrada misión; mis ideas estaban en otra
parte, y las palabras de Clarimonde venían con frecuencia a mis labios como una
especie de involuntaria cantinela. ¡Oh, hermano, meditad bien esto! Por haber
mirado una sola vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve, he
sufrido durante muchos años los más lamentables desasosiegos: mi vida ha estado
siempre conturbada.
No
os retendré más tiempo con esas derrotas y esas victorias interiores siempre
seguidas de recaídas más profundas, y pasaré sobre la marcha a un
acontecimiento decisivo. Una noche llamaron violentamente a mi puerta. La
anciana ama fue a abrir, y un hombre de tez cobriza y ricamente vestido, aunque
según una moda extranjera, y armado con un largo puñal, se dibujó a la luz de
la linterna de Bárbara. La primera reacción del ama fue de pavor; pero el hombre
la tranquilizó y le dijo que tenía necesidad de yerme en el acto para un asunto
que concernía a mi ministerio. Bárbara lo hizo subir. Yo iba a acostarme. El
hombre me dijo que su señora, una gran dama, se hallaba in articulo mortis y
que reclamaba a un sacerdote. Respondí que estaba presto a seguirlo; recogí lo
que necesitaba para la extremaunción y bajé a toda prisa. Ante la puerta
piafaban de impaciencia dos caballos negros como la noche; brotaban de sus
pechos intensas oleadas de vapor. El hombre sostuvo mi estribo y me ayudó a
montar en uno de ellos; saltó luego al otro, apoyando tan sólo una mano en el
pomo de la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que
partió como una flecha. El mío, cuya brida tenía él sujeta, emprendió asimismo
el galope y se mantuvo perfectamente emparejado con el suyo.
Devorábamos
el camino; la tierra se deslizaba, gris y borrosa, bajo nosotros, y las negras
siluetas de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un bosque
de una oscuridad tan opaca y glacial que sentí correr sobre mi piel un
escalofrío de supersticioso terror. Las estelas de chispas que las herraduras
de nuestros caballos arrancaban a las piedras iban dejando a nuestro paso como
un reguero de fuego, y, si alguien, a esa hora de la noche, nos hubiera visto a
mi guía y a mí, nos habría tomado por espectros cabalgando en una pesadilla. De
cuando en cuando, se atravesaban fuegos fatuos en nuestro camino, y las
cornejas chillaban lastimeramente en la espesura del bosque, donde brillaban de
tarde en tarde los ojos fosforescentes de algunos gatos monteses. Las crines de
los caballos se desgreñaban cada vez más, el sudor chorreaba por sus flancos, y
el aliento salía ruidoso y a presión de sus ollares. Sin embargo, cuando los veía
desfallecer, mi acompañante, para reanimarlos, lanzaba un grito gutural que
nada tenía de humano, y la carrera proseguía con furia. Al fin, el torbellino
se detuvo; una mole negra, jalonada por algunos puntos brillantes, se alzó de
súbito ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras resonaron con más
fuerza sobre unos tablones guarnecidos de hierro, y nos adentramos bajo una
bóveda que abría sus oscuras fauces entre dos enormes torreones.
Una
gran agitación reinaba en el castillo; criados con antorchas en la mano
atravesaban los patios en todas las direcciones, y las luces subían y bajaban
de unos rellanos a otros. Entreví confusamente inmensas estructuras
arquitectónicas, columnas, arcadas, escalinatas y barandales: un alarde de
construcción absolutamente regio y fantasmal. Un paje negro, el mismo que me
hubiera entregado la cartera de Clarimonde, y que reconocí al instante, vino a
ayudarme a desmontar; y un mayordomo vestido de terciopelo negro, con una
cadena de oro al cuello y un bastón de marfil en la mano, se acercó a mí.
Gruesas lágrimas desbordaban sus ojos y corrían, a lo largo de sus mejillas,
hasta su barba blanca. “Demasiado tarde! —exclamó, inclinando la cabeza—
¡Demasiado tarde, reverendo padre! Pero ya que no habéis podido salvar su alma,
venid a velar su pobre cuerpo”. Me asió por el brazo y me condujo a la cámara
mortuoria; lloraba yo con tanta fuerza como él, pues había comprendido que la
muerta no era otra que aquella Clarimonde a quien tanto y tan locamente había
amado. Un reclinatorio estaba situado junto al lecho; una llama azulada que
flotaba en una pátera de bronce, difundía por toda la habitación una débil y
vacilante claridad, haciendo parpadear en la penumbra la arista saliente de un
mueble o de una moldura. Sobre la mesa, en un búcaro cincelado, hundía su tallo
en el agua una rosa blanca, marchita, cuyas hojas, a excepción de una sola,
habían caído al pie del vaso como lágrimas fragantes; una máscara negra y rota,
un abanico, disfraces de toda clase, estaban desperdigados por los sillones y
revelaban que la muerte había llegado de improviso y sin hacerse anunciar a
aquella suntuosa mansión.
Me
arrodillé, sin atreverme a posar los ojos en el lecho, y comencé a recitar
salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber plantado una tumba entre
aquella mujer y yo, pues así me era posible añadir su nombre, santificado a
partir de entonces, a mis oraciones. Pero, poco a poco, ese impulso se
amortiguó, y caí en mis cavilaciones. Aquella estancia nada tenía de cámara mortuoria.
En lugar de la atmósfera fétida y cadavérica que estaba acostumbrado a respirar
en los velorios, una lánguida vaharada de esencias orientales, un lascivo olor
a mujer, flotaba levemente en el aire tibio. Aquel pálido fulgor más tenía la
apariencia de un crepúsculo matizado por la voluptuosidad que de una vigilia
iluminada por ese reflejo amarillento que temblequea junto a los cadáveres.
Consideré la singular casualidad que me había hecho volver a encontrar a
Clarimonde en el mismo momento en que la perdía para siempre, y un suspiro de
pesadumbre se escapó de mi pecho. Me pareció que alguien había suspirado
también a mis espaldas, y me volví instintivamente. Era el eco. Al hacer ese
movimiento, mis ojos cayeron sobre aquel lecho mortuorio que hasta entonces
habían evitado. Las cortinas de damasco rojo, con grandes flores, orladas de
franjas de oro, me permitían ver a la muerta, tendida horizontalmente y con las
manos cruzadas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de
deslumbrante blancor que la sombría púrpura de la tapicería resaltaba aún más,
y de tal finura que no disimulaba en absoluto las formas seductoras de su
cuerpo y dejaba seguir con la mirada aquellas hermosas líneas, onduladas como
el cuello de un cisne al que la muerte no hubiera podido envarar. Diríase una
estatua de alabastro hecha por un escultor capaz de tallar el sepulcro de una
reina o, más bien, una bella durmiente vestida de nieve.
No
podía soportarlo; la atmósfera de aquella alcoba me embriagaba, aquel febril
aroma de la rosa marchita me invadía el cerebro, y yo iba y venía a zancadas
por la habitación, deteniéndome a cada paso ante el lecho para admirara a la
hermosa difunta bajo la transparencia de su sudario. Extraños pensamientos
rondaban mi espíritu; figurábame que no estaba verdaderamente muerta y que
aquélla no era más que un ardid que había empleado para traerme a su palacio y
hablarme de su amor. Incluso por un momento creí haber vislumbrado que su pie
se movía entre la blancura de los velos y que se descomponían los rígidos
pliegues del sudario.
Y
entonces me dije: “Será realmente Clarimonde? ¿Qué pruebas tengo de ello? El
paje negro, ¿no puede haber entrado al servicio de otra dama? Es absurdo que me
descorazone y me agite de este modo”. Pero mi corazón me respondió con una
palpitación: “Es ella, sí, es ella”. Me acerqué al lecho y examiné con
redoblada atención el objeto de mi incertidumbre. ¿Debo confesarlo? Aquella
perfección de formas, aunque purificada y santificada por la sombra de la
muerte, me turbaba más voluptuosamente de lo debido, y aquél reposo se
asemejaba tanto a un sueño que habría engañado a cualquiera. Olvidé que había
ido a cumplir una fúnebre misión e imaginé que era un joven esposo entrando en
la alcoba de la recién casada que oculta su figura por pudor y que no quiere
dejarse ver. Afligido por la pena, loco de alegría, me incliné sobre ella y
tomé una esquina del velo; lo alcé lentamente, conteniendo mi respiración por
temor a despertarla. Mis arterias palpitaban con tal fuerza que las sentía
bullir en mis sienes, y mi frente chorreaba sudor, como si hubiera removido una
losa de mármol. Era, en efecto, Clarimonde, tal como la había visto en la
iglesia cuando fui ordenado sacerdote; era tan seductora como entonces, y la
muerte apenas parecía en ella una coquetería superflua. La palidez de sus
mejillas, el rosa apagado de sus labios, las largas pestañas entornadas que
dibujaban una línea sombreada sobre la blancura de su piel, le daban una
expresión de castidad melancólica y de sufrimiento meditabundo que aumentaba su
indescriptible seducción; sus largos cabellos sueltos, donde aún había
desperdigadas algunas florecillas azules, formaban una almohada bajo su cabeza
y protegían con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras,
más diáfanas que hostias, estaban unidas en un ademán de piadosa lasitud y de
tácita plegaria que compensaba lo que de excesivamente seductoras tenían,
incluso en la muerte, la exquisita armonía y la tersura marfileña de sus brazos
desnudos, aún adornados con pulseras de perlas. Permanecí mucho tiempo absorto
en una muda contemplación, y, cuanto más la miraba, tanto menos podía creer que
la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo. No sé si fue una
ilusión o un reflejo de la lámpara, pero hubiérase dicho que la sangre volvía a
circular bajo aquella tersa palidez; ella, sin embargo, conservaba la más
absoluta inmovilidad. Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío
que su mano aquel día en que había rozado la mía bajo el pórtico de la iglesia.
Torné
a mi posición inicial, inclinando mi rostro sobre el suyo y dejando que
lloviera sobre sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Ah, qué amargo
sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía, la de aquel velatorio!
Hubiese querido poder condensar mi vida para dársela y alentar sobre su helado
cadáver la llama que me devoraba. La noche avanzaba, y, sintiendo que se
aproximaba el momento de la separación definitiva, no pude rehusarme la triste
y suprema dulzura de besar los labios muertos de quien había poseído todo mi
amor. ¡Oh, qué prodigio! Un suave aliento se mezcló con el mío, y la boca de
Clarimonde respondió a la presión de la mía: sus ojos se abrieron y recobraron
un poco de brillo; suspiró y, desenlazando las manos, pasó sus brazos por
detrás de mi cuello con una expresión de inefable arrobamiento: “Ah, eres tú,
Romuald! —dijo, con una voz lánguida y débil como las últimas vibraciones de un
arpa— ¿Qué te sucede? Te he esperado tanto tiempo que me ha llegado la muerte.
Pero ahora estamos prometidos; podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós, Romuald,
adiós! Te amo: es todo lo que quería decirte. Y te devuelvo la vida que me has
concedido, durante un minuto, con tu beso. Hasta pronto”.
Su
cabeza cayó hacia atrás, pero ella me rodeaba aún con sus brazos, como para
retenerme. Un torbellino de viento furioso desencajó la ventana y penetró en la
habitación; la última hoja de la rosa blanca palpitó unos instantes, como un
aspa de molino al final de su eje; luego se desprendió y voló por el ventanal
abierto, llevándose consigo el alma de Clarimonde. La lámpara se apagó, y caí
desvanecido sobre el regazo de la hermosa muerta.
Cuando
volví en mí estaba acostado en mi cama, en el pequeño dormitorio de la casa
parroquial, y el viejo perro del antiguo cura lamía mi mano, extendida sobre el
cobertor. Bárbara se movía en la oscuridad con un temblor senil, abriendo y
cerrando cajones, o limpiando el polvo de la vajilla. Cuando me vio abrir los
ojos, la anciana profirió un grito de alegría y el perro ladró y agitó el rabo;
pero yo estaba tan débil que no pude pronunciar una sola palabra ni hacer
movimiento alguno. Supe más tarde que había permanecido así tres días, sin dar
otro signo de vida que una respiración casi insensible. Esos tres días no
cuentan en mi vida, e ignoro a dónde fue mi alma durante ese tiempo: no
conservo ningún recuerdo. Bárbara me contó que el mismo hombre de tez cobriza
que viniera a buscarme por la noche, me había traído a la mañana siguiente en
una litera cerrada y se había ido en el acto. Tan pronto como pude ordenar mis
ideas, evoqué todos los pormenores de aquella noche fatal. Al principio pensé
que había sido juguete de una ilusión mágica; pero circunstancias reales y
palpables destruyeron inmediatamente esa suposición. No podía creer que hubiera
soñado, pues Bárbara había visto, como yo, al hombre de los caballos negros,
cuya compostura y apariencia describió con exactitud. Nadie, sin embargo,
conocía por aquellos alrededores una fortaleza a la que pudiera aplicarse la
descripción del castillo donde yo había vuelto a encontrar a Clarimonde.
Una
mañana vi entrar al padre Serapión. Bárbara le había comunicado que yo estaba
enfermo, y él había acudido sin tardanza. Aunque esa solicitud demostraba
afecto e interés por mi persona, su visita no me produjo el placer que hubiera
debido producirme. El padre Serapión tenía en la mirada algo penetrante e
inquisitorial que me desasosegaba. Ante él, sentíame embarazado y culpable.
Había sido el primero en descubrir mi turbación interior, y me molestaba su
clarividencia.
Mientras
pedía noticias acerca de mi salud con un aire hipócritamente meloso, fijaba en
mí sus dos amarillentas pupilas leoninas y sondeaba mi alma con sus miradas. Me
hizo después algunas preguntas sobre el modo en que regía mi parroquia, si me
agradaba aquella tarea, en qué pasaba el tiempo que me dejaba libre mi
ministerio, si había hecho algunas amistades entre los habitantes del lugar,
cuáles eran mis lecturas favoritas y otros mil detalles análogos. Respondía yo
a todo ello lo más brevemente posible, y él, sin esperar a que yo hubiera
acabado, pasaba a otro tema. Esa conversación no tenía, evidentemente, relación
alguna con lo que quería decirme. Luego, sin ninguna clase de preámbulos, y como
si se tratara de una noticia que recordara de súbito y temiera olvidar al
momento, me dijo con una voz clara y vibrante que resonó en mis oídos como las
trompetas del juicio final: “La célebre cortesana Clarimonde ha muerto hace
poco, después de una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo
infernalmente espléndido. Se renovaron las abominaciones de Baltasar y de
Cleopatra. ¡Dios Santo, en qué época vivimos! Los convidados fueron servidos
por esclavos de tez oscura que hablaban un lenguaje desconocido y que malicio
que eran verdaderos demonios; la librea del último de ellos habría servido de
atavío de gala a un emperador. Siempre corrieron muy extrañas historias sobre
esa tal Clarimonde, y todos sus amantes terminaron de un modo miserable o
violento. Se ha dicho que era un alma en pena, un vampiro hembra; pero yo creo
que era Belcebú en persona”.
Calló
y me observó más atentamente que de ordinario, para ver el efecto que sus
palabras habían producido en mí. No pude evitar un sobresalto cuando oí nombrar
a Clarimonde, y esas noticias acerca de su muerte, añadidas al dolor que me
causaban por su extraña coincidencia con la escena nocturna de la que había
sido testigo, me hundieron en una turbación y un espanto que afloraron en mi
rostro, aunque yo intentara mostrarme dueño de mí mismo. Serapión me lanzó una
ojeada inquieta y severa; después me dijo: “Debo preveniros, hijo mío, estáis
al borde de un abismo; tened cuidado de no caer en él. Satán tiene las garras
largas, y las tumbas no son siempre seguras. La losa de Clarimonde debería
estar precintada con un triple sello, pues, según se dice, no es ésta la
primera vez que ha muerto. ¡Que Dios vele por vos, Romuald!”
Tras
haber pronunciado estas palabras, Serapión alcanzó la puerta a pasos lentos, y
no volví a verlo, puesto que salió para S. casi inmediatamente.
Yo
estaba completamente restablecido y había reanudado mis tareas habituales. El
recuerdo de Clarimonde y las palabras del anciano sacerdote se hallaban siempre
presentes en mi espíritu; sin embargo, ningún acontecimiento extraordinario
había venido a confirmar las lúgubres previsiones de Serapión, y comenzaba a
creer que sus recelos y mis temores eran demasiado exagerados. Pero una noche
tuve un sueño. Apenas me había adormilado cuando oí descorrerse las cortinas de
mi cama y deslizarse las anillas por las barras con un sonido estrepitoso; me
incorporé bruscamente, apoyándome en el codo, y vi una sombra de mujer que
permanecía de pie ante mí. Reconocí en el acto a Clarimonde. Llevaba en la mano
una de esas lamparillas que se colocan en las tumbas, cuya luz daba a sus dedos
afilados una rosada transparencia que se prolongaba, en una decoloración
insensible, hasta la blancura opaca y lechosa de su brazo desnudo. Su único
atuendo era el sudario de lino que la cubriera en el lecho de muerte; mantenía
apretados los pliegues contra su pecho, como se avergonzara de estar tan
ligeramente vestida; pero su pequeña mano no bastaba: era tan blanca que el
color del ropaje se confundía, bajo los pálidos rayos de la lámpara, con el de
su piel. Envuelta en aquel fino tejido que delataba todos los contornos de su
cuerpo, más parecía una estatua de mármol de una bañista antigua que una mujer
dotada de vida. Muerta o viviente, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza
seguía siendo la misma; tan sólo el verde fulgor de sus pupilas parecía un poco
mortecino, y su boca, antaño tan bermeja, apenas estaba teñida de un rosa débil
y suave, casi semejante al de sus pómulos. Las florecillas azules que yo había
visto en sus cabellos estaban completamente secas y habían perdido todas sus
hojas; esto no le impedía ser fascinante: tan fascinante que, pese a la
singularidad de la aventura y el modo inexplicable de entrar en mi habitación,
no tuve ni un momento de pavor.
Puso
la lámpara sobre la mesilla y se sentó al pie de mi cama; luego, inclinándose
hacia mí, me dijo con esa voz argentina y, al mismo tiempo, aterciopelada que
sólo en ella he encontrado: “Me he hecho esperar demasiado,
mi querido Romuald, y tal vez has creído que te había olvidado. Pero vengo de
muy lejos, de un lugar del que nadie ha regresado aún: no hay luna ni sol en el
país de donde llego; no hay más que espacio y tinieblas; ni caminos, ni
senderos; no hay tierra para el pie, ni aire para el ala; y, sin embargo, aquí
estoy, porque el amor es más poderoso que la muerte, y terminará por vencerla.
¡Ah, cuántos rostros lúgubres y cuántas cosas horribles he visto en mi viaje!
¡Cómo ha penado mi alma, vuelta a este mundo por el poder de la voluntad, para
volver a hallar su cuerpo y aposentarse de nuevo en él! ¡Qué esfuerzos he hecho
antes de levantar la losa con que me habían cubierto! ¡Mira! ¡La piel de mis
pobres manos está lacerada! ¡Bésalas, amor mío, para curarlas!” Posó, una tras
otra, las frías palmas de sus manos sobre mi boca; las besé muchas veces, y
ella me observó con una sonrisa de inefable complacencia.
Confieso,
para mi vergüenza, que había olvidado totalmente los consejos del padre
Serapión y el carácter sagrado del que yo estaba revestido. Había caído sin
resistencia al primer asalto. Ni siquiera había pretendido rechazar al
tentador; la frescura de la piel de Clarimonde penetraba en la mía, y sentía
que voluptuosos estremecimientos se deslizaban por mi cuerpo. ¡Pobre criatura!
Incluso ahora, a pesar de todo lo que he visto, me cuesta creer que fuera un
demonio; al menos no tenía apariencia diabólica, y nunca Satán ha escondido
mejor sus garras y sus cuernos. Había replegado sus piernas y se mantenía en
cuclillas al borde de la cama en una postura llena de negligente coquetería. De
cuando en cuando pasaba su mano por mis cabellos y los enrollaba en bucles,
como si intentara modificar mis rasgos con distintos peinados. Yo le dejaba
obrar con la más culpable complacencia, y ella acompañaba sus gestos con la más
amable de las charlas. Lo más notable era que yo no experimentaba ningún
asombro ante una aventura tan extraordinaria, y, con esa facilidad que tiene la
imaginación de admitir como simples los acontecimientos más insólitos, no veía
nada que no se me antojara perfectamente natural.
“Te
amaba antes de haberte visto, mi querido Romuald, y te buscaba por todas
partes. Tú eras mi sueño, y te descubrí en la iglesia, en el momento fatal. Me
dije inmediatamente: “¡Es él!” Te lancé una mirada en la que puse todo el amor
que había tenido, que tenía y que debía tener por ti; una mirada que hubiera
condenado a un cardenal, que hubiera hecho arrodillarse a un rey en presencia
de toda su corte. Tú permaneciste impasible, y preferiste a tu Dios que a mí. “Ah,
qué celosa estoy de ese Dios que amabas y amas aún más que a mí! “Desgraciada,
qué desgraciada soy! ¡Nunca tendré tu corazón para mí sola, para mí, a quien
resucitaste con un beso, para mí, Clarimonde, la muerta, que fuerza por tu
causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte una vida que sólo ha
recobrado para hacerte feliz!”
Todas
esas palabras estaban intercaladas por caricias delirantes que aturdieron mis
sentidos y mi razón hasta el punto de que, para consolarla, no temí proferir
una espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.
Se
reavivaron sus pupilas, y brillaron como crisopacios. “Cierto! ¡Es cierto!
¡Tanto como a Dios! —dijo, rodeándome con sus hermosos brazos—. Si es así,
vendrás conmigo, me seguirás a donde yo quiera. Abandonarás esa ruin sotana
negra. Serás el más orgulloso y el más envidiado de los hombres: serás mi
amante. Ser el amante reconocido de Clarimonde, que ha rechazado a un Papa, ¿no
es algo magnífico? ¡Ah, qué vida tan feliz, qué bella y dorada existencia nos
aguarda! ¿Cuándo partimos, mi gentilhombre?
—Mañana! ¡Mañana! —grité en mi delirio. —Mañana!
¡Sea! —replicó ella—. Así tendré tiempo de cambiar de atuendo, porque éste es
demasiado sucinto y poco apropiado para el viaje. También es preciso que vaya a
advertir a mis gentes, que me creen indefectiblemente muerta y están desoladas
sobremanera. El dinero, las ropas, los carruajes, todo estará dispuesto; vendré
a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón mío—. Y rozó mi frente con sus
labios. La lámpara se apagó, las cortinas se cerraron, y no vi nada más; un
sueño de plomo, un sueño sin ensueños, cayó sobre mí y me tuvo aletargado hasta
la mañana siguiente. Me levanté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de la
singular visión me inquietó durante todo el día; terminé por persuadirme de que
había sido un simple espejismo de mi calenturienta imaginación. Sin embargo,
las sensaciones habían sido tan vivas que resultaba difícil creer que no fueran
reales, y, no sin cierta aprensión por lo que pudiera suceder, fui a la cama
después de haber rogado a Dios que alejara de mí los malos pensamientos y que
protegiera la castidad de mi sueño.
Me
dormí en el acto profundamente, y continuaron mis ensoñaciones. Se descorrieron
las cortinas, y vi a Clarimonde, pero no, como la vez anterior, pálida en su
pálido sudario y con los tonos violáceos de la muerte en las mejillas, sino
alegre, ligera y rozagante, con un soberbio vestido de viaje de terciopelo
verde engalanado con trencillas de oro y recogido por un lado para mostrar una
falda de raso. Sus rubios cabellos escapaban en gruesos bucles de un gran
sombrero de fieltro negro coronado de plumas blancas caprichosamente
contorneadas; llevaba en la mano una pequeña fusta rematada por un silbato de
oro. Me tocó ligeramente con ella y me dijo: “Bien, mi bello durmiente, ¿es así
como haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate aprisa, no
tenemos tiempo que perder”. Salté de la cama.
“Vamos,
vístete y marchemos —dijo, señalando con el dedo un paquete que había traído—;
los caballos se impacientan y tascan el freno a la puerta. Deberíamos estar ya
a diez leguas de aquí”.
Me
vestí a toda prisa; ella misma me tendía las prendas, riéndose a carcajadas de
mi torpeza y ayudándome a ponérmelas cuando me equivocaba. Revolvió mis
cabellos y, luego, tendiéndome un espejito de bolsillo de cristal de Venecia,
orlado por una filigrana de plata, me dijo: “cómo te encuentras? ¿Quieres
tomarme a tu servicio como ayuda de cámara?”
Yo
no era el mismo, y apenas me reconocí. Me parecía a mí tanto como una estatua
acabada pueda parecerse a un bloque de piedra. Mi antiguo rostro sólo era un
grosero esbozo del que reflejaba el espejo. Yo era guapo, y mi vanidad fue
sensiblemente halagada por esa metamorfosis. Los elegantes ropajes, el rico
atavío de brocado hacían de mí otra persona distinta, y hube de admirar el
poder de unas varas de tela cortadas y dispuestas de una manera concreta. El
espíritu de mi traje penetraba en mi piel, y al cabo de diez minutos me sentía
moderadamente fatuo.
Di
varias vueltas por la habitación para adquirir cierta soltura. Clarimonde me
observaba con un aire de complacencia maternal y parecía muy satisfecha de su
obra. “Dejémonos de puerilidades. ¡En marcha, mí querido Romuald! Vamos lejos,
y así no llegaremos nunca”. Tomó mi maño y me guió. Todas las puertas se abrían
ante ella cuando las tocaba; pasamos frente al perro, sin despertarlo.
Encontramos,
en la puerta, a Margheritone; era el jinete que antaño me condujera al
castillo; sujetaba las bridas de tres caballos, negros como los de entonces:
uno para mí, otro para él, otro para Clarimonde. Aquellos corceles debían de
ser hispano-árabes, nacidos de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían
como el viento, y la luna, que había salido para iluminar nuestra marcha,
giraba por el cielo como una rueda desprendida de su carro: la veíamos, a
nuestra derecha, saltar de árbol en árbol y sofocarse por ir tras nosotros.
Pronto llegamos a una planicie donde, junto a un bosquecillo de árboles nos
esperaba un carruaje tirado por cuatro vigorosos animales; subimos a él y los
postillones les hicieron emprender un insensato galope. Yo había pasado un
brazo por detrás de la cintura de Clarimonde, y una de sus manos se plegaba en
la mía; apoyaba su cabeza en mi hombro, y yo sentía que su cuello semidesnudo
rozaba mi brazo. Nunca había experimentado una felicidad tan viva. En aquel
momento había olvidado todo, y no recordaba haber sido sacerdote más de lo que
pudiera acordarme del seno materno, tan grande era la fascinación que el
espíritu maligno ejercía sobre mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se
desdobló de algún modo, y hubo en mí dos hombres que se desconocían entre sí.
Tan pronto
creía ser un sacerdote que soñaba cada .noche que era un gentilhombre, como un
gentilhombre que soñaba que era sacerdote. No podía distinguir el sueño de la
vigilia y no sabía dónde comenzaba la realidad y dónde terminaba la ilusión. El
joven galán, fatuo y libertino, se burlaba del sacerdote, y éste abominaba de
la corrupción del joven galán. Dos espirales enmarañadas una en otra y
confundidas sin llegar jamás a tocarse representan muy bien aquella vida
bicéfala que fue la mía. Pese a la singularidad de mi situación, no creo haber
rozado la locura ni un solo instante. Siempre conservé muy nítidas las
percepciones de mis dos existencias. Solamente había un hecho absurdo que no
podía explicarme: que el sentimiento del mismo yo existiera en dos hombres tan
diferentes. Era una anomalía de la que no me percataba, bien creyera ser el
cura de la aldea de C. o bien il
signor Romualdo, amante titular de Clarimonde.
Siempre
estaba, o creía estar, en Venecia; aún no he podido discernir lo que hubo de
ilusión y de realidad en aquella curiosa aventura. Vivíamos en un gran palacio
de mármol junto al Canaleio, lleno de frescos y de estatuas, con dos Tizianos
de la mejor época en el dormitorio de Clarimonde: un palacio digno de un rey.
Teníamos, cada uno, nuestra góndola, nuestros bateleros con nuestra librea,
nuestro salón de música y nuestro poeta. Clarimonde amaba la vida fastuosa;
había un poco de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, vivía como el hijo
de un príncipe y me pavoneaba como si hubiera pertenecido a la familia de uno
de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república;
no me hubiera apartado de mi camino para dejar paso al Dux, y no creo que,
desde que Satán cayera del cielo, nadie haya sido más orgulloso y más insolente
que yo. Solía ir al Ridotto, y jugaba unas partidas infernales. Frecuentaba a
la mejor sociedad del mundo: hijos de familia arruinados, mujeres de teatro,
estafadores, parásitos y espadachines.
No
obstante, a pesar de la disipación de mi vida, permanecía fiel a Clarimonde. La
amaba locamente. Ella hubiera reavivado mi saciedad y aquietado mi
inconstancia. Tener a Clarimonde era tener veinte amantes, tener a todas las
mujeres, hasta tal punto podía ser móvil, cambiante y distinta a sí misma: ¡Un
verdadero camaleón! Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera
cometido con otras, adquiriendo plenamente el carácter, el aspecto y el género
de belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado,
y era inútil que los jóvenes patricios y hasta los ancianos del Consejo de los
Diez le hicieran las más espléndidas proposiciones. Un Foscari llegó incluso a
proponerle matrimonio; ella lo rechazó. Tenía oro en abundancia; sólo quería
amor: un amor joven, puro, despertado por ella, y que debía ser el primero y el
último. Yo hubiera sido perfectamente feliz sin esa maldita pesadilla que me
venía todas las noches y en la que creía ser un cura de un pueblo
mortificándose y haciendo penitencia por mis excesos diurnos. Tranquilizado por
la costumbre de estar con Clarimonde, apenas me detenía a reflexionar sobre la
extraña manera en que la había conocido. Sin embargo, lo que de ella había
dicho el padre Serapión volvía a veces a mi memoria y no dejaba de causarme
inquietud.
Desde
hacía algún tiempo, la salud de Clarimonde no era muy buena: su tez se decoloraba
día tras día. Los médicos a quienes se hizo venir no entendían su enfermedad ni
sabían qué hacer. Prescribieron algunos remedios insignificantes y no volvieron
a aparecer. Ella, sin embargo, palidecía a ojos vistas, y su piel cobraba una
creciente frialdad. Estaba casi tan blanca y tan muerta como aquella noche en
el castillo desconocido. Me desolaba verla perecer lentamente. Advirtiendo mi
dolor, me sonreía dulce y tristemente con esa sonrisa fatal de los seres que
saben que van a morir.
Una
mañana estaba yo sentado junto a su lecho, almorzando en una mesita, para no
dejarla sola ni un minuto. Al cortar una fruta, me hice casualmente en el dedo
un tajo bastante profundo. La sangre brotó inmediatamente en hilillos
purpúreos, y algunas gotas cayeron sobre Clarimonde. Sus ojos se iluminaron y
su fisonomía tomó una expresión de alegría feroz y salvaje que nunca había
visto en ella. Saltó de la cama con una agilidad animal, una agilidad de mono o
de gato, y, precipitándose sobre mi herida, comenzó a succionarla con un aire
de indecible voluptuosidad. Bebía la sangre a sorbitos, lenta y cuidadosamente,
como un catador que saboreara un vino de Jerez o de Siracusa; tenía los ojos
entornados, y sus verdes pupilas eran oblongas en vez de redondas. De cuando en
cuando se detenía para besarme la mano; luego volvía a presionar con sus labios
la herida para hacer salir aún algunas gotas rojas. Cuando vio que no brotaba
más sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, más sonrosada que
una aurora de mayo, con el rostro sereno, la mano tibia y ligeramente húmeda;
en fin, más bella que nunca y en perfecto estado de salud.
“No
moriré! ¡No moriré! —dijo, casi loca de alegría, colgándose de mi cuello—. Aún
podré amarte mucho tiempo. Mi vida está en la tuya, y todo lo que soy procede
de ti. Algunas gotas de tu rica y noble sangre, más preciosa y más eficaz que
todos los elixires del mundo, me han devuelto la existencia”.
Esa
escena me preocupó largo tiempo y me inspiró extrañas dudas respecto a
Clarimonde, y aquella misma noche, cuando el sueño me hubo conducido a mi casa
parroquial, vi al padre Serapión más adusto e inquieto que nunca. Me miró
atentamente y me dijo: “No contento con perder vuestra alma, también queréis
perder vuestro cuerpo. ¡Infortunado joven, en qué trampa habéis caído!” El tono
en que me dijo esas pocas palabras me impresionó vivamente; pero, a pesar de su
viveza, la impresión se disipó muy pronto, y miles de ha1agos la borraron de mi
espíritu.
Sin
embargo, una noche vi en el espejo, cuya traicionera posición ella no había
calculado, que Clarimonde vertía unos polvillos en la copa de vino especiado
que tenía la costumbre de preparar después de la cena. Tomé la copa, fingí
llevarla a mis labios y la dejé sobre un mueble, como si quisiera apurarla más
tarde con tranquilidad, y, aprovechando un instante en que la bella me había
vuelto la espalda, vertí su contenido bajo la mesa, tras lo cual, me retiré a
mi habitación y me acosté, decidido a no dormir y a observar todo lo que
sucediera. No tuve que esperar mucho: Clarimonde entró en salto de cama y
despojándose de él, se tendió junto a mí. Cuando se hubo asegurado de que yo
dormía descubrió mi brazo y sacó de entre sus cabellos aguja de oro; luego
comenzó a murmurar baja: “Una gota, sólo una gotita roja, mi aguja teñida de
rojo... Puesto que aún me amas es necesario que no muera... Ah, mi pobre amor
tu hermosa sangre de un color púrpura tan radiante: voy a beberla. Duerme, mi
único bien; duerme, mi dios, mi niño; no te haré daño, no tomaré de tu vida más
de lo que sea necesario para que no se apague la mía. Si no te amara tanto,
podría decidirme a tener otros amantes y dejaría secas sus venas; pero, desde
que te conozco, me horroriza todo el mundo... ¡Ah, qué hermoso brazo! ¡Qué
blanco es! ¡Qué terso! Jamás podré atreverme a pinchar esta deliciosa vena
azul...” Y, mientras decía todo eso, lloraba, y yo sentía caer sus lágrimas en
mi brazo, que ella tenía entre sus manos. Al fin, se decidió: me hizo una
ligera punción con su aguja y empezó a chupar la sangre que corría. Aunque
apenas había bebido algunas gotas, debió de asaltarle el temor de agotarme,
pues, tras haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó en el acto,
rodeó cuidadosamente mi brazo con una pequeña venda.
No
podía albergar dudas: el padre Serapión estaba en lo cierto. Sin embargo, a
pesar de esa certidumbre, no podía disuadirme de amar a Clarimonde, y de buena
gana le habría dado toda la sangre que necesitase para mantener su facticia
existencia. Además yo no sentía miedo; ella obraba como un vampiro, y lo que
había visto y oído me lo confirmaba por completo; pero yo tenía entonces unas
venas henchidas de sangre que no se agotarían pronto, y al fin y al cabo no
pretendía traficar gota a gota con mi vida. Yo mismo me hubiera abierto el
brazo y le hubiera dicho: “Bebe! ¡Y que mi amor se infiltre en tu cuerpo con mi
sangre!” Evité hacer la menor alusión al narcótico que había vertido en mi copa
y a la escena de la aguja, y continuamos viviendo en la más perfecta armonía. No
obstante, mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca, y no sabía
qué nueva mortificación inventar para domar y sofrenar mi carne. Aunque todas
esas visiones fueran involuntarias y yo no hubiera participado en ellas, no me
atrevía a tocar el cuerpo de Cristo con unas manos tan impuras y con un
espíritu degradado por semejantes excesos, reales o soñados. Para evitar caer
en esas fatigosas alucinaciones, mantenía mis párpados abiertos con los dedos y
permanecía de pie, apoyado en las paredes, luchando contra el sueño con todas
mis fuerzas; pero el sopor se adueñaba pronto de mis ojos, y, viendo que toda
lucha era inútil, dejaba caer los brazos con desconsuelo y lasitud, y la
corriente me llevaba hacia las orillas de la perfidia. Serapión me hacía las
más fervientes exhortaciones y me reprochaba con dureza mi debilidad y mi
escaso fervor. Un día que yo estaba más agitado que de ordinario, me dijo:
“Para
deshacerse de esa obsesión no hay más que un medio y, aunque sea extremoso, hay
que emplearlo: a grandes males, grandes remedios. Yo sé dónde ha sido enterrada
Clarimonde; es necesario que la desenterremos y que vea en qué estado
lamentable se encuentra el objeto de su amor; ya no tendrá la tentación de
perder su alma por un cadáver inmundo, devorado por los gusanos y a punto de
convertirse en polvo; eso le hará seguramente entrar en razón”. Estaba tan
cansado aquella doble vida, que acepté: queriendo saber de una vez por todas
quién, si el sacerdote gentilhombre, era víctima de una ilusión, estaba decidido
a matar, en provecho de uno o del otro, a uno de los dos hombres que había en
mí o incluso matar a ambos, pues una vida como aquella no podía continuar. El
padre Serapión consiguió un pico, una palanqueta y una linterna, y a medianoche
nos dirigimos hacia el cementerio de C. cuya situación y trazado conocía
perfectamente. Después de haber iluminado con la linterna sorda las
inscripciones de varias tumbas, llegamos por fin a una piedra medio escondida
entre las altas hierbas y casi devorada por el musgo y las plantas parásitas,
en la que desciframos este comienzo de inscripción:
Yace aquí Clarimonde, que fue, cuando vivía, la más bella del mundo.
“Aquí
es”, dijo Serapión, y, poniendo en tierra la linterna, introdujo la palanqueta
en el intersticio de la piedra y se dispuso a levantarla. La piedra cedió, y él
empezó a trabajar con el pico. Yo, más lúgubre y más silencioso que la propia
noche, lo contemplaba: inclinado sobre su fúnebre tarea, sudaba a raudales,
jadeaba, y su respiración casi tenía el tono de un estertor de agonizante. Era
un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto desde el exterior antes nos
habría tomado por profanadores y ladrones de tumbas que por sacerdotes de Dios.
El celo de Serapión tenía algo de duro y de salvaje que le hacía asemejarse más
a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y su rostro, de grandes rasgos
austeros y profundamente marcados por el reflejo de la linterna, nada tenía de
tranquilizador. Sentí que un sudor glacial perlaba mis miembros y que mis cabellos
se erizaban dolorosamente en mi cabeza: consideraba en el fondo de mi alma que
la acción del severo Serapión era un abominable sacrilegio, y hubiera querido
que del flanco de las oscuras nubes que se desplazaban pesadamente sobre
nosotros surgiese un triángulo de fuego y lo redujera a polvo. Los búhos
posados en los cipreses, inquietos por el brillo de la linterna, venían a
azotar torpemente el cristal con sus alas polvorientas, lanzando gemidos
lastimeros; los zorros gañían a lo lejos y mil ruidos siniestros se desprendían
del silencio. Al fin, el pico de Serapión tropezó con el ataúd, cuyas tablas
resonaron con un ruido sordo y hueco, con ese terrible ruido que produce la
nada cuando se la toca; volcó la tapa y vi a Clarimonde, pálida como un mármol,
con las manos unidas; su blanco sudario no formaba más que un solo pliegue de
la cabeza a los pies. Una gotita purpúrea brillaba como una rosa en la comisura
de su boca descolorida. Serapión, al verla, se enfureció: “Ah, ahí estás demonio,
cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro!”, y roció con agua bendita el
cuerpo y el ataúd, sobre el cual trazó con su hisopo el signo de la cruz. El hermoso
cuerpo de la pobre Clarimonde, apenas hubo sido tocado por la santa aspersión
se convirtió en polvo; ya no era sino una mezcla horrorosamente informe de
cenizas y huesos medio calcinados. …“He ahí a vuestra amante, señor Romuald
—dijo el inexorable sacerdote mostrándome aquellos tristes despojos—,
¿tendríais ahora la tentación de ir a pasear al Lido o al Fusine con vuestra
beldad?” Incliné la cabeza; todo acababa de desmoronarse en ruinas ante mí.
Volví a la casa parroquial, y el señor Romuald, amante de Clarimonde, se separó
del pobre sacerdote con quien había mantenido durante tanto tiempo aquella
extraña relación. Tan sólo a la noche siguiente vi de nuevo a Clarimonde; me
dijo, como la primera vez bajo el pórtico de la iglesia: “Desgraciado!
Desgraciado! ¿Qué has hecho? ¿Por qué has escuchado a ese sacerdote imbécil?
¿No eras feliz? Y yo, ¿qué te hice para que violaras mi pobre tumba y pusieras
al desnudo las miserias de mi nada? Toda comunicación entre nuestras almas y
nuestros cuerpos se ha roto desde ahora. Adiós. Me echarás de menos”. Se disipó
en el aire, como una humareda, y nunca más volví a verla.
¡Ay
de mí!, ella dijo la verdad: la he añorado más de una vez, y aún la añoro. La
paz de mi alma fue comprada a un precio muy caro; el amor de Dios no fue
suficiente para reemplazar al suyo. Esta es, hermano, la historia de mi
juventud. No miréis jamás a una mujer, y caminad siempre con los ojos clavados
en la tierra, pues, por casto y tranquilo que seáis, bastará un solo minuto
para haceros perder la eternidad.