lunes, 31 de marzo de 2014

La enamorada muerta de Théophile Gautier


Una buena lectura analicen y comenten.
La muerta enamorada
de
Théophile Gautier
 Me preguntáis, hermano, si he amado: sí. Es una historia singular y terrible, y, aunque ya tengo sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de ese recuerdo. No quiero desairaros, pero no contaré semejante relato a un alma poco experimentada. Son acontecimientos tan extraños que no puedo creer que me hayan sucedido. Durante más de tres años fui juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, pobre sacerdote rural, llevé en sueños todas las noches (¡Dios quiera que hayan sido sueños!) una vida de réprobo, una vida de hombre mundano y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer estuvo a punto de causar la pérdida de mi alma; pero, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, llegué a dominar al espíritu maligno que se había apoderado de mí.
   Mi existencia se había complicado con una existencia nocturna absolutamente distinta. Durante el día, yo era un sacerdote del Señor, casto, dedicado a la plegaria y a ocupaciones santas; por la noche, desde el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto conocedor de mujeres, de perros y de corceles, que jugaba a los dados, bebía y blasfemaba; y cuando despertaba, al rayar la aurora, parecíame por el contrario, que dormía y soñaba que era sacerdote. De aquella vida sonambulesca me han quedado recuerdos de objetos y palabras contra los que no puedo defenderme, y, aunque no haya traspasado nunca los muros de mi casa parroquial, diríase, al oírme, que soy un hombre que, ha recorrido el mundo y parece haber conocido todo, ha ingresado en religión y quiere terminar en el seno de Dios unos días excesivamente agitados, antes que un humilde seminarista que ha envejecido en una parroquia ignorada, en el fondo de un bosque, y sin relación alguna con las cosas del siglo.
   Sí, yo he amado como nadie ha amado en este mundo, con un amor insensato y furioso, tan violento que aún me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Ah, qué noches! ¡Qué noches!
   Desde mi más tierna infancia había sentido vocación por el estado sacerdotal; de manera que todos mis estudios se orientaron en esa dirección, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Al concluir los estudios de teología, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y, a pesar de mi extrema juventud mis superiores me consideraron digno de franquear el último y temible grado. Se fijó, para mi ordenación, un día de la semana de Pascua.
   Nunca había salido al mundo; el mundo, para mí, era el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo llamado mujer, pero eso no absorbía mis pensamientos; mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año. Ésas eran todas mis relaciones con el exterior.
   Nada echaba de menos, ni sentía la duda ante aquel compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna ha contado las horas con ardor tan febril; no dormía; soñaba que decía misa; no encontraba nada más bello en el mundo que ser sacerdote: hubiera rehusado ser rey o poeta. Mi ambición no concebía más. He dicho todo esto para mostraros cómo no debería haberme sucedido lo que me sucedió, y hasta qué punto fui víctima de una fascinación inexplicable.

   Cuando llegó el gran día, marché a la iglesia con un paso tan ligero que parecía como si flotase en el aire o tuviera alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía taciturna y preocupada de mis compañeros; porque éramos varios. Había pasado la noche en oración y me hallaba en un estado que casi rozaba el éxtasis. El obispo, venerable anciano, se me antojó Dios Padre contemplando su eternidad, y yo veía el cielo a través de las bóvedas del templo.
   Conocéis los detalles de esa ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la unción de la palma de las manos con el óleo de los catecúmenos y, en fin, el sacrificio celebrado conjuntamente con el obispo. No insistiré en ello. ¡Oh, qué razón tenía Job y qué imprudente es quien no concierta un pacto con sus propios ojos! Levanté por azar la cabeza, que hasta entonces había mantenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que hubiese podido tocarla, aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada, a una joven de rara belleza y vestida con una magnificencia regia. Fue como si cayeran las escamas de mis pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recobrara súbitamente la vista. El obispo, poco antes tan resplandeciente, se eclipsó en el acto, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y se hizo en toda la iglesia una oscuridad completa. La encantadora criatura destacaba sobre el fondo sombrío como una revelación angélica; parecía tener luz propia y difundir la claridad en lugar de recibirla.
   Bajé los párpados, dispuesto a no levantarlos, para sustraerme a la influencia de los objetivos exteriores; porque la distracción me invadía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.
   Un minuto después volví a abrir los ojos, pues la veía, a través de mis pestañas, irisada con los colores del prisma y en una penumbra purpúrea, como cuando se mira al sol.
   ¡Oh, qué bella era! Los más grandes pintores, cuando, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madona, no se aproximaron siquiera a aquella fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor hubieran podido dar una idea de ella. Era alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un suave color rubio, se dividían en el centro de su cabeza y se deslizaban sobre sus sienes como ríos de oro; su frente, de una blancura azulada y transparente, se extendía, amplia y serena, sobre los arcos de unas pestañas casi morenas, singularidad que añadía a sus pupilas verdemar una vivacidad y un fulgor irresistibles. ¡Qué ojos! Con un solo relampagueo podían decidir el destino de un hombre; tenían una vida, una limpidez, un ardor, una brillante humedad que yo nunca había visto en ojos humanos; se escapaban de ellos rayos parecidos a flechas que veía claramente llegar a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero a buen seguro procedía de uno u otro sitio. Aquella mujer era un ángel o un demonio; ciertamente no había salido del seno de Eva, nuestra madre común. Dientes del más bello oriente chispeaban en su roja sonrisa, y pequeños hoyuelos se hundían, a cada inflexión de su boca, en el satén rosado de sus adorables mejillas. En cuanto a su nariz, era de una finura y altivez absolutamente regias, y delataba el más noble origen. Brillos de ágata jugueteaban sobre la piel tersa y esplendorosa de sus hombros, a medias descubiertos, e hileras de perlas rubias, de un tono casi semejante al de su cuello, colgaban sobre su pecho. De cuando en cuando, erguía la cabeza con un movimiento sinuoso de culebra o de pavo real que se engallara, e imprimía un ligero temblor a la alta gorguera bordada con calados que la rodeaban como un enrejado de plata.
   Llevaba un vestido de terciopelo nacarado, y de sus amplias mangas forradas de armiño salían unas manos patricias, de una delicadeza infinita, con dedos largos y gordezuelos, y de una transparencia tan ideal que dejaban, como los de la aurora, pasar la claridad.
   Todos esos detalles están aún tan presentes en mí como si fueran de ayer; pues, aunque yo me hallara sumido en una turbación extremada, nada se me escapó: el más leve matiz, el pequeño lunar a un lado de la barbilla, el bozo imperceptible en las comisuras de los labios, lo aterciopelado de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, todo lo capté con una sorprendente lucidez.
   Mientras la contemplaba, sentía abrirse en mí puertas que hasta entonces habían permanecido cerradas; suspiros reprimidos se liberaban en todas las direcciones y dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida se me aparecía bajo un aspecto completamente distinto; acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una angustia espantosa me atenazaba el corazón; cada minuto que transcurría se me antojaba, a la vez, un segundo y un siglo. Pero la ceremonia continuaba, y yo me veía transportado muy lejos de aquel mundo cuya entrada asediaban furiosamente mis nuevos deseos. Sin embargo, dije “sí” cuando anhelaba decir “no”, cuando todo en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi lengua ejercía sobre mi alma: una fuerza oculta arrancaba, a pesar mío, las palabras de mi garganta. Eso es tal vez lo que determina que tantas jóvenes marchen al altar con la firme decisión de rechazar de un modo patente al futuro marido que se les impone, y que ni una sola lleve a cabo su propósito. Eso es sin duda lo que hace que tantas pobres novicias tomen el velo, aunque estén resueltas a desgarrarlo en pedazos en el mismo momento de pronunciar sus votos.
   Nadie se atreve a provocar tal escándalo ante todo el mundo ni a defraudar la atención de tantas personas; todas esas voluntades, todas esas miradas parecen pesar sobre uno como una plancha de plomo; y, por otra parte, todas las medidas han sido tan cuidadosamente adoptadas, todo está tan regulado de antemano, de una manera tan evidentemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los hechos y sucumbe por completo.
   La mirada de la bella desconocida cambió tic expresión a medida que avanzaba la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, fue tomando un aire enojado y desdeñoso,    como de no haber sido comprendida.
   Hice un esfuerzo que hubiera bastado para mover una montaña, para gritar que no quería ser sacerdote; pero no pude decir nada; mi lengua quedó clavada a mi paladar, y me fue imposible expresar mi voluntad mediante el más leve ademán negativo. Aunque absolutamente despierto, me encontraba en una situación análoga a la de esas pesadillas en que se intenta gritar una palabra de la que depende la vida de uno y no se puede pronunciarla.
   Ella parecía percatarse del martirio que yo sufría, y, como para animarme, me lanzó una ojeada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema, y cada una de sus miradas formaba una estrofa. Me decía:
   “Si quieres ser mío, te haré más feliz que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles tendrán celos de ti. Desgarra ese fúnebre sudario en que vas a envolverte; yo soy la belleza, yo soy la juventud, yo soy la vida; ven a mí: tú y yo seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Jehová en compensación? Nuestra existencia se deslizará como un sueño, y no será sino un beso eterno. “Derrama el vino de ese cáliz, y serás libre. Te llevaré a islas desconocidas; dormirás sobre mi pecho, en una cama de oro macizo y bajo un dosel de plata; porque te amo y quiero arrebatarte a ese Dios tuyo por quien tantos nobles corazones vierten raudales de amor que no llegan a Él.”
   Parecíame escuchar esas palabras con un ritmo de una dulzura infinita, pues su mirada casi poseía sonoridad, y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera sembrado en mi alma. Estaba dispuesto a renunciar a Dios; y, sin embargo, cumplí mecánicamente las formalidades de la ceremonia. La bella me lanzó una segunda mirada, tan suplicante, tan desesperada, que atravesaron mi corazón acerados cuchillos y sentí en el pecho más puñales que la Madre de los Dolores.
   Todo había terminado: ya era sacerdote.
   Jamás fisonomía humana ha mostrado una angustia tan punzante; la joven que ve a su prometido morir repentinamente a su lado, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral de la puerta del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en lugar de su tesoro, el poeta que ha dejado caer al fuego el único manuscrito de su obra más bella, no tendrían ni por asomo un aire más aterrado y más inconsolable. La sangre abandonó por completo su fascinante rostro y cobró una palidez marmórea: sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo, como si los músculos se le hubieran desatado, y se apoyó en un pilar, pues sus piernas flaqueaban y apenas podían mantenerla. En cuanto a mí, lívido, con la frente inundada de un sudor más sangriento que el del Calvario, me dirigí, tambaleándome, hacia la puerta de la iglesia; me ahogaba; las bóvedas se desplomaban sobre mis hombros, y diríase que mi cabeza sostenía, ella sola, todo el peso de la cúpula.
   Cuando iba a franquear el umbral, una mano ó bruscamente la mía: ¡una mano de mujer! Nunca había tocado una. Era fría, como la piel de serpiente, y su contacto me abrasó como la  marca de un hierro al rojo. Era ella: “Desgraciado! ¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?”, me dijo en voz baja; luego, desapareció entre la muchedumbre.
   El anciano obispo pasó junto a mí; me miró con expresión severa. Mi comportamiento no podía ser más extraño: palidecía, enrojecía, sufría vahídos. Apiadándose de mí, uno de mis compañeros me sostuvo y me condujo al seminario; yo hubiera sido incapaz de hallar por mí mismo el camino de regreso. Al doblar una calle, mientras el joven sacerdote volvía la cabeza hacia otro lado, un paje negro, caprichosamente vestido, se aproximó a mí y, sin detenerse, me entregó una cartera con esquinas cinceladas de oro y me hizo una señal para que la escondiese; la deslicé en mi manga y allí la tuve hasta que me encontré solo en mi celda. Hice saltar el cierre; no había más que dos hojas con estas palabras: “Clarimonde, en el palacio Concini”. Estaba yo entonces tan poco al corriente de las cosas de la vida que no conocía a Clarimonde, pese a su celebridad, e ignoraba por completo dónde estaba situado el palacio Concini. Hice mil conjeturas, más extravagantes unas que otras; pero, a decir verdad, con tal de poder volver a verla me inquietaba poco lo que ella fuera: gran dama o cortesana.
   Aquel amor nacido de improviso había arraigado indestructiblemente; ni siquiera soñaba en pretender arrancármelo, hasta tal punto sentía que hubiera sido cosa imposible. Aquella mujer se había adueñado totalmente de mí, una sola mirada suya había bastado para transformarme; me había impuesto su voluntad: yo no vivía ya en mí, sino en ella y por ella. Cometía mil extravagancias, besaba la parte de mi mano que ella había tocado y repetía su nombre durante horas y horas. Sólo tenía que cerrar los ojos para verla tan claramente como si estuviera en realidad ante mí; y me repetía las palabras que me había dicho bajo el pórtico de la iglesia: “Desgraciado! ¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?” Comprendía todo el horror de mi situación, y se me revelaban con claridad los aspectos fúnebres y terribles del estado que acababa de abrazar. ¡Ser sacerdotes !Es decir, ser casto, no amar, no discernir el sexo ni la edad, apartarse de toda belleza, sacarse los ojos, deslizarse por la penumbra glacial de un claustro o de una iglesia, no ver sino moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar luto por uno mismo, de tal modo que la propia sotana sirva de mortaja!
   Y, sin embargo, yo notaba que la vida crecía en mí como un lago interior que se hinchara y se desbordara; mi sangre golpeaba con fuerza mis arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como esos áloes que tardan cien años en florecer y se abren con un trueno.
   ¿Qué haría para ver de nuevo a Clarimonde? No tenía ningún pretexto para salir del seminario, ni conocía a nadie en la ciudad; ni aun siquiera debía permanecer en ella, pues sólo esperaba que se me designara el cuarto que debía ocupar. Intenté -arrancar los barrotes de la ventana; pero estaba situada a una altura espantosa, y, careciendo de escala, era preferible no pensar en ello. Por otra parte, sólo podría descender de noche; y ¿cómo me orientaría en el incomprensible dédalo de calles? Todas esas dificultades, que nada hubieran significado para otros, eran inmensas para mí, pobre seminarista, enamorado hacía apenas veinticuatro horas, sin experiencia, sin dinero y sin ropa.
   ¡Ay! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días; habría sido su amante, su esposo, me decía en mi ceguera; en vez de estar envuelto en un triste sudario, tendría ropajes de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y un sombrero con plumas, como los jóvenes galanes. Mis cabellos, en lugar de estar deshonrados por la tonsura, caerían alrededor de mi cuello en bucles ondulados. Tendría un hermoso bigote engomado; sería un hombre intrépido. Pero una hora ante un altar y algunas palabras apenas articuladas me habían excluido para siempre del número de los vivos, ¡Y era yo mismo quien había sellado la losa de mi tumba! ¡Yo había echado con mi propia mano el cerrojo de mi prisión!
   Me asomé a la ventana. El cielo era admirablemente azul, y los árboles se habían puesto su vestido de primavera; la naturaleza hacía ostentación de una irónica alegría. El lugar estaba lleno de gente; unos iban, otros venían; jóvenes petimetres y bellas damiselas caminaban, emparejados, por jardines y cenadores. Varios individuos pasaban entonando canciones báquicas; había un movimiento, una vida, una animación, un júbilo que hacían resurgir penosamente mi luto y mi soledad. Una joven madre, en el umbral de una puerta, jugaba con su hijo; besaba la boquita rosada del niño, todavía perlada de gotas de leche, y, excitándolo con melindres, le hacía miles de esas divinas puerilidades que sólo las madres saben inventar. El padre, que estaba de pie a cierta distancia, sonreía dulcemente a la encantadora pareja, y sus brazos cruzados parecían estrechar el gozo que albergaba su corazón. No pude soportar ese espectáculo; cerré la ventana y me arrojé sobre el lecho con un odio y unos celos horribles en el corazón, mordiendo mis dedos y mi manta como un tigre que llevara tres días en ayunas.
   No sé cuánto tiempo permanecí así; pero, al volverme en un movimiento de espasmo furioso, vi al padre Serapión, que estaba de pie en medio del cuarto y me observaba atentamente. Sentí vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, me cubrí los ojos con las manos.
   —Romuald, amigo mío, algo extraordinario os sucede —me dijo Serapión al cabo de algunos minutos de silencio—. ¡Vuestra conducta es verdaderamente inexplicable! Vos, tan piadoso, tan dulce y tranquilo, os agitáis en vuestra celda como una fiera salvaje. Tened cuidado, hermano, y no escuchéis las sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado porque os habéis consagrado para siempre al Señor, ronda en torno a vos como un lobo rapaz y hace un último esfuerzo para atraeros a él. En vez de dejaros abatir, mi querido Romuald, forjad una coraza de plegarias, un escudo de mortificaciones, y combatid valerosamente al enemigo; lo venceréis. Las pruebas son necesarias para la virtud y el oro sale más fino del crisol. No tengáis miedo, ni os descorazonéis; las almas mejor protegidas y más firmes han pasado por esos mismos momentos. Rezad, ayunad, meditad, y el espíritu maligno se retirará.
   El discurso del padre Serapión me hizo volver en mí, y me hallé un poco más tranquilo.
   —Venía a anunciaros que habéis sido nombrado párroco de C.; el sacerdote que desempeña ese cargo acaba de morir, y monseñor, el obispo, me ha encomendado que os instale allí; estad preparado para mañana—. Respondí, con un movimiento de cabeza, que lo estaría, y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero las líneas se hicieron borrosas bajo mis ojos; el hilo de las ideas se enmarañó en mi cerebro, y el volumen resbaló de mis manos sin que yo lo evitara.
   ¡Partir mañana sin haberla visto! ¡Añadir otro obstáculo a todos los que ya había entre nosotros! ¡Perder para siempre la esperanza de volver a encontrarla, a menos que ocurriera un milagro! ¿Escribirle? ¿Por medio de quién le haría llegar mi carta? Revestido, como estaba, de carácter sagrado, ¿con quién sincerarme?, ¿en quién confiar? Sufría una ansiedad terrible. Por otra parte, volvía a mi memoria lo que el padre Serapión me había dicho sobre los artificios del diablo; la singularidad de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonde, el brillo fosforescente de sus ojos, la candente impresión de su mano, la turbación en que me había sumido, el cambio súbito que se había operado en mí, el brusco desvanecimiento de mi piedad, todo probaba claramente la presencia del diablo, y esa mano aterciopelada no era tal vez sino el guante con que había encubierto su garra. Tales pensamientos me infundieron un enorme pavor; recogí el misal, que había caído de mis rodillas al suelo, y volví de nuevo a la oración.
Al día siguiente, Serapión vino a buscarme; dos mulas nos esperaban a la puerta, cargadas con nuestros livianos equipajes; montó él en una, y yo, como buenamente pude, en la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad, yo escudriñaba todas las ventanas y todos los balcones, con la esperanza de ver a Clarimonde; pero era demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba traspasar las celosías y las cortinas de todos los palacios ante los que pasábamos.                                                                                                              
   Serapión atribuía sin duda esa curiosidad a la admiración que me producía la belleza de la arquitectura, pues refrenaba el paso de su montura para darme tiempo a mirar. Llegamos, por fin, a la puerta de la ciudad y comenzamos a subir una colina. Cuando hube alcanzado la cima, me volví para contemplar una vez más el lugar donde vivía Clarimonde. La sombra de una nube cubría enteramente la ciudad; sus techos azules y rojos se confundían en una tonalidad imprecisa de la que brotaban, aquí y allá, como blancos vellones de espuma, las humaredas de la mañana. Por un singular efecto de óptica, se dibujaba, rubio y dorado bajo un solitario rayo de luz, un edificio cuya altura sobrepasaba la de las construcciones vecinas, completamente sumergidas en vapores; aunque se encontraba a más de una legua, parecía muy próximo. Podía distinguir sus menores detalles: las atalayas, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas con cola de golondrina.
   “Qué palacio es el que se ve allá abajo, iluminado por un rayo de sol?”, pregunté a Serapión. Puso una mano sobre sus ojos y, habiéndolo mirado, me respondió: “Es el antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana Clarimonde; suceden en él cosas espantosas”.
   En aquel momento, no sé aún si fue una realidad o una ilusión, creí ver deslizarse por la terraza una forma blanca y esbelta, que resplandeció un instante y luego se eclipsó. ¡Era Clarimonde!
   ¡Oh! ¿Sabía Clarimonde que, a esa misma hora, ardiente e intranquilo, desde lo alto de aquel áspero camino que me alejaba de ella y que nunca desandaría, no apartaba los ojos del palacio en que moraba, y que un irrisorio juego de luz parecía acercármelo, como si me invitara a tomar posesión de él? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado íntimamente ligada a la mía para no captar las menores vibraciones de ésta, y era ese sentimiento el que la había impulsado a subir, vestida aún con sus velos nocturnos, a la terraza, bajo el rocío glacial de la mañana.
   La sombra invadió el palacio, y éste se convirtió en un océano de techumbres y remates en el que apenas se distinguía una ondulación montuosa. Serapión azuzó a su mula; la mía fue inmediatamente tras ella, y un recodo del camino me ocultó para siempre la ciudad de S., puesto que nunca debería volver a ella. Al cabo de tres días de marcha por campos excesivamente tristes, vimos despuntar, a través de los árboles, la veleta del campanario de la iglesia donde debía ejercer mi ministerio; y, después de haber recorrido algunas calles tortuosas bordeadas de chozas y huertos, nos encontramos ante la fachada, que no era de una gran magnificencia. Un pórtico adornado con algunas nervaduras y dos o tres columnas de arenisca burdamente talladas, un techo de tejas y unos contrafuertes de la misma piedra que las columnas: eso era todo; a la izquierda, el cementerio, lleno de yerbajos, con una gran cruz de hierro en el centro; a la derecha, a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una simplicidad extrema y de una árida limpieza. Entramos: varias gallinas picoteaban los escasos granos de avena esparcidos por la tierra; aparentemente acostumbradas al hábito negro de los clérigos, no se alarmaron por nuestra presencia y apenas se tomaron la molestia para darnos el paso. Nuevamente se escuchó un ladrido ronco y cascado, y vimos acudir a un viejo perro.

   Era el perro de mi predecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo gris y todos los síntomas de máxima longevidad que puede esperarse de un perro. Lo acaricié suavemente con la mano, y él se so en seguida a marchar a mi lado con un aire inexplicable satisfacción. Una mujer entrada en años, que había sido el ama del antiguo cura, vino inmediatamente a nuestro encuentro y, después haberme hecho pasar a una sala de la planta me preguntó si tenía la intención de conservarla a mi servicio. Le respondí que conservaría a ella y al perro, y también a las gallinas, y todo el mobiliario que su amo le hubiera dejado al morir, lo que le produjo una gran alegría. El padre Serapión pagó en el acto la cantidad que ella pedía.
   Cuando me vio instalado, el padre Serapión volvió al seminario. Me quedé, pues, solo y sin más apoyo que el que yo pudiera hallar en mí. El pensamiento de Clarimonde comenzó de nuevo a obsesionarme, y, a pesar de mis esfuerzos, no siempre conseguía desecharlo. Una tarde, paseando por las veredas flanqueadas de mi jardincillo, creí ver a través de los arbustos. Una forma de mujer que seguía todos mis movimientos, y, brillando entre la hojarasca, dos pupilas verde mar; pero no era más que una ilusión, porque, cuando hube llegado a la otra parte del sendero, no encontré sino la huella de un pie sobre la arena, tan pequeña que hubiérase dicho que era de un niño. El jardín estaba rodeado de altos muros; visité todos los rincones y recovecos: no había nadie. Nunca pude explicarme ese hecho que, por lo demás, nada era en comparación con los extraños sucesos que habían de sobrevenirme. Viví así todo un año, cumpliendo cabalmente los deberes de mi estado, rezando, ayunando, exhortando y socorriendo a los enfermos, dando limosnas hasta privarme de las cosas más indispensables. Pero yo sentía dentro de mí una absoluta aridez, y las fuentes de la gracia me habían sido cerradas. No gozaba de esa felicidad que proporciona el cumplimiento de una sagrada misión; mis ideas estaban en otra parte, y las palabras de Clarimonde venían con frecuencia a mis labios como una especie de involuntaria cantinela. ¡Oh, hermano, meditad bien esto! Por haber mirado una sola vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante muchos años los más lamentables desasosiegos: mi vida ha estado siempre conturbada.
   No os retendré más tiempo con esas derrotas y esas victorias interiores siempre seguidas de recaídas más profundas, y pasaré sobre la marcha a un acontecimiento decisivo. Una noche llamaron violentamente a mi puerta. La anciana ama fue a abrir, y un hombre de tez cobriza y ricamente vestido, aunque según una moda extranjera, y armado con un largo puñal, se dibujó a la luz de la linterna de Bárbara. La primera reacción del ama fue de pavor; pero el hombre la tranquilizó y le dijo que tenía necesidad de yerme en el acto para un asunto que concernía a mi ministerio. Bárbara lo hizo subir. Yo iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran dama, se hallaba in articulo mortis y que reclamaba a un sacerdote. Respondí que estaba presto a seguirlo; recogí lo que necesitaba para la extremaunción y bajé a toda prisa. Ante la puerta piafaban de impaciencia dos caballos negros como la noche; brotaban de sus pechos intensas oleadas de vapor. El hombre sostuvo mi estribo y me ayudó a montar en uno de ellos; saltó luego al otro, apoyando tan sólo una mano en el pomo de la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que partió como una flecha. El mío, cuya brida tenía él sujeta, emprendió asimismo el galope y se mantuvo perfectamente emparejado con el suyo.

   Devorábamos el camino; la tierra se deslizaba, gris y borrosa, bajo nosotros, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un bosque de una oscuridad tan opaca y glacial que sentí correr sobre mi piel un escalofrío de supersticioso terror. Las estelas de chispas que las herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras iban dejando a nuestro paso como un reguero de fuego, y, si alguien, a esa hora de la noche, nos hubiera visto a mi guía y a mí, nos habría tomado por espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, se atravesaban fuegos fatuos en nuestro camino, y las cornejas chillaban lastimeramente en la espesura del bosque, donde brillaban de tarde en tarde los ojos fosforescentes de algunos gatos monteses. Las crines de los caballos se desgreñaban cada vez más, el sudor chorreaba por sus flancos, y el aliento salía ruidoso y a presión de sus ollares. Sin embargo, cuando los veía desfallecer, mi acompañante, para reanimarlos, lanzaba un grito gutural que nada tenía de humano, y la carrera proseguía con furia. Al fin, el torbellino se detuvo; una mole negra, jalonada por algunos puntos brillantes, se alzó de súbito ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras resonaron con más fuerza sobre unos tablones guarnecidos de hierro, y nos adentramos bajo una bóveda que abría sus oscuras fauces entre dos enormes torreones.
   Una gran agitación reinaba en el castillo; criados con antorchas en la mano atravesaban los patios en todas las direcciones, y las luces subían y bajaban de unos rellanos a otros. Entreví confusamente inmensas estructuras arquitectónicas, columnas, arcadas, escalinatas y barandales: un alarde de construcción absolutamente regio y fantasmal. Un paje negro, el mismo que me hubiera entregado la cartera de Clarimonde, y que reconocí al instante, vino a ayudarme a desmontar; y un mayordomo vestido de terciopelo negro, con una cadena de oro al cuello y un bastón de marfil en la mano, se acercó a mí. Gruesas lágrimas desbordaban sus ojos y corrían, a lo largo de sus mejillas, hasta su barba blanca. “Demasiado tarde! —exclamó, inclinando la cabeza— ¡Demasiado tarde, reverendo padre! Pero ya que no habéis podido salvar su alma, venid a velar su pobre cuerpo”. Me asió por el brazo y me condujo a la cámara mortuoria; lloraba yo con tanta fuerza como él, pues había comprendido que la muerta no era otra que aquella Clarimonde a quien tanto y tan locamente había amado. Un reclinatorio estaba situado junto al lecho; una llama azulada que flotaba en una pátera de bronce, difundía por toda la habitación una débil y vacilante claridad, haciendo parpadear en la penumbra la arista saliente de un mueble o de una moldura. Sobre la mesa, en un búcaro cincelado, hundía su tallo en el agua una rosa blanca, marchita, cuyas hojas, a excepción de una sola, habían caído al pie del vaso como lágrimas fragantes; una máscara negra y rota, un abanico, disfraces de toda clase, estaban desperdigados por los sillones y revelaban que la muerte había llegado de improviso y sin hacerse anunciar a aquella suntuosa mansión.
   Me arrodillé, sin atreverme a posar los ojos en el lecho, y comencé a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber plantado una tumba entre aquella mujer y yo, pues así me era posible añadir su nombre, santificado a partir de entonces, a mis oraciones. Pero, poco a poco, ese impulso se amortiguó, y caí en mis cavilaciones. Aquella estancia nada tenía de cámara mortuoria. En lugar de la atmósfera fétida y cadavérica que estaba acostumbrado a respirar en los velorios, una lánguida vaharada de esencias orientales, un lascivo olor a mujer, flotaba levemente en el aire tibio. Aquel pálido fulgor más tenía la apariencia de un crepúsculo matizado por la voluptuosidad que de una vigilia iluminada por ese reflejo amarillento que temblequea junto a los cadáveres. Consideré la singular casualidad que me había hecho volver a encontrar a Clarimonde en el mismo momento en que la perdía para siempre, y un suspiro de pesadumbre se escapó de mi pecho. Me pareció que alguien había suspirado también a mis espaldas, y me volví instintivamente. Era el eco. Al hacer ese movimiento, mis ojos cayeron sobre aquel lecho mortuorio que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo, con grandes flores, orladas de franjas de oro, me permitían ver a la muerta, tendida horizontalmente y con las manos cruzadas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de deslumbrante blancor que la sombría púrpura de la tapicería resaltaba aún más, y de tal finura que no disimulaba en absoluto las formas seductoras de su cuerpo y dejaba seguir con la mirada aquellas hermosas líneas, onduladas como el cuello de un cisne al que la muerte no hubiera podido envarar. Diríase una estatua de alabastro hecha por un escultor capaz de tallar el sepulcro de una reina o, más bien, una bella durmiente vestida de nieve.
   No podía soportarlo; la atmósfera de aquella alcoba me embriagaba, aquel febril aroma de la rosa marchita me invadía el cerebro, y yo iba y venía a zancadas por la habitación, deteniéndome a cada paso ante el lecho para admirara a la hermosa difunta bajo la transparencia de su sudario. Extraños pensamientos rondaban mi espíritu; figurábame que no estaba verdaderamente muerta y que aquélla no era más que un ardid que había empleado para traerme a su palacio y hablarme de su amor. Incluso por un momento creí haber vislumbrado que su pie se movía entre la blancura de los velos y que se descomponían los rígidos pliegues del sudario.
   Y entonces me dije: “Será realmente Clarimonde? ¿Qué pruebas tengo de ello? El paje negro, ¿no puede haber entrado al servicio de otra dama? Es absurdo que me descorazone y me agite de este modo”. Pero mi corazón me respondió con una palpitación: “Es ella, sí, es ella”. Me acerqué al lecho y examiné con redoblada atención el objeto de mi incertidumbre. ¿Debo confesarlo? Aquella perfección de formas, aunque purificada y santificada por la sombra de la muerte, me turbaba más voluptuosamente de lo debido, y aquél reposo se asemejaba tanto a un sueño que habría engañado a cualquiera. Olvidé que había ido a cumplir una fúnebre misión e imaginé que era un joven esposo entrando en la alcoba de la recién casada que oculta su figura por pudor y que no quiere dejarse ver. Afligido por la pena, loco de alegría, me incliné sobre ella y tomé una esquina del velo; lo alcé lentamente, conteniendo mi respiración por temor a despertarla. Mis arterias palpitaban con tal fuerza que las sentía bullir en mis sienes, y mi frente chorreaba sudor, como si hubiera removido una losa de mármol. Era, en efecto, Clarimonde, tal como la había visto en la iglesia cuando fui ordenado sacerdote; era tan seductora como entonces, y la muerte apenas parecía en ella una coquetería superflua. La palidez de sus mejillas, el rosa apagado de sus labios, las largas pestañas entornadas que dibujaban una línea sombreada sobre la blancura de su piel, le daban una expresión de castidad melancólica y de sufrimiento meditabundo que aumentaba su indescriptible seducción; sus largos cabellos sueltos, donde aún había desperdigadas algunas florecillas azules, formaban una almohada bajo su cabeza y protegían con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras, más diáfanas que hostias, estaban unidas en un ademán de piadosa lasitud y de tácita plegaria que compensaba lo que de excesivamente seductoras tenían, incluso en la muerte, la exquisita armonía y la tersura marfileña de sus brazos desnudos, aún adornados con pulseras de perlas. Permanecí mucho tiempo absorto en una muda contemplación, y, cuanto más la miraba, tanto menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo. No sé si fue una ilusión o un reflejo de la lámpara, pero hubiérase dicho que la sangre volvía a circular bajo aquella tersa palidez; ella, sin embargo, conservaba la más absoluta inmovilidad. Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano aquel día en que había rozado la mía bajo el pórtico de la iglesia.
   Torné a mi posición inicial, inclinando mi rostro sobre el suyo y dejando que lloviera sobre sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Ah, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía, la de aquel velatorio! Hubiese querido poder condensar mi vida para dársela y alentar sobre su helado cadáver la llama que me devoraba. La noche avanzaba, y, sintiendo que se aproximaba el momento de la separación definitiva, no pude rehusarme la triste y suprema dulzura de besar los labios muertos de quien había poseído todo mi amor. ¡Oh, qué prodigio! Un suave aliento se mezcló con el mío, y la boca de Clarimonde respondió a la presión de la mía: sus ojos se abrieron y recobraron un poco de brillo; suspiró y, desenlazando las manos, pasó sus brazos por detrás de mi cuello con una expresión de inefable arrobamiento: “Ah, eres tú, Romuald! —dijo, con una voz lánguida y débil como las últimas vibraciones de un arpa— ¿Qué te sucede? Te he esperado tanto tiempo que me ha llegado la muerte. Pero ahora estamos prometidos; podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós, Romuald, adiós! Te amo: es todo lo que quería decirte. Y te devuelvo la vida que me has concedido, durante un minuto, con tu beso. Hasta pronto”.
   Su cabeza cayó hacia atrás, pero ella me rodeaba aún con sus brazos, como para retenerme. Un torbellino de viento furioso desencajó la ventana y penetró en la habitación; la última hoja de la rosa blanca palpitó unos instantes, como un aspa de molino al final de su eje; luego se desprendió y voló por el ventanal abierto, llevándose consigo el alma de Clarimonde. La lámpara se apagó, y caí desvanecido sobre el regazo de la hermosa muerta.
   Cuando volví en mí estaba acostado en mi cama, en el pequeño dormitorio de la casa parroquial, y el viejo perro del antiguo cura lamía mi mano, extendida sobre el cobertor. Bárbara se movía en la oscuridad con un temblor senil, abriendo y cerrando cajones, o limpiando el polvo de la vajilla. Cuando me vio abrir los ojos, la anciana profirió un grito de alegría y el perro ladró y agitó el rabo; pero yo estaba tan débil que no pude pronunciar una sola palabra ni hacer movimiento alguno. Supe más tarde que había permanecido así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración casi insensible. Esos tres días no cuentan en mi vida, e ignoro a dónde fue mi alma durante ese tiempo: no conservo ningún recuerdo. Bárbara me contó que el mismo hombre de tez cobriza que viniera a buscarme por la noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera cerrada y se había ido en el acto. Tan pronto como pude ordenar mis ideas, evoqué todos los pormenores de aquella noche fatal. Al principio pensé que había sido juguete de una ilusión mágica; pero circunstancias reales y palpables destruyeron inmediatamente esa suposición. No podía creer que hubiera soñado, pues Bárbara había visto, como yo, al hombre de los caballos negros, cuya compostura y apariencia describió con exactitud. Nadie, sin embargo, conocía por aquellos alrededores una fortaleza a la que pudiera aplicarse la descripción del castillo donde yo había vuelto a encontrar a Clarimonde.
   Una mañana vi entrar al padre Serapión. Bárbara le había comunicado que yo estaba enfermo, y él había acudido sin tardanza. Aunque esa solicitud demostraba afecto e interés por mi persona, su visita no me produjo el placer que hubiera debido producirme. El padre Serapión tenía en la mirada algo penetrante e inquisitorial que me desasosegaba. Ante él, sentíame embarazado y culpable. Había sido el primero en descubrir mi turbación interior, y me molestaba su clarividencia.
   Mientras pedía noticias acerca de mi salud con un aire hipócritamente meloso, fijaba en mí sus dos amarillentas pupilas leoninas y sondeaba mi alma con sus miradas. Me hizo después algunas preguntas sobre el modo en que regía mi parroquia, si me agradaba aquella tarea, en qué pasaba el tiempo que me dejaba libre mi ministerio, si había hecho algunas amistades entre los habitantes del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas y otros mil detalles análogos. Respondía yo a todo ello lo más brevemente posible, y él, sin esperar a que yo hubiera acabado, pasaba a otro tema. Esa conversación no tenía, evidentemente, relación alguna con lo que quería decirme. Luego, sin ninguna clase de preámbulos, y como si se tratara de una noticia que recordara de súbito y temiera olvidar al momento, me dijo con una voz clara y vibrante que resonó en mis oídos como las trompetas del juicio final: “La célebre cortesana Clarimonde ha muerto hace poco, después de una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se renovaron las abominaciones de Baltasar y de Cleopatra. ¡Dios Santo, en qué época vivimos! Los convidados fueron servidos por esclavos de tez oscura que hablaban un lenguaje desconocido y que malicio que eran verdaderos demonios; la librea del último de ellos habría servido de atavío de gala a un emperador. Siempre corrieron muy extrañas historias sobre esa tal Clarimonde, y todos sus amantes terminaron de un modo miserable o violento. Se ha dicho que era un alma en pena, un vampiro hembra; pero yo creo que era Belcebú en persona”.
   Calló y me observó más atentamente que de ordinario, para ver el efecto que sus palabras habían producido en mí. No pude evitar un sobresalto cuando oí nombrar a Clarimonde, y esas noticias acerca de su muerte, añadidas al dolor que me causaban por su extraña coincidencia con la escena nocturna de la que había sido testigo, me hundieron en una turbación y un espanto que afloraron en mi rostro, aunque yo intentara mostrarme dueño de mí mismo. Serapión me lanzó una ojeada inquieta y severa; después me dijo: “Debo preveniros, hijo mío, estáis al borde de un abismo; tened cuidado de no caer en él. Satán tiene las garras largas, y las tumbas no son siempre seguras. La losa de Clarimonde debería estar precintada con un triple sello, pues, según se dice, no es ésta la primera vez que ha muerto. ¡Que Dios vele por vos, Romuald!”
   Tras haber pronunciado estas palabras, Serapión alcanzó la puerta a pasos lentos, y no volví a verlo, puesto que salió para S. casi inmediatamente.
   Yo estaba completamente restablecido y había reanudado mis tareas habituales. El recuerdo de Clarimonde y las palabras del anciano sacerdote se hallaban siempre presentes en mi espíritu; sin embargo, ningún acontecimiento extraordinario había venido a confirmar las lúgubres previsiones de Serapión, y comenzaba a creer que sus recelos y mis temores eran demasiado exagerados. Pero una noche tuve un sueño. Apenas me había adormilado cuando oí descorrerse las cortinas de mi cama y deslizarse las anillas por las barras con un sonido estrepitoso; me incorporé bruscamente, apoyándome en el codo, y vi una sombra de mujer que permanecía de pie ante mí. Reconocí en el acto a Clarimonde. Llevaba en la mano una de esas lamparillas que se colocan en las tumbas, cuya luz daba a sus dedos afilados una rosada transparencia que se prolongaba, en una decoloración insensible, hasta la blancura opaca y lechosa de su brazo desnudo. Su único atuendo era el sudario de lino que la cubriera en el lecho de muerte; mantenía apretados los pliegues contra su pecho, como se avergonzara de estar tan ligeramente vestida; pero su pequeña mano no bastaba: era tan blanca que el color del ropaje se confundía, bajo los pálidos rayos de la lámpara, con el de su piel. Envuelta en aquel fino tejido que delataba todos los contornos de su cuerpo, más parecía una estatua de mármol de una bañista antigua que una mujer dotada de vida. Muerta o viviente, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza seguía siendo la misma; tan sólo el verde fulgor de sus pupilas parecía un poco mortecino, y su boca, antaño tan bermeja, apenas estaba teñida de un rosa débil y suave, casi semejante al de sus pómulos. Las florecillas azules que yo había visto en sus cabellos estaban completamente secas y habían perdido todas sus hojas; esto no le impedía ser fascinante: tan fascinante que, pese a la singularidad de la aventura y el modo inexplicable de entrar en mi habitación, no tuve ni un momento de pavor.
   Puso la lámpara sobre la mesilla y se sentó al pie de mi cama; luego, inclinándose hacia mí, me dijo con esa voz argentina y, al mismo tiempo, aterciopelada que sólo en ella he encontrado: “Me he hecho esperar demasiado, mi querido Romuald, y tal vez has creído que te había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha regresado aún: no hay luna ni sol en el país de donde llego; no hay más que espacio y tinieblas; ni caminos, ni senderos; no hay tierra para el pie, ni aire para el ala; y, sin embargo, aquí estoy, porque el amor es más poderoso que la muerte, y terminará por vencerla. ¡Ah, cuántos rostros lúgubres y cuántas cosas horribles he visto en mi viaje! ¡Cómo ha penado mi alma, vuelta a este mundo por el poder de la voluntad, para volver a hallar su cuerpo y aposentarse de nuevo en él! ¡Qué esfuerzos he hecho antes de levantar la losa con que me habían cubierto! ¡Mira! ¡La piel de mis pobres manos está lacerada! ¡Bésalas, amor mío, para curarlas!” Posó, una tras otra, las frías palmas de sus manos sobre mi boca; las besé muchas veces, y ella me observó con una sonrisa de inefable complacencia.
   Confieso, para mi vergüenza, que había olvidado totalmente los consejos del padre Serapión y el carácter sagrado del que yo estaba revestido. Había caído sin resistencia al primer asalto. Ni siquiera había pretendido rechazar al tentador; la frescura de la piel de Clarimonde penetraba en la mía, y sentía que voluptuosos estremecimientos se deslizaban por mi cuerpo. ¡Pobre criatura! Incluso ahora, a pesar de todo lo que he visto, me cuesta creer que fuera un demonio; al menos no tenía apariencia diabólica, y nunca Satán ha escondido mejor sus garras y sus cuernos. Había replegado sus piernas y se mantenía en cuclillas al borde de la cama en una postura llena de negligente coquetería. De cuando en cuando pasaba su mano por mis cabellos y los enrollaba en bucles, como si intentara modificar mis rasgos con distintos peinados. Yo le dejaba obrar con la más culpable complacencia, y ella acompañaba sus gestos con la más amable de las charlas. Lo más notable era que yo no experimentaba ningún asombro ante una aventura tan extraordinaria, y, con esa facilidad que tiene la imaginación de admitir como simples los acontecimientos más insólitos, no veía nada que no se me antojara perfectamente natural.
   “Te amaba antes de haberte visto, mi querido Romuald, y te buscaba por todas partes. Tú eras mi sueño, y te descubrí en la iglesia, en el momento fatal. Me dije inmediatamente: “¡Es él!” Te lancé una mirada en la que puse todo el amor que había tenido, que tenía y que debía tener por ti; una mirada que hubiera condenado a un cardenal, que hubiera hecho arrodillarse a un rey en presencia de toda su corte. Tú permaneciste impasible, y preferiste a tu Dios que a mí. “Ah, qué celosa estoy de ese Dios que amabas y amas aún más que a mí! “Desgraciada, qué desgraciada soy! ¡Nunca tendré tu corazón para mí sola, para mí, a quien resucitaste con un beso, para mí, Clarimonde, la muerta, que fuerza por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte una vida que sólo ha recobrado para hacerte feliz!”
   Todas esas palabras estaban intercaladas por caricias delirantes que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta el punto de que, para consolarla, no temí proferir una espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.
   Se reavivaron sus pupilas, y brillaron como crisopacios. “Cierto! ¡Es cierto! ¡Tanto como a Dios! —dijo, rodeándome con sus hermosos brazos—. Si es así, vendrás conmigo, me seguirás a donde yo quiera. Abandonarás esa ruin sotana negra. Serás el más orgulloso y el más envidiado de los hombres: serás mi amante. Ser el amante reconocido de Clarimonde, que ha rechazado a un Papa, ¿no es algo magnífico? ¡Ah, qué vida tan feliz, qué bella y dorada existencia nos aguarda! ¿Cuándo partimos, mi gentilhombre?
—Mañana! ¡Mañana! —grité en mi delirio. —Mañana! ¡Sea! —replicó ella—. Así tendré tiempo de cambiar de atuendo, porque éste es demasiado sucinto y poco apropiado para el viaje. También es preciso que vaya a advertir a mis gentes, que me creen indefectiblemente muerta y están desoladas sobremanera. El dinero, las ropas, los carruajes, todo estará dispuesto; vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón mío—. Y rozó mi frente con sus labios. La lámpara se apagó, las cortinas se cerraron, y no vi nada más; un sueño de plomo, un sueño sin ensueños, cayó sobre mí y me tuvo aletargado hasta la mañana siguiente. Me levanté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de la singular visión me inquietó durante todo el día; terminé por persuadirme de que había sido un simple espejismo de mi calenturienta imaginación. Sin embargo, las sensaciones habían sido tan vivas que resultaba difícil creer que no fueran reales, y, no sin cierta aprensión por lo que pudiera suceder, fui a la cama después de haber rogado a Dios que alejara de mí los malos pensamientos y que protegiera la castidad de mi sueño.
   Me dormí en el acto profundamente, y continuaron mis ensoñaciones. Se descorrieron las cortinas, y vi a Clarimonde, pero no, como la vez anterior, pálida en su pálido sudario y con los tonos violáceos de la muerte en las mejillas, sino alegre, ligera y rozagante, con un soberbio vestido de viaje de terciopelo verde engalanado con trencillas de oro y recogido por un lado para mostrar una falda de raso. Sus rubios cabellos escapaban en gruesos bucles de un gran sombrero de fieltro negro coronado de plumas blancas caprichosamente contorneadas; llevaba en la mano una pequeña fusta rematada por un silbato de oro. Me tocó ligeramente con ella y me dijo: “Bien, mi bello durmiente, ¿es así como haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate aprisa, no tenemos tiempo que perder”. Salté de la cama.
   “Vamos, vístete y marchemos —dijo, señalando con el dedo un paquete que había traído—; los caballos se impacientan y tascan el freno a la puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí”.
   Me vestí a toda prisa; ella misma me tendía las prendas, riéndose a carcajadas de mi torpeza y ayudándome a ponérmelas cuando me equivocaba. Revolvió mis cabellos y, luego, tendiéndome un espejito de bolsillo de cristal de Venecia, orlado por una filigrana de plata, me dijo: “cómo te encuentras? ¿Quieres tomarme a tu servicio como ayuda de cámara?”
   Yo no era el mismo, y apenas me reconocí. Me parecía a mí tanto como una estatua acabada pueda parecerse a un bloque de piedra. Mi antiguo rostro sólo era un grosero esbozo del que reflejaba el espejo. Yo era guapo, y mi vanidad fue sensiblemente halagada por esa metamorfosis. Los elegantes ropajes, el rico atavío de brocado hacían de mí otra persona distinta, y hube de admirar el poder de unas varas de tela cortadas y dispuestas de una manera concreta. El espíritu de mi traje penetraba en mi piel, y al cabo de diez minutos me sentía moderadamente fatuo.
   Di varias vueltas por la habitación para adquirir cierta soltura. Clarimonde me observaba con un aire de complacencia maternal y parecía muy satisfecha de su obra. “Dejémonos de puerilidades. ¡En marcha, mí querido Romuald! Vamos lejos, y así no llegaremos nunca”. Tomó mi maño y me guió. Todas las puertas se abrían ante ella cuando las tocaba; pasamos frente al perro, sin despertarlo.
   Encontramos, en la puerta, a Margheritone; era el jinete que antaño me condujera al castillo; sujetaba las bridas de tres caballos, negros como los de entonces: uno para mí, otro para él, otro para Clarimonde. Aquellos corceles debían de ser hispano-árabes, nacidos de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían como el viento, y la luna, que había salido para iluminar nuestra marcha, giraba por el cielo como una rueda desprendida de su carro: la veíamos, a nuestra derecha, saltar de árbol en árbol y sofocarse por ir tras nosotros. Pronto llegamos a una planicie donde, junto a un bosquecillo de árboles nos esperaba un carruaje tirado por cuatro vigorosos animales; subimos a él y los postillones les hicieron emprender un insensato galope. Yo había pasado un brazo por detrás de la cintura de Clarimonde, y una de sus manos se plegaba en la mía; apoyaba su cabeza en mi hombro, y yo sentía que su cuello semidesnudo rozaba mi brazo. Nunca había experimentado una felicidad tan viva. En aquel momento había olvidado todo, y no recordaba haber sido sacerdote más de lo que pudiera acordarme del seno materno, tan grande era la fascinación que el espíritu maligno ejercía sobre mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se desdobló de algún modo, y hubo en mí dos hombres que se desconocían entre sí.
   Tan pronto creía ser un sacerdote que soñaba cada .noche que era un gentilhombre, como un gentilhombre que soñaba que era sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde comenzaba la realidad y dónde terminaba la ilusión. El joven galán, fatuo y libertino, se burlaba del sacerdote, y éste abominaba de la corrupción del joven galán. Dos espirales enmarañadas una en otra y confundidas sin llegar jamás a tocarse representan muy bien aquella vida bicéfala que fue la mía. Pese a la singularidad de mi situación, no creo haber rozado la locura ni un solo instante. Siempre conservé muy nítidas las percepciones de mis dos existencias. Solamente había un hecho absurdo que no podía explicarme: que el sentimiento del mismo yo existiera en dos hombres tan diferentes. Era una anomalía de la que no me percataba, bien creyera ser el cura de la aldea de C. o bien il  signor Romualdo, amante titular de Clarimonde.
   Siempre estaba, o creía estar, en Venecia; aún no he podido discernir lo que hubo de ilusión y de realidad en aquella curiosa aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol junto al Canaleio, lleno de frescos y de estatuas, con dos Tizianos de la mejor época en el dormitorio de Clarimonde: un palacio digno de un rey. Teníamos, cada uno, nuestra góndola, nuestros bateleros con nuestra librea, nuestro salón de música y nuestro poeta. Clarimonde amaba la vida fastuosa; había un poco de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, vivía como el hijo de un príncipe y me pavoneaba como si hubiera pertenecido a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república; no me hubiera apartado de mi camino para dejar paso al Dux, y no creo que, desde que Satán cayera del cielo, nadie haya sido más orgulloso y más insolente que yo. Solía ir al Ridotto, y jugaba unas partidas infernales. Frecuentaba a la mejor sociedad del mundo: hijos de familia arruinados, mujeres de teatro, estafadores, parásitos y espadachines.
   No obstante, a pesar de la disipación de mi vida, permanecía fiel a Clarimonde. La amaba locamente. Ella hubiera reavivado mi saciedad y aquietado mi inconstancia. Tener a Clarimonde era tener veinte amantes, tener a todas las mujeres, hasta tal punto podía ser móvil, cambiante y distinta a sí misma: ¡Un verdadero camaleón! Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras, adquiriendo plenamente el carácter, el aspecto y el género de belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y era inútil que los jóvenes patricios y hasta los ancianos del Consejo de los Diez le hicieran las más espléndidas proposiciones. Un Foscari llegó incluso a proponerle matrimonio; ella lo rechazó. Tenía oro en abundancia; sólo quería amor: un amor joven, puro, despertado por ella, y que debía ser el primero y el último. Yo hubiera sido perfectamente feliz sin esa maldita pesadilla que me venía todas las noches y en la que creía ser un cura de un pueblo mortificándose y haciendo penitencia por mis excesos diurnos. Tranquilizado por la costumbre de estar con Clarimonde, apenas me detenía a reflexionar sobre la extraña manera en que la había conocido. Sin embargo, lo que de ella había dicho el padre Serapión volvía a veces a mi memoria y no dejaba de causarme inquietud.
   Desde hacía algún tiempo, la salud de Clarimonde no era muy buena: su tez se decoloraba día tras día. Los médicos a quienes se hizo venir no entendían su enfermedad ni sabían qué hacer. Prescribieron algunos remedios insignificantes y no volvieron a aparecer. Ella, sin embargo, palidecía a ojos vistas, y su piel cobraba una creciente frialdad. Estaba casi tan blanca y tan muerta como aquella noche en el castillo desconocido. Me desolaba verla perecer lentamente. Advirtiendo mi dolor, me sonreía dulce y tristemente con esa sonrisa fatal de los seres que saben que van a morir.
   Una mañana estaba yo sentado junto a su lecho, almorzando en una mesita, para no dejarla sola ni un minuto. Al cortar una fruta, me hice casualmente en el dedo un tajo bastante profundo. La sangre brotó inmediatamente en hilillos purpúreos, y algunas gotas cayeron sobre Clarimonde. Sus ojos se iluminaron y su fisonomía tomó una expresión de alegría feroz y salvaje que nunca había visto en ella. Saltó de la cama con una agilidad animal, una agilidad de mono o de gato, y, precipitándose sobre mi herida, comenzó a succionarla con un aire de indecible voluptuosidad. Bebía la sangre a sorbitos, lenta y cuidadosamente, como un catador que saboreara un vino de Jerez o de Siracusa; tenía los ojos entornados, y sus verdes pupilas eran oblongas en vez de redondas. De cuando en cuando se detenía para besarme la mano; luego volvía a presionar con sus labios la herida para hacer salir aún algunas gotas rojas. Cuando vio que no brotaba más sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, más sonrosada que una aurora de mayo, con el rostro sereno, la mano tibia y ligeramente húmeda; en fin, más bella que nunca y en perfecto estado de salud.
   “No moriré! ¡No moriré! —dijo, casi loca de alegría, colgándose de mi cuello—. Aún podré amarte mucho tiempo. Mi vida está en la tuya, y todo lo que soy procede de ti. Algunas gotas de tu rica y noble sangre, más preciosa y más eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto la existencia”.
   Esa escena me preocupó largo tiempo y me inspiró extrañas dudas respecto a Clarimonde, y aquella misma noche, cuando el sueño me hubo conducido a mi casa parroquial, vi al padre Serapión más adusto e inquieto que nunca. Me miró atentamente y me dijo: “No contento con perder vuestra alma, también queréis perder vuestro cuerpo. ¡Infortunado joven, en qué trampa habéis caído!” El tono en que me dijo esas pocas palabras me impresionó vivamente; pero, a pesar de su viveza, la impresión se disipó muy pronto, y miles de ha1agos la borraron de mi espíritu.
   Sin embargo, una noche vi en el espejo, cuya traicionera posición ella no había calculado, que Clarimonde vertía unos polvillos en la copa de vino especiado que tenía la costumbre de preparar después de la cena. Tomé la copa, fingí llevarla a mis labios y la dejé sobre un mueble, como si quisiera apurarla más tarde con tranquilidad, y, aprovechando un instante en que la bella me había vuelto la espalda, vertí su contenido bajo la mesa, tras lo cual, me retiré a mi habitación y me acosté, decidido a no dormir y a observar todo lo que sucediera. No tuve que esperar mucho: Clarimonde entró en salto de cama y despojándose de él, se tendió junto a mí. Cuando se hubo asegurado de que yo dormía descubrió mi brazo y sacó de entre sus cabellos aguja de oro; luego comenzó a murmurar baja: “Una gota, sólo una gotita roja, mi aguja teñida de rojo... Puesto que aún me amas es necesario que no muera... Ah, mi pobre amor tu hermosa sangre de un color púrpura tan radiante: voy a beberla. Duerme, mi único bien; duerme, mi dios, mi niño; no te haré daño, no tomaré de tu vida más de lo que sea necesario para que no se apague la mía. Si no te amara tanto, podría decidirme a tener otros amantes y dejaría secas sus venas; pero, desde que te conozco, me horroriza todo el mundo... ¡Ah, qué hermoso brazo! ¡Qué blanco es! ¡Qué terso! Jamás podré atreverme a pinchar esta deliciosa vena azul...” Y, mientras decía todo eso, lloraba, y yo sentía caer sus lágrimas en mi brazo, que ella tenía entre sus manos. Al fin, se decidió: me hizo una ligera punción con su aguja y empezó a chupar la sangre que corría. Aunque apenas había bebido algunas gotas, debió de asaltarle el temor de agotarme, pues, tras haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó en el acto, rodeó cuidadosamente mi brazo con una pequeña venda.
   No podía albergar dudas: el padre Serapión estaba en lo cierto. Sin embargo, a pesar de esa certidumbre, no podía disuadirme de amar a Clarimonde, y de buena gana le habría dado toda la sangre que necesitase para mantener su facticia existencia. Además yo no sentía miedo; ella obraba como un vampiro, y lo que había visto y oído me lo confirmaba por completo; pero yo tenía entonces unas venas henchidas de sangre que no se agotarían pronto, y al fin y al cabo no pretendía traficar gota a gota con mi vida. Yo mismo me hubiera abierto el brazo y le hubiera dicho: “Bebe! ¡Y que mi amor se infiltre en tu cuerpo con mi sangre!” Evité hacer la menor alusión al narcótico que había vertido en mi copa y a la escena de la aguja, y continuamos viviendo en la más perfecta armonía. No obstante, mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca, y no sabía qué nueva mortificación inventar para domar y sofrenar mi carne. Aunque todas esas visiones fueran involuntarias y yo no hubiera participado en ellas, no me atrevía a tocar el cuerpo de Cristo con unas manos tan impuras y con un espíritu degradado por semejantes excesos, reales o soñados. Para evitar caer en esas fatigosas alucinaciones, mantenía mis párpados abiertos con los dedos y permanecía de pie, apoyado en las paredes, luchando contra el sueño con todas mis fuerzas; pero el sopor se adueñaba pronto de mis ojos, y, viendo que toda lucha era inútil, dejaba caer los brazos con desconsuelo y lasitud, y la corriente me llevaba hacia las orillas de la perfidia. Serapión me hacía las más fervientes exhortaciones y me reprochaba con dureza mi debilidad y mi escaso fervor. Un día que yo estaba más agitado que de ordinario, me dijo:
   “Para deshacerse de esa obsesión no hay más que un medio y, aunque sea extremoso, hay que emplearlo: a grandes males, grandes remedios. Yo sé dónde ha sido enterrada Clarimonde; es necesario que la desenterremos y que vea en qué estado lamentable se encuentra el objeto de su amor; ya no tendrá la tentación de perder su alma por un cadáver inmundo, devorado por los gusanos y a punto de convertirse en polvo; eso le hará seguramente entrar en razón”. Estaba tan cansado aquella doble vida, que acepté: queriendo saber de una vez por todas quién, si el sacerdote gentilhombre, era víctima de una ilusión, estaba decidido a matar, en provecho de uno o del otro, a uno de los dos hombres que había en mí o incluso matar a ambos, pues una vida como aquella no podía continuar. El padre Serapión consiguió un pico, una palanqueta y una linterna, y a medianoche nos dirigimos hacia el cementerio de C. cuya situación y trazado conocía perfectamente. Después de haber iluminado con la linterna sorda las inscripciones de varias tumbas, llegamos por fin a una piedra medio escondida entre las altas hierbas y casi devorada por el musgo y las plantas parásitas, en la que desciframos este comienzo de inscripción:
Yace aquí Clarimonde, que fue, cuando vivía, la más bella del mundo.
   “Aquí es”, dijo Serapión, y, poniendo en tierra la linterna, introdujo la palanqueta en el intersticio de la piedra y se dispuso a levantarla. La piedra cedió, y él empezó a trabajar con el pico. Yo, más lúgubre y más silencioso que la propia noche, lo contemplaba: inclinado sobre su fúnebre tarea, sudaba a raudales, jadeaba, y su respiración casi tenía el tono de un estertor de agonizante. Era un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto desde el exterior antes nos habría tomado por profanadores y ladrones de tumbas que por sacerdotes de Dios. El celo de Serapión tenía algo de duro y de salvaje que le hacía asemejarse más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y su rostro, de grandes rasgos austeros y profundamente marcados por el reflejo de la linterna, nada tenía de tranquilizador. Sentí que un sudor glacial perlaba mis miembros y que mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza: consideraba en el fondo de mi alma que la acción del severo Serapión era un abominable sacrilegio, y hubiera querido que del flanco de las oscuras nubes que se desplazaban pesadamente sobre nosotros surgiese un triángulo de fuego y lo redujera a polvo. Los búhos posados en los cipreses, inquietos por el brillo de la linterna, venían a azotar torpemente el cristal con sus alas polvorientas, lanzando gemidos lastimeros; los zorros gañían a lo lejos y mil ruidos siniestros se desprendían del silencio. Al fin, el pico de Serapión tropezó con el ataúd, cuyas tablas resonaron con un ruido sordo y hueco, con ese terrible ruido que produce la nada cuando se la toca; volcó la tapa y vi a Clarimonde, pálida como un mármol, con las manos unidas; su blanco sudario no formaba más que un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita purpúrea brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Serapión, al verla, se enfureció: “Ah, ahí estás demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro!”, y roció con agua bendita el cuerpo y el ataúd, sobre el cual trazó con su hisopo el signo de la cruz. El hermoso cuerpo de la pobre Clarimonde, apenas hubo sido tocado por la santa aspersión se convirtió en polvo; ya no era sino una mezcla horrorosamente informe de cenizas y huesos medio calcinados. …“He ahí a vuestra amante, señor Romuald —dijo el inexorable sacerdote mostrándome aquellos tristes despojos—, ¿tendríais ahora la tentación de ir a pasear al Lido o al Fusine con vuestra beldad?” Incliné la cabeza; todo acababa de desmoronarse en ruinas ante mí. Volví a la casa parroquial, y el señor Romuald, amante de Clarimonde, se separó del pobre sacerdote con quien había mantenido durante tanto tiempo aquella extraña relación. Tan sólo a la noche siguiente vi de nuevo a Clarimonde; me dijo, como la primera vez bajo el pórtico de la iglesia: “Desgraciado! Desgraciado! ¿Qué has hecho? ¿Por qué has escuchado a ese sacerdote imbécil? ¿No eras feliz? Y yo, ¿qué te hice para que violaras mi pobre tumba y pusieras al desnudo las miserias de mi nada? Toda comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos se ha roto desde ahora. Adiós. Me echarás de menos”. Se disipó en el aire, como una humareda, y nunca más volví a verla.
   ¡Ay de mí!, ella dijo la verdad: la he añorado más de una vez, y aún la añoro. La paz de mi alma fue comprada a un precio muy caro; el amor de Dios no fue suficiente para reemplazar al suyo. Esta es, hermano, la historia de mi juventud. No miréis jamás a una mujer, y caminad siempre con los ojos clavados en la tierra, pues, por casto y tranquilo que seáis, bastará un solo minuto para haceros perder la eternidad.



1 comentario:

  1. Pues era un señor que recordaba su juventud que fue infeliz, por que el queria saber de las mujeres y todo eso entonces una vez estaba en el seminario con un sacerdote y se aparecio una mujer muy hermosa, que ella era el pensamiento de el cada noche, bueno de todos los dias y una vez al decidirce que su vocacion era para sacerdote ella le dijo ¿QUE HAZ ECHO? el en esos momentos no le entendio a lo que dijo, pero ya despues si ELLA lo que queria era que el fuera FELIZ, por que clarimonde sabia que ser sacerdote no lo aria feliz

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