Ana María Matute
El Verdadero
Final
De La Bella Durmiente
Índice:
Primera parte: El
Príncipe y la Princesa
Segunda parte: Historia
de la Reina Madre y algunas cosas más
Tercera parte: La madre y los niños
Tercera parte: La madre y los niños
Primera parte:
El Príncipe y la Princesa
I
Todo el mundo sabe que, cuando el Príncipe
Azul despertó a la Bella
Durmiente , tras un sueño de cien años, se casó con ella en la
capilla del Castillo y, llevando consigo a la mayor parte de sus sirvientes, la
condujo, montada a la grupa de su caballo, hacia su reino. Pero, ignoró por que
razón, casi nadie sabe lo que sucedió después. Pues bien, este es el verdadero
final de aquella historia.
El reino donde había nacido el Príncipe, y
del que era heredero, estaba muy alejado del de su esposa. Tuvieron que
atravesar bosques, praderas, valles y aldeas. Allí por donde ellos pasaban, las
gentes, que conocían su historia, salían a su paso y les obsequiaban con
manjares, vinos y frutas. Así, iban tan abastecidos de cuanto necesitaban, que
no tenían ninguna prisa por llegar a su destino. No es de extrañar, pues aquel
era su verdadero viaje de novios y estaban tan enamorados el uno del otro que
no sentían el paso del tiempo.
Cuando acampaban, los sirvientes levantaban
tiendas, disponían la mesa bajo los árboles y extendían cojines de pluma de
cisne para que reposaran sobre ellos. Así, poco a poco, y sin que apenas se
dieran cuenta, fueron pasando los días, los meses, y la Princesa comunicó al Príncipe que
estaba embarazada y que su embarazo ya era bastante avanzado. Entonces
comprendieron cuanto estaba durando aquel viaje, viaje que luego recordarían
como una de las cosas más hermosas y felices que les habían ocurrido. Algunas
veces, cuando el paraje que atravesaban era propicio, el Príncipe Azul, que era
muy aficionado a la caza —como casi todos los hombres de aquella época—,
organizaba cacerías, ya que llevaban con ellos a todos los monteros y ojeadores
que también habían acompañado en su largo sueño a la Princesa , gracias a lo previsores
que habían sido sus padres. Aunque todos parecían un poco amodorrados, porque
uno no esta durmiendo durante cien años para luego despertarse ágil y animoso. La Princesa parecía una rosa recién
cortada pero, naturalmente, el beso del Príncipe que la despertó no se repitió
en cuantos la acompañaban. Bastante tuvieron con despertarse por su cuenta, una
vez roto el maleficio de la perversa hada, que les encantó de forma tan injusta
como estúpida.
Así, iban quedando atrás los bosques umbríos
donde gruñía el jabalí, las praderas verdes donde pacían las ciervas con sus
cervatillos, las fuentes donde, según decían, de cuando en cuando solían
aparecerse las hadas, y los misteriosos círculos de hierba apisonada, aun
calientes —el Príncipe Azul y la
Bella Durmiente los palpaban con respeto y un poco de temor—,
donde, a decir de sirvientes y aldeanos, danzaban las criaturas nocturnas
—silfos, elfos, hadas y algún que otro gnomo— en las noches de luna llena.
Fueron haciéndose cada vez más raros los
pájaros alegres, ruiseñores y petirrojos, abubillas y riacheras, y aquellos
otros, de nombre desconocido, que parecían flores errantes. Desaparecieron las
bandadas de mariposas amarillas, las aves emigrantes que volaban hacia tierras
calientes; se apagó el cristalino vibrar de las libélulas sobre el silencio de
los estanques. Día a día, iban adentrándose en tierras oscuras, donde el
invierno acechaba detrás de cada árbol. Los bosques se hacían más y más
apretados y oscuros, más largos y difíciles de atravesar. Las hojas se habían teñido
de un rojo amoratado, y aunque bellísimas, si el sol cuando llegaba hasta ellas
les arrancaba un resplandor maravilloso, la
Princesa sentía un oscuro temblor, y se abrazaba al Príncipe.
Al cabo de unos días, se adentraron en una
región sombría y pantanosa. Ya no acudían gentes a recibirles con presentes y
músicas. Entre otras razones, por la muy poderosa de que no aparecían por
ninguna parte pueblos, aldeas o villas. El otoño estaba muy avanzado, pero no
se veían ya hojas doradas, ni rojas, ni atardeceres de color púrpura. Las nubes
tapaban el cielo, árboles desnudos alzaban sus brazos retorcidos contra el
cielo, y solo páramos y roquedales salían a su encuentro. Los sirvientes y
monteros estaban bastante inquietos. Incluso alguno de ellos huyó durante la
noche. De modo que el séquito era cada vez menos numeroso. Aparecieron aquí y
allá esqueletos de animales, y aves lentas, oscuras y de largos gritos
planeaban en círculo sobre sus cabezas.
Al fin, entraron en un bosque tan espeso y
oscuro, que los rayos del sol, débiles y escasos, apenas se abrían paso en el.
No se parecía en nada a los bosques que la
Princesa recordaba de su niñez, ni a los que había conocido
durante la primera etapa de su viaje. Era un bosque salvaje, obstruido por
raíces gigantescas, donde abrirse camino requería gran esfuerzo. Las noches
pobladas de gritos de lechuzas sobresaltaban su sueño, y apenas volvían a
dormirse, amanecía. Lejos quedaban las noches cálidas bajo las estrellas,
cuando, en la tienda de seda roja que habían armado los sirvientes, se
abrazaban y amaban el joven Príncipe y la joven Princesa. Ahora también se
abrazaban, pero su abrazo estaba dividido entre el amor y el miedo.
Aquel era, sin duda alguna, un bosque
diferente a todos los conocidos. Y, cuando menos se esperaba, el largo aullido
de algún animal desconocido lo atravesaba y dejaba su eco colgando de las ramas
que, luego, el viento sacudía y esparcía. «Acaso —pensó la Princesa — sea un bosque embrujado.»
Porque, en ocasiones, pudo distinguir entre los helechos, las ortigas y la alta
hierba, carreras veloces o huidas de diminutas e inquietantes criaturas que
ella jamás había visto antes, y de las que solo su nodriza le había hablado en
su infancia. Dos o tres veces creyó distinguir sus caritas, que a primera vista
parecían traviesas, para inmediatamente traslucir una refinada maldad. Luego,
desaparecían entre las altas hierbas, y ella no sabía decirse si fueron
verdaderas o las había imaginado o confundido con insectos, pequeños animales o
diminutas criaturas del fondo de la maleza.
Cuando por fin decidió preguntar al Príncipe
el porque de aquellas apariciones, se dio cuenta de que el no parecía haberlas
notado. Es más, no se mostraba inquieto, ni temeroso, sino mas bien tranquilo y
confiado.
—Estamos
ya en las tierras de mi padre —dijo.
Y
parecía satisfecho.
Al fin, penetraron en un tramo del bosque
donde todo aparecía tan oscuro, apretado y retorcido como ella jamás pudo
imaginar. Los árboles, las ramas y hasta los helechos se contorsionaban de tal
manera que, más que un bosque, parecía un nido de pulpos gigantescos.
—¿Este
es tu reino...? —le pregunto, llena de inquietud al Príncipe Azul.
Pero
el la abrazo y dijo:
—Mi
reino eres tú y yo soy tu reino.
Tras
lo cual, ella no supo que contestar, y sus pensamientos se desviaron hacia
otros asuntos mucho mas placenteros.
Día
a día, mientras avanzaban por aquel bosque que parecía no iba a terminar nunca,
los caballos se asustaban, se encabritaban y los servidores, incluso los
monteros, huían. El séquito de la
Princesa se había reducido, casi, a menos de la mitad. Ni
siquiera había permanecido a su lado una sola de las doncellas. Encantadas por
el clima de amor y felicidad de los primeros tiempos, se habían enamorado, ora
de este palafrenero, ora de aquel paje, ora de este montero... y habían
desaparecido con ellos, hacia quien sabe donde.
Un día, la Princesa , que sentía ya en sus
entrañas los jugueteos del niño que llevaba dentro, pregunto:
—Cuando
me despertaste con un beso, los árboles y los arbustos florecían, y la hierba,
y hasta las ortigas, despedían un maravilloso perfume, que nunca olvidare...
¿Que ha pasado? ¿Por que han desaparecido el canto de los mirlos, y las flores,
y el sol?
—Es
que entonces era primavera —contesto el Príncipe— y ahora se acerca el
invierno... Pero, a nosotros, ¿que nos importa? Y se abrazaron, y se amaron, y
todo lo demás desapareció a su alrededor.
Desapareció en su mente, pero no en la
realidad que les rodeaba. Ellos pensaban que ni la oscuridad, ni la perversidad
que se ocultaba tras el tallo de cada hoja, ni los aullidos de los lobos que
acechaban a su paso, existían realmente. Claro que ninguno de los dos había
alcanzado eso que las gentes llaman edad de la razón.
Y a pesar de todo, a medida que se adentraban
más y más en el bosque, más y más iba encogiéndose el corazón de la Princesa , ovillándose en si mismo,
como uno de aquellos animalitos tan suaves y confiados, que caen atrapados en
la primera trampa tendida a su paso.
Y por fin, un día, salieron del bosque y
dejaron atrás el último de sus árboles.
Sobre un montículo rocoso, rodeado de
niebla, apareció la silueta de un castillo. Parecía formar parte de la niebla,
era en si mismo como una figura hecha de niebla aun mas oscura, de contornos
imprecisos.
—¿Es
este tu castillo? —pregunto tímidamente la
Princesa.
Pero
claro, cuando se han pasado cien años dormida, es natural que cuanto se
presente a tu mirada resulte un poco raro.
—Y
el tuyo —dijo alegremente el Príncipe, que no parecía acusar lo tenebroso del
ambiente.
A
fin de cuentas, había nacido y crecido allí, y uno permanece apegado a su
infancia y, cuantos mas años pasan, menos advierte los defectos que pudiera
tener el entorno donde transcurrió.
—¿Qué
es esa cosa negra y viscosa hacia la que vamos? —pregunto la Princesa.
Pero
el Príncipe Azul parecía tan feliz, que no entendió del todo la pregunta y solo
dijo:
—Es
el Castillo donde tú serás reina, mi reina, algún día.
Los enamorados dicen a veces cosas así, y es
mejor no hacer demasiado caso. Pero quien las oye se siente muy satisfecho, y
así se sintió la Princesa.
Cuando ya se hallaban frente al castillo, la Bella Durmiente pudo ver que
de su foso surgía una especie de neblina muy oscura, y que un olor a fango y
raíces podridas brotaba de él, mezclándose al chapoteo de animales que ella no
conocía. Como desconocía tantas cosas, y era consciente de su ignorancia de
cien años, no dijo nada. Pensó que las costumbres habían evolucionado bastante
desde el día en que ella se pincho con el fatídico huso. Bajaron el puente
levadizo, chirriaron las cadenas, y dos heraldos vestidos de color verde musgo
anunciaron su llegada. Apenas pudo distinguirlos entre los vapores que surgían
del foso, pero si pudo ver claramente, sobre su cabeza, por encima de las torres,
los vuelos de dos grandes milanos que trazaron un círculo, como observándoles,
y luego remontaron el vuelo y desaparecieron tras las almenas.
Al pie de la escalinata, su cortejo, ya muy
escaso, se detuvo. Era una escalinata de piedra gris, húmeda y cubierta de
musgo, como si nadie la cuidara, porque en las junturas crecían malas hierbas y
se veían hojas podridas. Entonces la
Princesa comprendió que la primavera había muerto hacia
tiempo, mucho tiempo, y que ella apenas se había dado cuenta.
Pero no solo la primavera, sino el verano,
con su tienda de seda roja, su mesa de manteles de lino y copas de plata bajo
los almendros. Y también el dulce otoño, que hacia de árbol una lámpara, y
convertía en música las fuentes, los arroyos y los manantiales. Habían muerto
las flores, las espigas y los membrillos dorados, y solo quedaban ellos dos, de
pie ante una larga escalinata de invierno y viento. Oyó piafar a los caballos y
un frío desconocido se apodero de su corazón. Los goznes de la gran puerta de
entrada al torreón chirriaron, se abrieron las dos hojas lentamente, y pareció
que una manada de lobos se hubiera puesto a aullar, en alguna parte, no muy
lejos de allí. En el marco de la puerta se alzaba una silueta entre la luz de
las antorchas. Era alta y delgada y, por supuesto, majestuosa.
—¡Abandona
los protocolos! Esta es mi madre y, desde ahora, también será la tuya.
Abrazaos, y nada de reverencias ni cosas parecidas.
Algo como un leve temblor, como un
vientecillo helado que inesperadamente nos estremece y nos obliga a abrigarnos
al final del verano, llego hasta el corazón de la Princesa. Pero el Príncipe ya
la había empujado hacia su madre, y se sintió estrechada por unos brazos tan
fuertes y duros como cadenas de hierro. Entonces oyó por vez primera la voz de la Reina Madre , dándole una sucinta
bienvenida. Era una voz baja, algo ronca, pero que parecía despertar ecos de
cueva en cada rincón, aunque fuese al aire libre. Arrastraba las eses, como un
silbido. Más tarde, cuando al fin pudo ver su rostro a la luz de las antorchas,
velas y fuego de la gran chimenea del lugar donde cenaron, y que la Reina llamaba refectorio, la Princesa pudo ver un rostro delgado
y apenas sin arrugas, muy pálido, coronado por cabellos --los que escapaban de
una especie de cofia muy adornada, que cubría su cabeza— tan negros como los
podría tener una muchacha de veinte años.
Tenía ojos grandes, en forma de pez, y con
el contorno muy oscuro, como si los hubieran reseguido con un pincel de humo. Y
sus pupilas, también muy grandes y brillantes, tanto que apenas si dejaban ver
la cornea, tenían un color cambiante, indefinido. A la sombra de los parpados, parecían
negras, pero a la luz de las llamas —el sol no entraba nunca en ellas, como
pudo comprobar mas tarde— lucían amarillas y fosforescentes, como el azufre.
Sus manos eran largas, con dedos muy delgados, con la piel tan fina que se
transparentaban las venas. La Princesa
recordó, viéndolas, algunos riachuelos que había visto, siendo niña o en el
viaje que la condujo hasta allí. Al extremo de sus dedos tenia uñas largas,
bien cuidadas y limpísimas, que se curvaban levemente como caparazones de
crustáceos. Según pudo comprobar luego, la Reina Madre era vegetariana.
Pero no despreciaba el vino. Todo lo contrario, vaciaba su copa una y otra vez,
durante las largas comidas que tenían lugar en el castillo. Entonces podía
descubrirse en aquellas pupilas una llama medio oculta, capaz de prender fuego
a cuanto mirase. Respecto al Rey, padre del Príncipe Azul y esposo de la Reina Selva , se encontraba muy
lejos de allí, ocupado en alguna de sus continuas guerras. Ni siquiera se había
enterado de la aventura nupcial de su hijo.
Así pasaron los días, y los meses. El
Príncipe Azul y la Bella
Durmiente parecían vivir en continua luna de miel, y la Reina Madre , por su parte, no se
inmiscuía para nada en sus vidas. De manera que todos parecían felices.
Alguna que otra vez, la Princesa vio deambular a su suegra
por el jardincillo que rodeaba el torreón donde ellos habitaban. Siempre seria,
muy seria, deteniéndose aquí y allá para observar con cuidado alguna cosa que
llamaba su atención y que la Princesa
no atinaba jamás a descubrir. Una vez, o quizás dos, si pudo darse cuenta de
que mandaba a su Pajecillo, un muchacho que mas parecía un enano que un niño,
atrapar un pájaro. El ave desaparecía entre las manos de la Reina Madre , como si se esfumara.
La Princesa supuso que
lo guardaría en alguna jaula, porque no los mataba, ni los ordenaba matar. Pero
nunca vio jaula alguna, ni pájaro, grande o pequeño, por parte alguna del
Castillo.
Tal vez los amaestraba y les dejaba volar
por sus habitaciones, tal y como vio hacer antaño a su niñera con un par de
periquitos rosa y azul. Y estos recuerdos enternecían su corazón, y se decía:
«Seguramente la Reina es
una buena mujer, y parece tan seria porque el Rey anda por ahí peleando con
todo el mundo, en lugar de estar aquí, dándole todo su cariño, como hace el
Príncipe conmigo-. Y no volvía a preocuparse más por ella, del mismo modo que
ella no se preocupaba por ellos dos.
Algunas noches, sobre todo al principio,
cenaban los tres juntos, y pronto se dio cuenta la Princesa de que cuando su suegra
veía servir platos de aves o caza —el Príncipe seguía siendo tan aficionado a
las cacerías como su padre a las guerras—, o simplemente empanadas rellenas de
liebre, jabalí, ciervo o cualquier otro animal comestible, palidecía hasta el
punto de que su piel casi podía transparentar su calavera. Aparte de que tamaño
espectáculo le hacia perder el apetito, pensó que no había por que ofender a su
suegra con semejantes cosas, y ordenó que cuando ella presidiera su mesa solo
les fueran presentados platos de hortalizas y verduras. Poco después la Reina Madre renuncio a honrarles
con su presencia durante las cenas.
Al poco tiempo, la Princesa dio a luz una niña tan
hermosa como la primera luz de la mañana, y quizás por eso, la bautizaron con
el nombre de Aurora. Como recordaban las vicisitudes que había acarreado el
bautizo de la Princesa ,
decidieron, de buen acuerdo, bautizarla en la más estricta intimidad, sin
invitaciones a hadas ni cosa parecida. Por otra parte, no resulto difícil,
porque no conocían a ninguna hada ni a nadie que se le pareciera. En aquellas
soledades, raro era se presentase siquiera un triste barón de poca monta a
rendirles homenaje, puesto que, caso de que quedara alguno por los alrededores,
el Rey se había encargado de dar buena cuenta de él.
La pequeña Aurora crecía tan bonita como su
madre y tan simpática como su padre. Cuando cumplía apenas un año, la Bella Durmiente quedo
nuevamente embarazada. No era extraño, puesto que los príncipes, aparte de la
caza, los juegos y las comidas, no tenían mejor cosa que hacer que amarse, y no
era poco. De modo que, pasado el tiempo de rigor, la Princesa dio nuevamente a luz, esta
vez un niño. Y era muy hermoso, incluso más que su hermana, que ya es decir. Y
por eso decidieron ponerle por nombre Día.
Cuando
Día tenía tres años, cierta mañana en que el sol doraba los trigales lejanos,
el vigía lanzó desde su torre una larga llamada de su cornamusa.
Los soldados del Castillo, gentes que el
Rey, por una u otra razón, no había llevado consigo, eran hombres de avanzada
edad, o tan poco duchos en el manejo de las armas que casi nada podían hacer en
caso de alarma. Por alguna razón, el Rey sabía que nadie atacaría ni su
castillo, ni sus tierras. Pero esta es una cuestión que ya se vera mas
adelante. En el caso que nos ocupa, aquellos soldados eran gentes dicharacheras
y dadas a la cerveza, los dados y las largas siestas.
La llamada de la cornamusa les cogió de
improviso, y como pudieron, y mal pertrechados, formaron bajo las ordenes de su
capitán. Era este un hombre tan viejo que se necesitaban otros tres para
montarlo en su caballo, y algunos más para que no se cayera luego de él. Aunque
debe decirse que más por causa de la cerveza que por la edad.
Estaban tan poco acostumbrados a estas
cosas, que hubo mucho barullo y desconcierto antes de descubrir que,
efectivamente, alguien se aproximaba al castillo. Y era alguien que venia
acompañado de nutrida tropa, a tenor de la polvareda que levantaban y del brillo
que los pálidos rayos del sol encendían en sus cascos y armaduras.
Pero no tardaron en saber lo que ocurría.
Aquello que les había parecido una tropa agresiva no era más que un maltrecho
resto de tropas, entre las cuales el que no llevaba vendada la cabeza iba con
el brazo en cabestrillo. Y si aquel iba apoyado en muletas, aquel otro sufría
tantas contusiones como si le hubieran pasado por encima cuatro caballos
salvajes. Pero no era esto lo peor. El Rey venia derrotado y malherido, tendido
en un carro arrastrado por bueyes, envuelto en pieles y con el rostro tan
blanco que poco bueno podía esperarse de él. Cuando le trasladaron a sus
aposentos, el Príncipe y la Princesa
lloraban desconsolados. El Rey, aunque maltrecho, parecía un hombre animoso y
aún tenía ganas de bromear. Pero no pregunto por la Reina , ni ella se presentó a él o se
acerco a su lecho.
Al día siguiente, después de que el físico
le hubiera aplicado algunas sanguijuelas, cosa que aun pareció dejarlo en peor
estado, el Rey llamo a su hijo a su lado.
—Hijo
mío —dijo con voz débil pero bien audible—, me alegro mucho de que te hayas
casado con una princesa de linaje tan claro..., aunque pobre, porque tras los
cien anos en que estuvo dormida, hoy día su reino esta que da pena. Pero es muy
bella y te ha dado hijos sanos, fuertes y hermosos.
Al
llegar a este punto de su discurso, el Rey vacilo, porque sus fuerzas se
acababan. De todos modos, aun tuvo arrestos para continuar:
—Tu
eres mi hijo y, en cuanto yo muera, cosa que ocurrirá de un momento a otro,
serás el rey de este país. Por tanto, te ordeno que prosigas la lucha que yo he
interrumpido momentáneamente... jY que venzas a mi enemigo Zozogrino! Hasta que
no consigas esto, no podrás ser coronado rey. Y no regresaras a este lugar ni
hallaras reposo en la tierra, si no lo haces así. Mi fantasma y mi rencor te
perseguirán, a ti y a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, y a los hijos
de...
Cuando llegaba a sus tataranietos, la voz y
el corazón le fallaron, y el Rey murió como muere todo el mundo y como
moriremos nosotros algún día.
El Rey fue enterrado en el cementerio real,
detrás del monasterio donde, por cierto, solo quedaban el Abad y cuatro
frailes, además del cocinero y de los legos que cuidaban del huerto. «iPor que
hay tan poca gente en este reino?», se preguntaba la Bella Durmiente. Pero luego
se decía: «En cien años, cambian tanto las costumbres...».
Enterraron, como queda dicho, al viejo Rey,
y el joven Príncipe debía cumplir las ordenes dadas por su padre, si quería ser
coronado. Y si quería, porque, ¿quien no lo quiere? Sobre todo si no se tiene
mejor cosa que hacer, como era su caso.
Llovió mucho, cayeron las hojas de los
árboles. El Príncipe seguía con pocas ganas de guerrear por causas que
desconocía, contra gentes que conocía todavía menos. Y los bosques pasaban del
incendio rojo y dorado del otoño al viscoso frió y los barrizales que
anunciaban el invierno. De modo que, entre unas cosas y otras, empezaba el
deshielo cuando, empujado por la
Reina Selva , que le recordaba la promesa hecha a su padre, el
Príncipe Azul se despidió de la
Princesa , de sus hijitos y de su madre (que, por cierto,
parecía poco llorosa). Aunque, claro esta, una reina como es debido no llora
jamás en público.
El Príncipe había reunido, un poco por allí,
y un poco por allá, con pocas ganas y mucha amargura en el corazón, un ejercito
mas o menos decente. Es tan bonito ser príncipe, cuando se tiene una princesa
como la Bella Durmiente
por esposa, y tan pocas obligaciones como cazar, jugar al ajedrez o juguetear
entre las flores, que cualquiera de nosotros hubiera sentido lo mismo que él,
en su lugar. De modo que, una tarde triste y dorada, partió con sus hombres y
sin tener la menor idea de lo que era una contienda, ni de lo que eran el odio
o la ambición, hacia los lejanos campos de batalla donde, al parecer, le
aguardaban las huestes del feroz Zozogrino, al que jamás había visto ni en
pintura.
El día después de la partida de su hijo, la Reina Madre , que hasta el
momento había vivido en una discreta sombra, apareció, súbitamente, en todo su
esplendor.
Mando llamar a la
Princesa , acompañada de sus hijos, a sus habitaciones.
Cuando
les tuvo delante, dijo:
—Querida
niña, este castillo es demasiado triste y oscuro para una criatura tan linda y alegre
como tu, y para unos nietecitos tan llenos de vida y alegría. Mientras dure la
ausencia de mi hijo, vamos a trasladarnos a una hermosa finca, donde poseo una
gran casa y sus alrededores, llenos de verdor, flores y pájaros. Allí tu y los
niños disfrutareis de la naturaleza, y viviremos felices, esperando el regreso
de mi hijo, el que será nuestro amado rey.
Parecía contenta y, por primera vez, la Bella Durmiente vio su
sonrisa. Pero, en lugar de alegrarla, aquella sonrisa la estremeció. Dos largos,
aunque, eso si, blanquísimos colmillos, la flanqueaban. Luego, tan rápidamente
como habían aparecido, desaparecieron.
—Estas
caritas están pálidas, demasiado pálidas. Allí donde os llevaré, florecerán
rosas en vuestras mejillas, crecerán y se desarrollaran vuestros cuerpecitos, y
la carne de vuestros...
Y aquí enmudeció, porque su voz se había
vuelto ronca, como ocurre con la de los que están dominados por la gula ante
una buena empanada. La Princesa
sintió aquel dedo en su barbilla como el paso de un lagarto, y, aunque pensó
que su suegra decía cosas bastante cursis, se guardo de hacer comentarios. Al
día siguiente, cuando la Princesa
despertó, los preparativos de la mudanza ya estaban en marcha. El castillo
entero parecía sacudido desde las almenas de la torre vigía hasta las mazmorras.
Algo, sin embargo, entre tanto barullo, llamo la atención de la Princesa : ninguno de los sirvientes
que les habían sido fieles aparecía por ninguna parte. En su lugar, una
turbamulta indefinible se afanaba de aquí para allá, sin que ella pudiera
reconocer a nadie entre ellos.
—Señora —dijo en cuanto le fue posible alcanzar a su suegra
(se le hacia muy difícil llamar madre a quien no fuera aquella que recordaba
con amor y ternura)—, «;donde están mis servidores, aquellos que me han
acompañado tantos años...?
—Niña
—contesto la Reina Madre —,
no crees que después de ciento y pico de años merecen algún día de descanso? No
te preocupes, he dispuesto que nos acompañen cuantos necesitemos y que nos
sirvan como debe ser. Allí donde vamos reinan la paz y la tranquilidad. Solo
las ardillas cuando roen nueces, o el paso de los caracoles sobre las hojas,
podrán romper el silencio que nos rodee. Disfrutaremos de una soledad tan
hermosa y profunda como la de los bosques que nos rodean.
Después, la sonrisa de la Reina Madre desapareció con la
misma rapidez con la que había asomado. Y cuando la Bella Durmiente se, retire a
sus habitaciones, solo guardaba del aquella sonrisa y de aquellas palabras lo
que puede guardarse de un solitario rayo en medio de una tormenta de verano.
Por mas que la Reina Madre dijera que el lugar
a donde se dirigían estaba «no muy lejos», la verdad es que llevaban ya tres
días de camino a través de valles y bosques casi desiertos. Les acompañaban
únicamente los soldados de la guardia personal de la Reina Selva —era la primera vez
que la Princesa les
veía—, su montero mayor y una anciana muda que la Reina había nombrado doncella personal
de la Princesa. Solo
se notaba que estaba viva por la mirada, fija y brillante, de sus grandes ojos
de lechuza. No parecía mala persona, pero la Princesa pronto se dio cuenta de
que no podía contar con ella para nada que no fuese vestirla, preparar su baño
y atender a sus necesidades más primarias, porque ni oía, ni hablaba. Y esto la
inquieto bastante, porque se hallaba sola con sus hijitos aun tan pequeños, en
manos de su suegra. Y, a pesar de que no tuviera motivos fundados para
desconfiar de la Reina Madre ,
se adueñaba de su corazón, día a día, una inquietud creciente, aunque no
conociese el porque.
Al cuarto día de viaje, después de atravesar
el bosque mas espeso y oscuro, aunque bello, que ella conocía, apareció un claro
tan grande que podía contener una gran casona de cuatro pisos, con tejadillos
de pizarra y buhardillas de color azul oscuro. Varias chimeneas sobresalían de
estas, y la Princesa
quedo muy admirada, porque, en su tiempo, no existían casas como aquella. Se
guardó muy bien de decirlo, porque era orgullosa y no quería pasar por
anticuada ante una mujer que, en apariencia, con creces hubiera podido pasar
por su abuela.
Las cinco chimeneas desprendían humo, la
casa estaba rodeada de un jardín muy grande. Aunque, según pudo comprobar la Princesa a medida que lo
atravesaba, muy descuidado y lleno de malas hierbas. Si se alzaba la mirada,
solo altas y lejanas montañas, y oscuros y apretados bosques, se ofrecían a su
alrededor. Y tan espesos que, a buen seguro, la luz del sol apenas podía
atravesar las ramas de sus árboles. Cuando la Reina Madre descendió de su
carroza, la Princesa
comprobó que las había seguido y acompañado hasta allí un cortejo muy i
especial, nunca visto por ella hasta entonces. No lo componían propiamente
enanos, ni pajes de corta edad. Eran criaturas de apenas dos o tres palmos de
estatura, piernas cortas, grandes cabezas que en ocasiones carecían de cuello y
eran simplemente continuación del torso. Le recordaron algunas plantas
cucurbitáceas —como melones, calabazas y calabacines...—, pero dotadas de
movimiento. En sus caritas pálidas relucían pequeños ojos de un negro tan
brillante como los abalorios que adornaban el vestido de la Reina Madre.
Parecían sacudidas casi todo el tiempo por alguna
especie de risita interior, maligna, recóndita, astuta y vieja como el mundo.
El mundo que ella, dormida a los quince años, para otros cien, no había tenido
oportunidad de vivir. Y pensó si no se trataría de una raza por ella
desconocida, de enormes y medio humanos insectos. «Después de mi sueno de cien
años, cuantas cosas han cambiado en este mundo», pensó. «Calla y no reveles tu
ignorancia.»
Aquellas criaturas emitían chillidos y
murmullos, parecidos a los que produce el viento al filtrarse por las rendijas
de una vieja casa, durante las noches invernales.
Pero lo que a oídos de la inocente Princesa
eran únicamente crujidos de maderas, y viento, era en realidad un lenguaje que
solo entendía la Reina Madre.
Escuchándolo, reía tan alegremente y sin rebozo como nunca la había visto reír
antes la Princesa. Y
como a aquella hora el sol empezaba a ocultarse tras las altas montanas y
encendía cuanto tocaba, los largos colmillos de la Reina se iluminaron súbitamente y se
volvieron, por unos instantes, rojos como la sangre.
El adusto caserón era, sin embargo, bastante
confortable por dentro, y esto levantó el ánimo de la Bella Durmiente. Incluso le
pareció bello. De sus paredes colgaban tapices que representaban escenas de
cacerías, y había alfombras en la gran sala. En la chimenea central ardía un
buen fuego que caldeaba el ambiente, y grandes candelabros esparcían su luz
dorada por todas partes.
Una larga mesa, cubierta con manteles de
lino, les ofreció, en lugar de las frugales y resecas viandas del camino,
suculentos manjares que, en grandes fuentes, esparcían aromas apetitosos. Dos
de aquellos extraños sirvientes que acompañaban a la Reina Madre les ofrecieron, en
aguamaniles de plata, agua perfumada, para lavarse las manos. Y una vez hecho
esto, las secaron cuidadosamente con finos paños de lino, primorosamente
bordados. La Princesa
se tranquilizo un tanto, puesto que allí, según veía, todo era distinto al
lóbrego Castillo que habían dejado atrás. Por primera vez, desde que su
Príncipe la dejo sola, sonrió.
Pero aun le aguardaban otros
descubrimientos.
II
La primera de las variadas sorpresas que le
aguardaban fue comprobar, aquella misma noche, que la Reina Madre había dejado de ser
vegetariana. No faltaron las hortalizas y legumbres en la suculenta cena que
les fue servida, pero solo como acompañamiento de asados y empanadas, tanto de
carne como de pescado. Todo ello exquisitamente cocido y en su punto. El vino,
por supuesto, no fue escatimado, ni siquiera a los niños, por lo que Día se
mostró muy contento y, al final de la cena, les obsequio con unas cuantas
cabriolas y volteretas que merecieron, en lugar de una reprimenda de su severa
abuela, como temía la Princesa ,
unos ligeros aplausos benevolentes. Luego, la Reina Madre le ordenó
aproximarse y, tomando con mucha delicadeza un pedacito de carrillo de su nieto
entre los dedos, murmuro:
—Delicioso,
delicioso...
Tras lo cual dio por concluida la velada, y
todos se fueron a la cama.
Cuando la Princesa llego a su aposento, lo hallo
tan confortable y bien amueblado como el resto de las habitaciones. También
ardía allí un buen fuego, y se sintió suavemente adormecida por el bienestar
que se respiraba, en contraste con lo que había vivido tras la partida de su
marido hacia las tierras de Zozogrino. Incluso le recordaba sus días de
infancia en el castillo de sus padres, y el calor de su amada nodriza. La
dulzura y la ensoñación de los recuerdos, junto a los vapores del abundante
vino de la cena, iban apoderándose de ella, mientras la anciana de ojos de
lechuza la desnudaba.
Estaba a punto de acostarse en el gran
lecho, cubierto de sabanas perfumadas de espliego, cuando se dio cuenta de que
una espesa cortina de yedra tapaba casi completamente sus ventanas. No dijo
nada, entre otras razones porque hablar con la vieja doncella hubiera sido
igual que hacerlo con un muro, pero se acostó con una mezcla de bienestar,
curiosidad y desasosiego, que pronto el sueño desvaneció.
Era muy tarde cuando el sol, abriéndose paso
con un gran esfuerzo entre las hojas de yedra, consiguió penetrar en la
habitación de la Bella
Durmiente. Hacia rato que los pájaros revoloteaban en el
jardín y en los bosques que les rodeaban. Por primera vez, la Princesa presto atención a sus
parloteos, puesto que vinieron a su memoria las lecciones que su nodriza le
había impartido sobre el lenguaje de los pájaros.
Y lo
que les oyó decir, cada vez más claramente, fue:
—Niña,
niña, escapa de este lugar...
Aunque pronto se extinguió el parloteo de
los pájaros, y la vieja doncella entro para bañarla y vestirla, la Princesa quedo con cierta inquietud
dentro del corazón. Pero, lo que creía entender por la mañana, lo desechaba mas
tarde, pues todo en la casa parecía apacible y agradable. Sus hijos estaban
contentos, el sol doraba sus mejillas, y correteaban felices por el jardín,
como no habían podido hacerlo en el viejo castillo.
Un día, contemplando la yedra, que tapaba
sus ventanas de tal forma que a duras penas podía ver el jardín ni los bosques,
dijo:
—Yedra,
amiga yedra, ¿por que cubres como una cortina mis ventanas?
Y
entonces, por vez primera en su vida, entendió las voces de la yedra, a través
de la brisa que se filtraba entre sus hojas:
—Niña,
querida niña, cubrimos tus ventanas para que nadie, ni los pájaros, ni los
bosques, ni las altas ramas del jardín vean lo que ocurre dentro de estos
muros.
Un frío viento se levanto, de pronto, allí
fuera.
—Yedra,
querida yedra, yo era tu amiga cuando, siendo niña, trepabas tu por la muralla
del castillo de mis padres... ¿Es que no te acuerdas de mi?
—Niña,
querida niña, cuando tú jugabas en el castillo de tus padres, y contemplabas la
yedra con sus flores moradas, que tanto te gustaban, no era a mí a quien veías,
sino a la abuela de mi bisabuela. Y ella contó a su hija y su hija a su hija y
su hija a su hija, hasta llegar a mí, quien eres tú. Y por eso te queremos y
conocemos, y por eso nuestras hojas están llenas de lágrimas.
Cuando llego la noche y todos en la casa
estaban ya acostados, la Reina
hizo llamar a sus aposentos a Rago, el cocinero. Rago era un buen hombre y un
excelente cocinero. Habitaba en las buhardillas de la casa, junto a su mujer y
sus hijos de cinco, tres y un año. No hacia mucho tiempo que había entrado al
servicio de la casa, y estaba muy contento de tener aquel trabajo, porque,
entre guerras y abusos, corrían malos tiempos, y contar con un empleo que le
daba alojamiento y comida para él y su familia era una gran suerte. Por tanto,
estaba dispuesto a defender su trabajo en aquella mansión a costa de cuanto le
fuera posible soportar. Pero des-pues de oír a su señora, comprendería que
aquello que iba a tener que soportar rebasaba todo lo imaginable.
Ya cuando uno de aquellos personajes que
rodeaban a la señora le vino a buscar para llevarlo a presencia de su ama, un
extraño presentimiento le lleno de angustia. Y, al quedarse a solas con su
mujer, se miraron con la misma sospecha, algo que no se atrevían a decir, ni
siquiera en la más estricta intimidad. No se dijeron, pues, nada, pero la mujer
de Rago, que se llamaba Erina, le rodeo el cuello con los brazos y le miro con
tanta zozobra, que el pobre iba temblando camino a las habitaciones de su
señora. Cuando al fin se hallo frente a ella, solo acertó a hacer una
reverencia y a mirar al suelo. Los amarillos ojos de la Reina Madre se mostraban en todo
su esplendor: despedían llamas.
—Rago, debes cumplir una orden mía sin la mas pequeña
vacilación. De lo contrario, el castigo que recibirás será horrible: no solo
para ti, sino también para tu mujer y tus hijos.
Rago, pálido y tembloroso, sentía como si sus piernas no
pudieran sostenerle. Creyó que, de un momento a otro, caería al suelo y rodaría
por él miserablemente.
Así que, como le fue posible, y con una voz tan débil que
parecía más propia de un niño que de un hombre, murmuro:
—Si,
Majestad. Vuestras ordenes serán obedecidas tal y como mandéis.
—Rago,
eres un excelente cocinero. Por tanto, deseo que mañana por la noche me
ofrezcas un plato muy especial.
—Como
desee Vuestra Majestad —farfullo el pobre Rago, que estaba temiendo lo peor.
—Pues
bien —dijo la Reina —,
deseo que mañana por la noche me presentes, bien guisado, con nabos y
berenjenas, en esa salsa de vino y comino que tu tan bien preparas, a mi
nietecito Día. De lo contrario, tus hijos, tu mujer y tu mismo seréis la comida
de mi jauría. De modo que ahora, y sin decir palabra, desaparece de mi vista y
afánate en cuanto te he mandado... Excuse decirte que ni una palabra debe salir
de tus labios y que únicamente Silo, mi montero mayor, sabe lo que te acabo de
ordenar.
Tras lo cual, le indico con un gesto que se
retirara de sus habitaciones, cosa que Rago hizo con gran diligencia.
Pero cuando el pobre cocinero subía las
escaleras que conducían a la buhardilla, las piernas le temblaban tanto que
estuvo a punto de caer rodando. Su mujer le estaba esperando a la puerta de su
vivienda. Los tres niños dormían placidamente, y solo cuando su mujer, la
bondadosa Erina, le tendió los regordetes brazos, el pudo, por fin, romper a
llorar con toda su alma, y con frases mal hilvanadas, pero perfectamente
entendidas por Erina, le contó la horrible orden que acababa de recibir.
Al principio, Erina
se quedo muda de puro espanto. Solo sabía acariciar la cabeza de su marido y,
como el, llorar y llorar.
Los niños dormían
tranquilos, el fuego del hogar ardía cálido y apacible, y el mundo, sin embargo
—o por lo menos su pequeño mundo que con tanto esfuerzo mantenían—, se estaba
hundiendo. La verdad era que durante años los dos habían temido que ocurriera
lo que estaba ocurriendo ahora, ya que los rumores, que viajan rápidos como el
viento, habían llegado desde los burgos, aldeas y villorrios hasta sus oídos. Y
eran rumores que se referían a la historia de la Reina Madre y llenaban de pavor
los corazones de aquellos que los escuchaban.
Segunda parte: Historia de la Reina Madre y algunas
cosas más
I
Hemos
de remontarnos muchos años atrás, cuando el difunto Rey se caso con la Reina Madre. En aquellos
tiempos se propago por el reino un rumor bastante sombrío: la prometida del
joven Rey, una princesa extranjera, procedía de una estirpe misteriosa de la
que solo podía hablarse en la más estricta intimidad, al abrigo de oídos
indiscretos o traidores, junto al fuego del hogar y en voz muy baja.
Lo cierto es que el padre de la novia era el
Príncipe de los Abundios, un dominio vasto y rico, tan rico que permitía vivir
con mucha holgura a sus habitantes, cosa que, en los tiempos en que estas cosas
ocurrían, era verdaderamente raro. Aquel príncipe tenía fama de buen cazador,
era jovial y generoso, y estas cualidades, además de sus enormes riquezas,
habían atraído al padre del príncipe que despertó a la Bella Durmiente.
Era un rey no muy poderoso, llamado Risco,
aficionado, como sabemos, a las guerras y a las escaramuzas fronterizas. Entre
batallas por aquí y cacerías y festejos por allá —además de tener una cabeza de
chorlito—, había conseguido empobrecer su pequeño reino de tal forma que sus
gentes estaban muy revueltas e indignadas.
Las riquezas del Príncipe Abundio, entre las
que se contaban minas de oro y de diamantes, tenían un origen tan oscuro e
insondable que aparecían rodeadas de un halo de misterio, y aún de temor. Si se
hablaba de ello, era en voz baja, no solo en sus dominios, sino más allá de sus
fronteras.
Al parecer, el Príncipe Abundio, años atrás,
no era precisamente rico ni hermoso. Sin embargo, cierto día, salio de viaje,
con rumbo y destino desconocidos, acompañado de un pequeño séquito de su más
absoluta confianza. Llevaba una escolta armada de únicamente veinte soldados,
pero todos tenían fama de valientes y esforzados.
Al cabo de un tiempo —ni demasiado corto, ni
demasiado largo—, el Príncipe Abundio regresó a sus tierras. Y traía con el a
una princesa de tierras lejanas, con la que se caso inmediatamente.
La nueva princesa era una joven menuda, de
cabellos largos y rizados, que recordaban racimos de uvas negras. Tenía ojos
dorados y largas y oscuras pestañas. Se llamaba Floresta, y hablaba muy poco,
pero su sonrisa era muy dulce, aunque un poco triste.
En un principio, los súbditos de Abundio no
sintieron ninguna simpatía por la nueva princesa. Más bien se diría que les
atemorizaba o que, por lo menos, desconfiaban de ella. Sin embargo —y con mas
rapidez de lo que pueda comprenderse—, el pequeño principado de Abundio, tan
arruinado, prosperó. Casi a flor de tierra se descubrieron minas de oro, plata
y diamantes, allí donde antes solo cardos, ortigas y pedruscos la cubrían. En
colinas y valles antes resecos y de mala tierra, brotaron pastizales y
manantiales insólitos, hasta el momento desconocidos, que regaron todo el valle
con sus aguas cristalinas, e hicieron fértiles las riberas a su paso. Los
bosques, escuálidos y ralos se tornaron en poco tiempo frondosos, y la caza,
que antes brillaba por su ausencia, los pobló en abundancia. Ciervos, jabalíes,
liebres y toda clase de animales abastecían a sus moradores. Los rebaños antes
famélicos y escasos, se reprodujeron con una rapidez increíble y lucían
hermosos y rozagantes, como jamás se viera. La lana de sus ovejas se hizo
famosa en poco tiempo, y aparecieron y medraron los telares y el comercio de
tejidos. Viñas repletas de uva proporcionaban vino para dar y vender si tasa.
Con todas estas cosas, las gentes se enriquecieron. Llegaron sastres,
tintoreros, tejedores, carniceros y
viñateros a los poblados, y el principado prosperó. La vida parecía
haber dado una voltereta alegre, para bien de todos. Las vacas parían
magníficos terneros, los huertos producían legumbres y hortalizas tan
exquisitas que pronto se hicieron famosas en toda la comarca, sino más allá de
las fronteras: incluso un viejo olmo a punto de secarse ofreció el milagro de
unas peras jugosas y doradas, que llenaron de estupor a cuantas personas las
vieron y comieron. Claro que ocurrió semejante maravilla una sola vez, pero las
gentes del lugar que pudieron apreciarlo recordarían hasta su muerte aquella
mañana de primavera en que las ramas del viejo olmo aparecieron cubiertas de
flores blancas y, más tarde, de suculentas peras. Sin duda, esta anomalía fue
un pequeño error de quien, a no dudar, se ocupaba aquellos días de semejantes
transformaciones.
En los primeros tiempos de todos estos
cambios y maravillas, las gentes estaban locas de alegría, y, si alguien se
preguntó por su origen, no lo hizo en voz alta, ni públicamente. Pero poco a
poco, a medida que fue pasando el tiempo y las gentes empezaron a considerar su
riqueza como algo natural, llegaron días en que, un poco aquí, un poco allá,
rumor viene, rumor va, se extendió la creencia de que la princesa Floresta era
en realidad una poderosa bruja extranjera, y que toda la abundancia que había
llegado con ella era pura cosa de magia. Que tal y como había aparecido, podía
cualquier día esfumarse y dejarles nuevamente en la miseria.
Mas pasaban los días, los meses y los años,
los frutos no se secaban, terneros y cabritos triscaban alegres y lozanos por
las praderías, ahora siempre verdes y cubiertas de flores, y el oro y los
diamantes de las minas no desaparecían al tocarlos, como anunciaran los
agoreros. Todo lo contrario. Abundio (que tenia muchísimos defectos pero no era
tacaño) procuraba que todo su pueblo se beneficiara en forma justa de cuantas
riquezas daba el reino, y las hambrunas y miserias que habían hecho estragos
tiempo atrás eran solo un mal recuerdo para las gentes de aquel vasto dominio.
De modo que las murmuraciones que se habían levantado como un susurro, como un
susurro desaparecieron.
Pasó aún más tiempo sobre tiempo, y un buen
día la Princesa Floresta
dio a luz una niña. Hubo grandes festejos para celebrarlo, con las
consiguientes fuentes de vino blanco y vino tinto para el pueblo, y raciones
extraordinarias de carne y trigo para los más pobres, que no eran muchos, ni lo
eran tanto.
Las fiestas duraron casi treinta días y, al
final, un nuevo rumor se extendió:
—La princesita ha nacido con toda la dentadura. Y, para más
señas, es tan blanca y afilada que no se ha podido encontrar en todo el
principado una nodriza capaz de amamantarla.
Y esto, en verdad, no eran solo rumores. La
princesita lucía una dentadura que bien hubiera querido para si mismo su propio
padre. Así que, después de comprobar como la niñita rechazaba con muestras de
profundo asco cualquier clase de leche y papilla, fue alimentada con carne
picada y casi cruda.
Pero también, como en tiempos pasados, los
murmullos fueron desapareciendo y aquellas voces de alarma se apagaron como se
habían encendido.
Y la
niña creció. Se llamaba Selva.
II
Cuando la pequeña Selva tenía catorce años,
empezaron a ocurrir cosas bastante extrañas. Ya tenía edad de contraer
matrimonio y, como era la única hija de Abundio y Floresta, sus padres se
preocuparon mucho por encontrar un marido adecuado, que pudiera darles mas
herederos y seguir con ellos gobernando su patrimonio. Pero a Selva todo esto
parecía importarle muy poco. Se mostraba díscola y rebelde a toda costumbre
establecida, y su carácter y voluntad eran tan fuertes que llego a tener
amedrentados, no únicamente a sus padres, sino a cuantos la rodeaban. Se
burlaba de sus maestros, como hizo antes de las niñeras y nodrizas que habían
intentado imponerle. Solo le gustaba cazar y galopar sobre su caballo. Tomó a
su servicio un montero, llamado Silo, que la seguía a todas partes como un
perro fiel. Era un hombre de edad madura, completamente calvo, y de ojos tan
negros que parecían no tener fondo. La seguía a todas partes, como los dos
lebreles que la escoltaban día y noche, e incluso dormían a los pies de su
cama.
Existía, algo apartada de su residencia, una
vieja casona casi olvidada. Ella la hizo restaurar y a menudo pasaba largas
temporadas en ella, rodeada de sus cazadores, su montero Silo y los lebreles.
Los bosques que la rodeaban parecían ser de su agrado, y sus padres no se
atrevían a impedirle aquellas retiradas, que empezaban a llenar de sospechas y
murmuraciones a las gentes del entorno. Porque fue entonces, precisamente,
cuando empezaron a ocurrir cosas extrañas.
Primero uno, luego otro, más tarde dos o
tres, los niños que se adentraban en el bosque que rodeaba el caserón
desaparecían sin dejar rastro. Y las madres empezaron a prohibir a sus hijos
que fueran allí, en busca de frambuesas o moras, aunque fuera el lugar donde
más grandes, jugosas y aromáticas crecían.
Al principio nadie relaciono estas
desapariciones con las visitas de Selva. Pero, poco a poco, volvieron a
extenderse viejos rumores relacionados con la brujería de su madre y su extraña
conducta, además de recordar la rareza que había acompañado su nacimiento: la
dentadura completa y, en lugar de lactancia, bolas de carne picada y casi
cruda. Los rumores, como los mitos, se parecen mucho a la niebla, que va
extendiéndose de pueblo en pueblo y acaba medio borrando la realidad, aunque no
su origen.
Así que un día aquellos rumores y aquel
temor llegaron a oídos de Abundio y Floresta. Se miraron a los ojos, y en sus
miradas estaba encerrado, como en un cofre de cien Haves, un antiguo secreto.
Tuvieron una larga conversación a solas y, para poner fin a los misterios que
tenían soliviantado el castillo y sus alrededores, anunciaron que la Princesa Selva debía contraer
matrimonio enseguida. Floresta, encerrada en su habitación, lloró mucho. En
efecto, era bruja, pero tanto ella como su marido sabían que su brujería era
más blanca que la nieve; y no solo no había hecho daño a nadie jamás, sino todo
lo contrario, pues repartía sus benéficos poderes allí por donde pasaba. Y bien
claro estaba cuanto había favorecido al país que la había acogido,
transformándolo en un lugar rico y feliz, allí donde solo había encontrado
miseria y desolación. Si esto obedecía a artes de brujería, o a ensoñaciones o
fantasías colectivas, era algo que nadie tenia ganas de poner en claro.
Así estaban las cosas cuando, cierto día,
tras perderse durante una cacería, apareció por aquellas tierras un joven rey,
belicoso y ligeramente estúpido, aunque bastante agradable e incluso atractivo.
Se había extraviado durante una cacería y pidió asilo en el castillo de
Abundio. Fue acogido con todos los honores, porque la aureola de su rango le
acompañaba allí donde fuese, y durante el banquete con que Abundio y Floresta
le obsequiaron el primer día, ya constataron todos los presentes cuanto le
gustaba el vino, del que daba buena cuenta. Afortunadamente, las muchas
libaciones no le convertían en una bestia, o en una masa de carne ridícula,
sino que antes bien todos comprobaron que podía contenerse y no perder sus
buenos modales, cosa que, como sabían Abundio y Floresta, denota la buena clase
de la gente. Todo lo más, permanecía en silencio y con una mirada estupefacta
que, rápidamente, era bien comprendida por los que le rodeaban, y sin dilación
lo llevaban a la cama.
Pero al mismo tiempo que las gentes del
castillo pudieron darse cuenta de su afición a las libaciones, hubieran estado
ciegos de no percibir cuanto, y hasta que punto, le había impresionado la belleza
salvaje y misteriosa de la princesita Selva. Ella permanecía en silencio, como
de costumbre, y apenas si dirigía la mirada, de tanto en tanto, al joven rey.
El joven rey, que se llamaba Risco, retraso
su partida del castillo cuanto le fue posible. Acompañaba a Selva en sus
cacerías, y le mostraba, cuando le era posible, el amor que, día a día, iba
llenando su corazón. Y Selva se limitaba a mirarle lentamente y en silencio.
Por todo lo cual Zaganniel creía que la muchacha estaba de acuerdo con sus pretensiones.
Las suyas y, por supuesto, las de sus padres. Tan bien fue manejada la
situación por Abundio y Floresta, que al cabo de poco tiempo se anuncio la boda
de los dos jóvenes. Se casaron en la capilla del castillo y fueron invitados
cuantos vasallos y señores tenían derecho a ello. El pueblo lo celebró por todo
lo alto, las fuentes de vino blanco y tinto corrieron en abundancia y la carne
y el pan fueron distribuidos generosamente. Los bailes se prolongaban hasta
bien pasada la madrugada, y todo era, al parecer, alegría y jolgorio. Al fin,
una mañana, los jóvenes esposos partieron, con séquito verdaderamente fastuoso,
hacia el reino del joven Zaganniel.
Pasaron los días, los meses, y la joven
Reina Selva dio a luz un hijo. Era una criatura bellísima. Creció fuerte y
robusto, y no tardo en dar muestras de una gran imaginación. Al contrario que
su padre, que solo estaba contento si se preparaba alguna guerra o escaramuza
vecinal, el joven príncipe abominaba la violencia, y se sentía atraído por la poesía,
la música y las aventuras románticas. Leía o escuchaba con emoción toda clase
de leyendas y canciones de poetas errantes, a los que acogía en el castillo y
cubría de honores y halagos.
Tenia los ojos tan azules como jamás se
habían visto en aquel reino. Y, por estar este muy alejado del mar y soñar sus
habitantes en él, le pusieron el nombre de Azul. Y es así como, con el nombre
de Príncipe Azul, ha permanecido en la leyenda. En esta y en otras muchas.
Y fue también así como, llevado por su
afición a las historias fantásticas, tuvo conocimiento de que una bellísima
princesa llamada Bella Durmiente llevaba cien anos encerrada en un castillo,
sumida en un larguísimo sueño.
Y así también fue como, un buen día, llego
el Príncipe Azul hasta el castillo de la Bella Durmiente , y con un
beso de amor la despertó, no solo a ella, sino a cuantos la rodeaban.
Pero esta es una historia de todos conocida,
y no vamos a detenernos en ella.
III
Estaban Rago y su mujer llorando, tras
conocer la orden de la Reina Selva ,
cuando oyeron llamar suavemente a su puerta. Con manos temblorosas, Erina la
entreabrió, y casi se desmaya cuando vio que se trataba del montero Silo.
El montero Silo era una criatura tan
misteriosa y, aún más, tenebrosa, que en el castillo y en la mansión era casi
tan temido como su ama.
Silo procedía de lejanas tierras y, por
tanto, hablaba una lengua desconocida para todos. Sin embargo, había algo que
les llenaba de curiosidad: a veces hablaba con Berro, el hijo mayor de Rago,
que solo tenía cinco años, pero que, al parecer, le entendía perfectamente. Y
no solo le entendía, sino que eran amigos. Silo le traía del bosque pájaros
vivos, sin la menor herida, y les acostumbraban a volar sin miedo junto a
ellos. También solía traerle fresas silvestres, grosellas y zarzamoras, y, en
cierta ocasión, un pequeño ciervo cuya madre había muerto y que vagaba perdido
por el bosque. Así que, dado su natural hosco y terrible, aquella amistad con
el pequeño Berro llenaba de asombro a Rago y Erina, que por un lado le temían,
como todo el mundo, y por otro no sabían que pensar del cariño que el niño le
profesaba.
Silo entro sigilosamente en la vivienda del
cocinero y murmuro algunas palabras, pero ninguno de los dos le comprendió.
Entonces Silo busco la camita donde dormían los hijos de Rago y Erina y,
acercando sus labios al oído de Berro, murmuro unas palabras.
Berro se incorporo y, como sonámbulo, empezó a traducir las
palabras del montero:
—Yo, Silo, no deseo mas muertes. No quiero matar al
Príncipe Día. Dile a tu padre que mataré un cabritillo tierno y gordito, lo
traeré y el lo guisara con nabos, como quiere la Señora , y lo servirá a su mesa. Y
esconded al chiquillo Día allí donde la
Reina Selva no lo encuentre, o todos moriremos.
Silo
salió tal como había llegado, lo más silenciosamente que pudo. Berro volvió a
recostar su cabecita en la almohada y continuó durmiendo. No se había enterado
realmente de nada.
Rago y Erina se abrazaron, aliviados. Pero,
en cuanto amaneció, todas las preocupaciones y angustias volvieron a ellos.
Ahora venia lo mas triste y difícil. ¿Quién se sentía capaz de decirle a la Princesa lo que iba a suceder? La
verdad es que ninguno de ellos. Y así fue como, nuevamente, Silo les alivio de
sus deberes. Día dormía placidamente junto a su hermana Aurora. Silo le
despertó y, con su rara habilidad para hacerse entender a través de Berro, les
explicó, a él y a su madre, que le llevaba a cazar, según había dispuesto la Reina Madre. Día se vistió, muy
contento, sus altas botas, su sombrerito adornado con una pluma roja, y tomó la
pequeña jabalina que le había regalado su padre, el Príncipe Azul, antes de
partir para la guerra. Aún no la había estrenado y, como casi todas las cosas
que no conocía, le llamaba mucho la atención. Su madre, la Princesa , estaba muy asombrada,
pero, cuando le dijeron que eran ordenes de su suegra, no dijo nada, ya que
tampoco lo hubiera podido impedir, de haberlo querido. Así que beso a su hijo
con más cariño que de costumbre, porque un raro presentimiento la invadía, y le
dejó partir con el montero.
Y cuando Silo monto al pequeño Día en su
caballo y salio con el de la casa para internarse en el bosque, la Reina Madre los vigilo desde su
ventana, hasta verles desaparecer en la oscuridad de la espesura.
Sin embargo, al poco rato, Silo regreso con
el pequeño Día y entró sigilosamente en la casa, por la puerta que daba a la
cocina. Allí le esperaban Rago y Erina. Envolvieron al niño en una manta, para
que nadie oyera sus gritos de protesta, y lo subieron hasta las altas
buhardillas. Una vez allí, le recomendaron silencio, si quería salir vivo de
aquel trance. Día era un muchachito travieso y revoltoso, pero de ninguna
manera tonto. Así pues, comprendió lo fundamental de aquella advertencia y
acató las órdenes del cocinero y su mujer. Lo instalaron como mejor pudieron en
la buhardilla contigua a la vivienda de Rago. Le rodearon de sus juguetes
preferidos, le habilitaron una cama lo mas mullida posible y taparon las
rendijas de la puerta con cuantos trapos encontraron, para que no se escaparan
por ellas ni el resplandor de las velas, ni los ruidos que el niño pudiera
hacer.
Cuando llego la noche, Rago cocinó un
cabritillo tierno y regordete, como podría haberlo sido el pequeño Día. Lo aderezo
con nabos tal y como le había sido ordenado y cocinó la salsa que tanto le
gustaba a la Reina Selva ,
para acompañar la carne.
Tanto Rago como Erina temblaban, esperando
lo que diría la Señora
después de comer el cabritillo. Pero sentían mas angustia, si cabe, por lo que
le esperaba a la pobre madre del niño. Siguiendo las órdenes de la Reina Madre , el montero dijo a la Princesa que Día se había adentrado
demasiado en el bosque y se había perdido entre sus árboles. «Seguramente se lo
han comido las alimañas y las malas criaturas que lo pueblan», añadió.
La pobre Bella Durmiente sintió como si le
clavaran un puñal en el corazón, se desmayó y tardó mucho en reponerse de
aquella horrible noticia.
Por el contrario, la Reina Selva devoro el cabritillo
con gula contenida durante mucho tiempo, y rechupeteó los huesecillos, creyendo
que pertenecían al pequeño Día, con tanta pasión, que sus pálidas mejillas se
colorearon, y sus ojos de azufre brillaron de tal forma que casi se podrían
haber ahorrado los candelabros de la mesa. Finalmente, cuando hubo dado cuenta
del cabritillo hasta la última ternilla, comentó:
—En su punto.
Y mando felicitar al pobre Rago que, en la
cocina, temblaba, agarrado al delantal de Erina. Solo entonces se abrazaron y
lloraron los dos, un poco de alivio, un poco de terror.
A todas estas, la pobre Princesa no podía
consolarse de la ausencia de su niño. Una gran tristeza la llenaba. Y el
invierno llegó a aquellos parajes. A través de las ventanas, donde solo
quedaban los esqueletos de la yedra amiga, la Princesa y su hija Aurora
contemplaban caer los primeros copos de nieve. Sobre los bosques, la niebla iba
tendiendo un velo de soledad y, allí arriba, el cielo aparecía blanco y
resplandeciente. Luego la nieve lo cubrió todo, y los mismos bosques parecían
nubes blancas, caídas de lo alto.
Dentro de la casa, sin embargo, los tapices,
alfombras y grandes fuegos les abrigaban del frío y de las inclemencias del
invierno.
En la gran sala donde solían pasar gran
parte del día, la Reina Madre
contemplaba el ir y venir de su nieta Aurora, que jugaba con su perrito.
Parecía muy complacida en aquella contemplación.
Aquella misma noche, volvió a llamar al
cocinero Rago.
—Quiero que mañana por la noche me sirvas en la cena, con
salsa de setas, a mi nietecita Aurora. Si no cumples mis órdenes, ya sabes lo
que os sucederá... a ti y a tu familia.
El pobre Rago corrió escaleras arriba, en busca de su
querida Erina, sin la cual, según se ve, no sabia dar ni dos pasos.
—Erina, querida Erina —sollozó—, ahora quiere comerse a la Princesita Aurora.. .
—Calma, calma —dijo Erina, que ya empezaba a sentirse
experta en la materia—. Lo primero que debemos hacer es llamar a Silo, el
montero.
No hubo necesidad de hacerlo. Como la otra
vez, el montero acudió a su buhardilla y, a través del dormido Berro, les
comunico que debían cocinar una ovejita, y esta ovejita, como el cabritillo
anterior, la traería él sin ningún esfuerzo. Solo debían cocinar según los
gustos de la Reina Madre ,
cosa que el no podía hacer, pero Rago si.
—Si —dijo Erina, que era la más decidida de los tres—. Lo
haremos tal y como dice Silo, y la engañaremos como la otra vez.
Así lo hicieron. Cuando la Princesa estaba descuidada, Erina
se llevo a Aurora a lo más alto de la buhardilla, recomendándole que, sobre
todo, no dijese nada ni hiciera ningún ruido, porque sus vidas corrían peligro.
Después, con toda clase de precauciones, la hizo pasar allí donde permanecía el
Príncipe Día, bastante aburrido el pobre. En cuanto vio a su hermana, salto de
alegría y corrió a abrazarla. La
Princesita Aurora , al ver que su hermano estaba vivo, casi se
desmaya de alegría y apenas tuvieron tiempo de entristecerse por las cosas que
estaban ocurriendo. Erina se encargo de infundirles esperanza:
—No temáis —les decía—, este escondite durara poco tiempo,
puesto que en cuanto regrese vuestro padre, nuestro futuro rey, las cosas serán
muy diferentes para todos nosotros.
— ¿Y mama...? —preguntaron los niños, inquietos.
—No temáis por ella. Nosotros la protegeremos como os hemos
protegido a vosotros... Pero por lo que mas queráis en este mundo, por el
cariño que le tenéis a vuestra madre, por favor, no hagáis ruido.
Les habían despojado de sus zapatitos
dorados y habían envuelto sus pies con trapos, para que no se oyeran sus
pisadas. Ellos lo comprendían muy bien, y sus juegos eran tan silenciosos como
si se tratara de niños mudos. Inventaron un lenguaje de signos, tan original y
útil que, parece ser, todavía se utiliza en nuestros días.
Lo que no podían hacer era correr, ni, por
supuesto, gritar. Y hay quien dice que fue así como inventaron —o recuperaron—
el juego de las damas, y el del parchís. Aurora daba de comer, vestía y
acostaba a sus muñecas, y Día la ayudaba y también la llevaba con el de cacería
por entre los muebles. Y estas cosas son fáciles de comprender, porque para los
niños unas cuantas sillas o taburetes pueden convertirse fácilmente en bosques,
un palo en una ballesta, un zapatito dorado, que no se utiliza, en una liebre,
un conejo, o, incluso, un jabalí.
Por otro lado, la alacena donde guardaban
los víveres era el hogar de las muñecas de Aurora, y estas dormían con gran paz
entre la miel, el requesón y las empanadas.
Como la vez anterior, el montero Silo mato
una ovejita de apenas un año, y Rago la aderezó con todo esmero, según las
instrucciones de la Reina Selva.
De todos modos, hasta que no la probara, el temor llenaba su corazón. Sentado
en el banco de la cocina, frío y tembloroso, pese a estar cerca del fuego, guardaba
el veredicto de la Señora.
Según dijeron los sirvientes que le habían
servido el plato, Selva quedo un rato pensativa ante las suculencias de la
fuente. Hacer pasar un cabritillo por el Príncipe Día no era demasiado
complicado, pero una ovejita y la
Princesa Aurora presentaban apariencias muy diferentes. Buen
cuidado había tenido Erina en cortar en pedacitos menudos aquella carne, y
cubrirla con las sustanciosas cebollas y se-tas que aderezaban su salsa, pero,
de todos modos, la Reina Selva
era muy astuta. Para bien de todos, la gula —y sobre todo si se tiene en cuenta
que la Reina Madre
había padecido severas abstinencias desde que se caso— suele embotar y ofuscar
el más claro entendimiento. En honor a la verdad, el guiso estaba exquisito, y la Reina lo devoro en un santiamén con
todo lujo de rechupeteo de huesos, olvidando cualquier norma de comportamiento,
ni siquiera los sucintos propios de la época.
Y al final del banquete, volvió a llamar a
su presencia a Rago y le dijo:
—Mas que en su punto. Si sigues así, te daré un titulillo y
te asignare algunas tierras por ahí.
Rago se inclinó en una profunda reverencia,
pero en modo alguno estaba dispuesto a ser nombrado lo que fuera, ni a aceptar
cualquier tierra de que se tratase, si tenía que estar a las ordenes de
semejante energúmena.
Estas cenas tenían lugar en la intimidad de
los aposentos de la Reina Madre ,
cuando se suponía que la Princesa
y sus hijos dormían desde hacia rato.
Al día siguiente, sin embargo, la Princesa se despertó muy temprano,
cuando apenas el sol penetraba por entre los restos de la yedra marchita.
—Despierta, niña, despierta —decían los rayos del sol—. Si
un día echaste en falta a tu hijito Día, ahora te han arrebatado a tu hijita
Aurora.
Desesperada, la Princesa se abalanzó hacia la
camita de Aurora, que, desde la desaparición de Día, había mandado instalar a
su lado. Cuando la vio vacía, se sintió al borde de la desesperación. Gritaba y
lloraba, pidiendo que le devolvieran a sus hijos. Hasta que, por fin, y tras el
silencio de su doncella y de los raros y abominables sirvientes —criaturas que
ella imaginaba pertenecían a otro mundo tenebroso—, la Reina Selva se digno aparecer y,
abrazándola hipócritamente, fingió una gran pena, mientras decía:
—Tus hijos han sido devorados. Primero Día, que se empeño
en ir de cacería con Silo, aunque yo se lo había prohibido... Y ahora Aurora,
que escape de noche para ir al encuentro de las hadas, y ha sido devorada por
los lobos.
Había ordenado a Silo teñir de sangre un
jirón de las ropas de Día y un zapatito de Aurora. De modo que, mostrándolos,
consiguió que la pobre madre la creyese y se hundiera en una profunda tristeza.
—Nina, tienes que hacerte a la idea de que tus hijos han
desaparecido devorados por los lobos, o quien sabe por quien. Ten en cuenta que
las desapariciones de niños son bastante habituales en esta comarca, donde
estamos rodeados por bosques misteriosos, a los que no permito entrar a los
villanos, exceptuando a mi montero Silo, que nos provee de abundante caza. Tus
niños, si he de ser sincera, eran unas criaturas muy revoltosas y curiosas, y,
desobedeciendo mis órdenes, entraron en el bosque. Pero, en fin, no debes
llorar demasiado, porque, cuando regrese mi hijo, podrás tener muchos mas hijos
y olvidarás a Día y a Aurora.
Así paso el invierno, y un día amaneció la
primavera. Comenzó el deshielo, y la
Bella Durmiente contemplaba desde su ventana el manar de los
arroyos. Y allí, distante, de repente descubría a una cierva entre los árboles,
que iba a beber en el con sus hijos recién nacidos. Al verlos, se llenaba de
pena su corazón, se acordaba de Aurora y Día, y lloraba, y volvía a preguntar a
la yedra, que de nuevo invadía sus ventanas:
—Yedra,
amiga yedra, dime... ¿Qué sabes de mis hijitos Aurora y Día? ¿Es verdad que los
devoraron los lobos, o están vivos en algún lugar que yo desconozco?
Pero la yedra era demasiado joven y nada
sabia; y los pájaros cuyo lenguaje entendía la Princesa no habían regresado aun de
las tierras calientes, y los que aun quedaban estaban ocultos en el bosque, y
nada podían decir a la Princesa. La
vieja sordomuda continuaba preparándole el baño, la cama, los vestidos, pero ni
siquiera parecía darse cuenta de sus lágrimas.
Únicamente Erina, en cierta ocasión, con la
excusa de traerle un pastel recién cocido por su marido, acercó los labios a su
oído y murmuro:
—No perdáis la esperanza, Princesa.
Y la miró
de tal modo, que por un momento ella pensó que todo había sido un mal
sueño y que, en el momento menos esperado, despertaría y volvería a ver a sus
niños y a su amado Príncipe Azul junto a ella. Y que todos volverían a ser tan
felices como antes.
Tercera parte: La madre y los niños
I
Día tras día llegó, por fin, el verano.
Después de que las nieves y el hielo se derritieran, y se desbordaran los
riachuelos, asomaron los primeros tallos verdes y resplandecientes bajo el sol.
La tierra y los bosques se cubrieron de flores, los árboles se llenaron de
frutos, y se alzaron los trigos en los campos.
Así fue como, una vez mas, por los siglos de
los siglos apareció, esplendoroso, el grande y hermoso verano.
Pero para la Princesa no existían ni verano, ni
trigales, ni árboles cargados de frutas. Solo tenía en su mente a sus hijos, y
a su Príncipe Azul.
Una mañana, un rayo de sol más potente que
los otros atravesó la yedra, y llego hasta su lecho. Estaba allí, en la
almohada, junto a su rostro, cuando la Bella Durmiente le oyó
decir:
—Baja al jardín, Princesa, y no tengas miedo, porque este
verano guarda para ti una gran pena, pero también la más grande de las
alegrías... Y la felicidad volverá a ti.
Entonces la Princesa pensó: «La pena que llevo
dentro del corazón no puede ser mas grande, de modo que nada pierdo con bajar
al jardín y aguardar esa felicidad que el verano me anuncia...».
Ordenó
a la vieja lechuza que le vistiese sus más preciosas galas. Una túnica blanca,
con cenefas y bordados dorados, velos del tono de la aurora y pendientes del
verde esmeralda que cubría las colinas. Mando trenzar su cabellera rubia con
cintas de seda blancas y doradas, y calzo los zapatitos bordados con perlas que
había lucido el día, tan lejano y feliz, de su boda con el Príncipe Azul. En
aquel día, todo parecía despertar, la vida y el amor, para la Bella Durmiente. Ahora todo
parecía engalanarse para el día de su muerte. Este pensamiento le hizo derramar
muchas lágrimas. Pero aun así bajo al jardín, que se hallaba en aquel momento
resplandeciente de luz, perfume y color.
El sol y la brisa la recibieron y, por
primera vez después de tanto tiempo, se sintió viva y esperanzada. Empezó a
recoger florecillas para hacer un ramillete que le recordara a sus hijos y,
mientras cortaba los tallos, creyó oír las risas y voces de Aurora y Día.
—¿Sabéis vosotras donde están mis hijitos? —pregunto a las
flores.
Pero de aquellas flores, que eran muy pequeñitas y
tempranas, solo brotaban gotas de agua, como diamantes o como lágrimas.
La brisa y el sol volvieron a las pálidas
mejillas de la Princesa ,
de forma que al cabo de corto tiempo su piel volvía a tener el color de las
rosas, y sus ojos el brillo del sol.
Algunos días mas tarde, desde su ventana, la Reina Selva contemplaba el ir y
venir de su nuera entre las flores del jardín. El aire traía, en aquellos
momentos, el olor del pan reciente que acababa de cocerse en los hornos de
Rago. Un par de águilas volaban lentamente sobre las cumbres. La Reina Selva aspiró con deleite
todos los aromas recién despertados por la brisa que el bosque conducía hacia
su ventana (y los de la cocina). El olor dorado del pan recién hecho traía a su
memoria efluvios de asados suculentos y exquisitos guisos. Las fosas de su
nariz se ensancharon de forma poco corriente —-más bien increíble— y apareció
entre sus labios el brillo de dos largos y afilados colmillos.
Poco después, llamo a Rago. Esta vez, el
pobre cocinero apareció ante ella mas pálido que de costumbre, y temblaba tanto
que apenas podía dominarse.
—Rago —dijo la
Reina Selva sin compasión, mirándole tan fijamente que Rago
se creyó traspasado por largas agujas—. Como las veces anteriores, cumplirás
mis órdenes a rajatabla. De lo contrario, ya sabes lo que os espera a ti y a tu
familia. En fin, no nos andemos con rodeos: mañana por la noche quiero que
guises, con la mejor de tus salsas y aderezos, a mi nuera la Princesa.
Esta vez, el pobre Rago ya no sabia a que
atenerse. Corrió, como era habitual, a refugiarse en los brazos de su valerosa
mujer. Al oírle, Erina no pudo ocultar su abatimiento. Hasta aquel momento
habían logrado engañar a la malvada Reina, pero si con los dos niños resulto
difícil, con la madre la cosa tomaba un cariz verdaderamente catastrófico.
Porque, se decían, un cabritillo y una oveja bien guisados, pueden pasar por un
niño y una niña, pero una mujer como la
Princesa era cosa bien distinta. Aunque esta ofreciera el
aspecto y lozanía propios de una joven, lo cierto era que contaba ya más de
cien años, y por tanto, ¿Dónde encontrar una carne de apariencia tersa y
rozagante, pero que, a la vez, tuviera la dureza y resistencia que solo dan los
años, como sin duda era la carne de la Bella Durmiente.. .? Sus
tendones, su textura, debían de ser bien diferentes a los de una jovencita,
aunque su aspecto no lo indicara. Cien años son cien años, lo tomes como lo
tomes.
Estaba el matrimonio lamentándose,
diciéndose que es lo que podrían hacer, y sospechando que habían llegado ya al
fin de sus días, cuando apareció nuevamente el buen montero Silo y llamó
quedamente a la puerta. En cuanto lo vieron, le hicieron entrar en la
buhardilla con todo sigilo. Y sus corazones, nuevamente, se llenaron de
esperanza.
El montero Silo les tranquilizó con un ademán.
Inmediatamente se acercó a la camita donde dormía Berro, acercó los labios a su
oído, y el niño se incorporó. Sonámbulo, repitió y tradujo las palabras, como
en las anteriores ocasiones:
—No os preocupéis, yo matare una cierva en el bosque,
porque una cierva es lozana y tersa, pero su carne es dura e incluso correosa.
Guísala tal y como te ha ordenado la
Reina Selva y esconde a la Princesa junto a sus hijos.
—¡Qué Dios se apiade de nosotros... y que regrese pronto
nuestro Príncipe Azul de las tierras de Zozogrino! —gimió Rago.
—Buena falta nos hace... —dijo Erina— Pero no perdamos más
tiempo.
A la mañana siguiente, el montero se internó
en el bosque, ocultándose entre la maleza. Al cabo de unas horas, cazo una
hermosísima cierva. Luego, con muchísimas precauciones —no en vano era un viejo
cazador y conocía toda clase de argucias, vericuetos y escondrijos para no ser
visto—, la llevó a la cocina de Rago. Entre los dos, descuartizaron rápidamente
al animal, de modo que, si alguien entraba, no pudiera adivinar de qué clase de
pieza se trataba. Entretanto, Erina fue en busca de la Princesa y le dijo:
—Señora, hacedme caso, solo deseo vuestro bien. No me
preguntéis nada, pero si deseáis salvar la vida, recoged cuanto podáis de
vuestras pertenencias y acompañadme, con toda la cautela y silencio que os sean
posibles.
Así pues, mientras Rago cocinaba con toda
clase de aderezos la cierva, Erina condujo a la Bella Durmiente a la
buhardilla, y es fácil imaginarse la inmensa alegría que tuvo esta al encontrar
vivos a sus hijos, y la alegría de ellos al reencontrar a su madre. Se le
colgaron del cuello, y la cubrieron de besos, y ella a ellos, pero tenían que
hacerlo muy silenciosamente, para que nadie les oyera. Y sus lágrimas de
alegría y de tristeza se mezclaron; con sus risas sofocadas. El pequeño Día
saltaba sobre sus piececitos envueltos en trapos, y el mismo se ponía un dedo
sobre los labios para recomendarse a si mismo, y a los demás, silencio. No es
fácil tener que vivir preocupado por no hacer ruido alguno, especialmente
cuando se es un niño alegre, juguetón y lleno de vida como lo era el pequeño
Día.
Entonces la Princesa recordó lo que había oído
decir a la yedra: «Te aguarda una gran tristeza, y una gran alegría».
—¿Y por que razón debemos escondernos? —se atrevió, al fin,
a preguntar.
Erina
movió tristemente la cabeza y dijo:
—Ay querida Princesa, vuestra suegra la Reina Selva es en realidad una
ogresa. Ella no puede evitarlo, porque así es su naturaleza, aunque procura
ocultarlo a las gentes. Ni siquiera el difunto Rey, ni vuestro esposo, el
Príncipe Azul, lo saben... Pero los sirvientes conocemos mejor a nuestros
señores que sus familias, y hace ya bastante tiempo que descubrimos su
debilidad. Y tenéis que saber, Señora, que Silo, el montero mayor, es un buen
hombre y que, harto de tanta matanza, ha sido el que mas nos ha ayudado a
salvaros.
Mientras tanto, había llegado la hora de la
cena. La Reina Ogresa
había ordenado preparar, en esta ocasión, una gran mesa en el llamado
refectorio. Parecía haber perdido toda moderación y disimulo, pues, en vista de
que nadie había descubierto su secreto —o eso creía ella—, se sentía libre.
Incluso, se dijo, era posible que su hijo tardara años en regresar —así lo
había hecho, en cierta ocasión, su padre el difunto Rey—, y ella podría
contarle, sobre la desaparición de su esposa e hijos, cualquier cosa que
pareciera verosímil.
Por ello guardaba cuidadosamente las ropitas
de Aurora y Día, manchadas de sangre, y ordenó que hicieran lo mismo con el
vestido de terciopelo verde de su nuera. La boca se le hacía agua, pues hasta
la estancia llegaban los aromas de la carne asada y bien aderezada.
Tuvieron que presentar el guiso entre cuatro
sirvientes. Y eran aquellas extrañas y deformes criaturas de las que ella se
rodeaba, las encargadas de servirla, pues, además de que le complacía su
compañía más que cualquier otra, tenía una probada confianza en ellas y su
lealtad.
—Hay mucha carne, demasiada hasta para mi —dijo, mostrando
sus afilados colmillos entre los labios, porque esa era su forma de sonreír—.
Queridos míos, cuando yo termine de cenar, os permito que deis cuenta de lo que
quede de mi nuera.
Todos lanzaron agudos chillidos, parecidos a
los que lanzan las ratas en noche de lluvia, y se apresuraron a servir una y
otra vez a su dueña y señora, la
Reina Ogresa Selva. En la cocina, Rago, Erina y el montero
Silo reunidos junto al fuego, esperaban ansiosos el resultado de la cena. La Reina no era precisamente ingenua, y,
hasta que hubiera probado el primer bocado, ¿Quién podía decirles que no iba a
descubrir el engaño? La misma Ogresa era consciente del terrible paso que
acababa de dar, pues comerse a la futura reina de su país no era cosa de broma.
Y —se decían— si además se trataba de su propia nuera, por muy ofuscada por la
gula que se sintiera, su misma astucia podía despertarle sospechas sobre si,
verdaderamente, se estaba comiendo a su nuera o estaba comiéndose otra cosa.
No les faltaba razón, porque, como se ha
dicho repetidamente, la Reina Selva
tenia muchos defectos, pero la inocencia y la estupidez no se contaban entre ellos.
Así que, primero mordisqueo este o aquel nabo, algún guisante, mojo pan en la
salsa —en aquellos tiempos, esto no estaba mal visto, incluso, según como se
llevara a cabo, denotaba el grado de distinción del comensal—, hasta que por
fin la emprendió con un pedazo de vianda muy apetitoso. Hincó los colmillos en
la carne, la masticó y paladeó con los ojos entrecerrados, y se detuvo unos
instantes para saborearla. El sabor, sin duda alguna, era exquisito —al menos
para su gusto—, y siguió masticando. Se trataba de una molla jugosa, pero de
carne hecha, roja, turgente, delicada y, al mismo tiempo, algo dura. «No hay
duda», pensó la Reina Ogresa ,
con verdadera satisfacción. «Esta es la carne de una mujer joven... que ha
pasado cien años durmiendo. Es joven y vieja, dulce y prieta, melosa y
resistente. Tal y como yo esperaba, cuando la veía pasear por el jardín.»
Y, sin más reflexiones, se dedico a devorar
con verdadero deleite las jugosas y contundentes mollas de la cierva que ella
creía la Bella Durmiente.
Y la encontró tan deliciosa e incomparable a
cuanto había comido hasta entonces —había pasado tanto, tanto tiempo, sin poder
deleitarse de aquella forma— que, aunque había prometido a sus horrorosos
sirvientes el resto del festín, poco mas que huesos y alguna que otra ternilla
les dejó.
Había sido tan grande aquel festín, y además
acompañado de excelentes vinos que, una vez acabada la cena, cayó en un sueño y
sopor tan profundos que la mantuvieron amodorrada y en su lecho durante más de
quince días.
Confiados en aquella especie de media muerte
que la invadía —aunque sin confiarse demasiado, por si acaso, puesto que una
criatura de la naturaleza de la
Reina Selva era de mucho cuidado y toda precaución era poca—,
Rago y Erina decidieron subir las escaleras que llevaban a la buhardilla, para
comunicar a los escondidos la buena noticia.
Así lo hicieron, y aun estuvieron ellos dos
y la Princesa un rato
charlando entre susurros, mientras los pequeños Aurora y Día dormían. Hicieron
planes de felicidad, y alimentaron esperanzas para que un buen día, lo mas
cercano posible, el añorado Príncipe Azul regresara a salvarles y a llenarles a
todos de alegría.
Luego, toda luz se apago, y la Princesa se tendió a dormir entre
sus hijos. Y se despertó varias veces aquella noche y se abrazó a ellos, uno
rodeado por su brazo derecho, el otro por su brazo izquierdo, porque ya no
podía vivir sin sentir el calor de sus cuerpos y el tibio respirar de sus
sueños junto a ella. Hasta que una vez mas, la luz de un nuevo día se abrió
paso por las rendijas de su ventana, y les despertó
El verano pasó, y llego el otoño. Erina,
cuando les subía la comida les advertía:
—No asoméis vuestras cabezas por la ventana, ni hagáis
ruido. Si queréis ver algo de lo que hay ahí fuera, hacedlo por las rendijas de
los postigos y por este agujero que hay aquí.
Y señalaba el redondo orificio que un nudo
de la madera había dejado en el postigo de la ventana.
El
otoño cubría ya los bosques de tonos dorados y escarlata, y solo los robles y
las encinas permanecían oscuros, casi negros. La niebla bajaba de las montañas
y rodeaba la casa. Aunque hubieran querido o podido asomarse a las ventanas,
apenas hubieran visto nada. Pero llegaban hasta ellos los aromas del cercano
bosque, y los gritos de los pájaros. Empezaron gracias a la Princesa a entender nuevamente su
lenguaje. La que mejor lo entendía era Aurora. Llego un día en que ella
traducía a su madre y a su hermano cuanto ellos le comunicaban:
—Dicen los mirlos que no desesperemos, porque nuestro padre
vendrá...
—¿Cuando? —preguntaba ansiosa la Princesa.
Pero los mirlos no lo sabían y emprendían el
vuelo.
—Dice la yedra que no temamos, que mi padre vendrá —decía
Día.
—¿Cuando será eso? —interrogaba su madre.
Entonces, la yedra callaba.
Alguna vez, escudriñando por el agujero de
la ventana pequeña, o por las rendijas de la más grande, Aurora, Día y su madre
veían al pequeño Berro y a sus hermanos, ir y venir libremente por el jardín. Y
sentían una gran pena viendo como saltaban, y jugaban, y recogían las hojas
caídas de los árboles en un cesto, como les habían mandado. Después hacían
grandes montones y les prendían fuego. Y el humo llegaba hasta las habitaciones
de la buhardilla, y entraba su aroma por entre las rendijas, y ellos cerraban
los ojos y aspiraban su olor a bosques y decían:
—Quien
pudiera estar con ellos...
Paso el otoño y llego el invierno. La nieve
cubrió bosques y montanas, y llego hasta el jardín. Empezaron a aullar los
lobos, durante las noches. Sus aullidos se acercaban a la gran casa,
atravesaban las ventanas de las buhardillas y estremecían a los niños, que
temblaban en sus camas. Ya no veían a Berro ni a sus hermanos jugando en el
jardín. Solo podían oírles jugar, reírse y discutir al otro lado del tabique. Y
pasaban los días con la oreja pegada a la pared, porque así les parecía que
ellos también participaban de sus juegos.
Hasta que llegaron unos días tan fríos que
apenas si podían calentarse, abrigándose con todas sus ropas y abrazados uno al
otro. No podían encender el fuego de la chimenea, porque el humo les
traicionaría. Pero un día Erina, compadecida de ellos, entró con un gran montón
de leña, encendió un buen fuego y les dijo:
—Ahora
mas que nunca, debéis guardar silencio, y que nadie, ni una rata, pueda oír
vuestras pisadas.
Entretanto, la Reina Madre , que había salido ya
de su sopor digestivo, paseaba silenciosa por las estancias del castillo. Su
gula de ogresa parecía, de momento, aplacada por algún tiempo. Tras los últimos
festines. No daba señales de apetecer carne humana. Se contentaba con conejos,
liebres, algún que otro jabalí y los habituales animales que criaban en la
granja. Ora una oca, ora una gallina, quizás un lechoncito, era cuanto ordenaba
preparar.
Pero un día, cuando salió al jardín, la mala
fortuna hizo que, al elevar los ojos hacia las buhardillas, viera que salía
humo por la que suponía chimenea de una estancia vacía.
Llamo
entonces a Erina, y le dijo:
—He visto que de la buhardilla contigua a la tuya sale
humo. ¿Puedes explicarme por que, si nadie vive en ella?
Erina era mujer que no se dejaba coger
desprevenida, y hacia ya tiempo que tenía preparada la respuesta:
—Si, señora. Allí quemamos todos los desechos y sobras de
la casa, para que no molesten con su olor ni su presencia vuestro paso...
Crecen demasiadas malas hierbas y arbustos en el jardín, y pienso que no deben
ofender ni vuestra vista, ni vuestros paseos.
—Ah, bueno —contesto la Reina Selva , que en aquel
momento no tenia ganas de discutir, y además hacia frió—. Procura que todo este
bien aseado y limpio para cuando llegue mi hijo de las tierras de Zozogrino.
Así que, de momento, no dio más importancia
al suceso, y se internó en la casa. Ya no era joven, empezaba a resentirse del
reuma, y las piernas le dolían tanto que no estaba su ánima dispuesta a
detenerse en estas cuestiones.
Así, mal que bien, pasó aquel invierno, y un
buen día volvió a florecer la primavera. La nieve volvía a derretirse, corrían
los arroyuelos y brotaban los tallos verdes al borde de los manantiales. Poco
después, los cerezos y perales del jardín se cubrieron de flores blancas y
rosadas. Cuando el viento los zarandeaba, una nube de pétalos volaba hacia las
ventanas de la buhardilla. Y sin embargo, por más que el mundo se llenara de
vida y alegría, que los pájaros inundaran los bosques de amorosas llamadas —era
el momento en que cada cual buscaba su pareja y construía su nido—, que por
sobre las montanas llegaran nubes de mariposas, ellos, la madre y los niños,
permanecían encerrados en su buhardilla, sin tener siquiera derecho a asomarse
a las ventanas. Aunque la buena Erina les traía exquisitos platos y procuraba
que nada les faltase, la verdad era que sus mejillas palidecían y que el brillo
de sus ojos iba apagándose día a día. Apenas tenían ganas de jugar, y
únicamente les atraía aquel agujerito que había dejado en los postigos un nudo
de la madera, o las rendijas de la ventana, por donde mirar hacia fuera, allí
donde el mundo, una vez más, parecía recién nacido.
Entonces volvieron a ver a Berro y a Mía y
al pequeño Naldo, y se sorprendieron de cuanto habían crecido aquel invierno. Y
Aurora y Día se sentían cada vez mas tristes, viendo como los hijos de Rago y
Erina se revolcaban por la hierba y cogían nueces verdes y jugaban con su
perrita Nan, que había parido seis cachorritos. Todos ellos retozaban y jugaban
alegremente, bajo los árboles, en la brisa de la mañana. Y les oían gritar a su
antojo, sin tener que guardar silencio, chapotear en las aguas del manantial,
sin tener que envolver sus piececitos con trapos, y a veces, cuando apretaba el
sol, les veían bañarse en la cascada del Manantial de las Hadas. Era una
cascada blanca y fresca que llegaba, formando un riachuelo, desde las montanas
hasta su jardín. Todo parecía estar tan cerca de ellos, y, sin embargo, tan
lejos.
—Madre
—decía la pequeña Aurora—, yo quiero ir a coger flores con Mía, y tejerme
coronas de margaritas, como hace ella.
—No
puede ser, calla, calla, hijita mía —decía la Princesa.
Y
sentía una pena tan grande viendo las mejillas blancas de su hija, y
comparándolas con las rosadas y rollizas de Mía, que apenas si podía ocultar
sus lagrimas para no entristecer mas a sus hijos.
En otra ocasión, Día vio a Berro correr
entre los cabritillos y el perro del pastor, y jugar con ellos.
—Madre,
quiero ir a los bosques, como Berro, y conducir las ovejas y los cabritillos, y
silbar como el sabe hacerlo... Quiero ser amigo de su perro, que se llama
Nicolás...
—Calla,
calla —decía su madre—, habla en voz baja y ten paciencia, hijo mío, porque un
buen día oiremos trompetas por el camino y tu padre vendrá a sacarnos de aquí.
Únicamente el perrito Nicolás, que les
conocía a todos, y era el mas sabio de toda la casa, se detenía a menudo bajo
las ventanas de la buhardilla, que la mayoría de gente creía inhabitada, y les
obsequiaba con piruetas, ladridos y correteos, que hacían reír —aunque
tapándose la boca— al Príncipe Día y la Princesa Aurora. Ellos le
enviaban besos y, aunque nadie podía verlos, el perrito Nicolás si los veía.
Bajaban desde las ventanas como mariposas, y venían a posarse sobre sus orejas.
Al atardecer, Nicolás se sentaba sobre sus patas traseras, levantaba el hocico
hacia la buhardilla y aullaba suave y dulcemente. Con los últimos rayos del
sol, se retiraba y los niños sabían que esa era su forma de darles las buenas
noches.
Después, se acostaban, junto a su madre, y
soñaban, y esperaban aquel prometido día en que su padre regresaría, y la vida
volvería a ser libre y feliz.
II
Estaba ya muy avanzada la
primavera cuando, una tarde, se desato una gran tormenta. Caían relámpagos y
truenos sobre las montanas, y todo, desde los bosques hasta las aldeas que
rodeaban la casona, parecía temblar bajo los rayos.
Tras la comida, sumida en un sopor bastante
profundo, la Reina Selva
dormitaba en sus aposentos, cuando de pronto, el aire de la tormenta le trajo
un especial olor. Hacia tiempo que no sentía algo parecido.
Se incorporo, y olfateo el aire. Aun a
través de la tupida cortina de la ventana, penetraba aquel aroma, aquel
especial tufillo que revolvía sus entrañas.
«Que
raro», pensó. -Diríase que...»
No eran los conocidos olores a los que
es-taba acostumbrada. Eran otros, aquellos que habían despertado su oscuro
apetito, hacia meses —quizás un año—, y que creía satisfechos con creces.
Inquieta, salto del lecho, ordenó que la
vistieran y salio, muy despacio, como deseando no ser vista, de sus aposentos.
Recorrió sigilosa estancias y pasillos, corredores y patios interiores. Pero
nada descubrió que no le fuera de sobras conocido.
Entonces, se le ocurrió lo que, hasta aquel
momento, no había pasado por su mente. Apoyándose en el largo bastón con puño
de marfil, que no abandonaba desde que su reuma se había agravado, empezó a
subir las escaleras que conducían a las buhardillas. En verdad no sabia muy
bien por que lo hacia. Solo la guiaba un antiquísimo, remoto instinto, que le
llegaba desde inmemorables vivencias de criaturas que existieron muchos años
antes de que ella naciese.
Erina, que en aquellos momentos se hallaba
en la buhardilla, oyó el bastón de la ogresa, golpeando los peldaños, cada vez
mas cerca escaleras arriba. Un frío helado llego hasta su corazón. Sintió que,
de pronto, las piernas le flaqueaban, y, aun sin poder explicarse
razonablemente lo que estaba a punto de suceder, tuvo el presentimiento de que
todos sus cuidados y precauciones eran ya inútiles, y de que un desastroso
final les aguardaba.
Lentamente, el sordo y rítmico golpe del
bastón iba haciéndose más claro, más cercano. Ascendía por la escalera, como el
aliento de un gran animal.
Los mismos niños, Berro, Mía y el pequeño,
habían callado y miraban a su madre asustados.
Al
fin oyeron el golpeteo del bastón, en su propio piso. Iba de acá para allá,
inquieto. Por fin, se detuvo frente a la buhardilla donde permanecían
escondidos la Princesa
y sus hijitos. Fue entonces cuando ocurrió la des-gracia.
A pesar del silencio y cautela en que
transcurrían sus vidas, de vez en cuando el pequeño Día, que era el más inquieto,
se desmandaba. En aquel momento acababa de cometer una travesura y su madre le
reprendió. Pero no fue esto lo peor: la pequeña Aurora, que adoraba a su
hermanito, salió en su defensa, y levanto la voz mas de lo debido. Precisamente
en el momento en que la Reina
Ogresa se detenía frente a su puerta. La voz de la pequeña
Aurora llego a sus oídos y, primero el asombro, luego la cólera llenaron su
corazón. Por un instante, aun dudo si había oído realmente la voz de la niña, o
si era fruto de su imaginación. Se inclinó entonces a mirar por la cerradura de
la puerta, y en aquel momento un gran relámpago ilumino la estancia. De modo
que pudo ver perfectamente a su nuera y a sus nietos.
Aparte del gran defecto que suponía ser
ogresa, la Reina Selva
disfrutaba de otro, tan grande y feroz como aquel: la soberbia. De modo que,
anteponiéndose incluso a su gula y a sus instintos carnívoros, la soberbia y la
humillación de haber sido engañada le ofuscaron de tal modo el entendimiento
que estuvo casi a punto de ahogarse en su propia ira.
Lo primero que hizo fue aullar. Ningún lobo
hubiera podido sobrepasar aquel largo aullido, ni los más hambrientos y feroces
que osaban acercarse a las aldeas en el crudo invierno. Luego empezó a golpear
el suelo con su bastón, de tal manera, que hizo un agujero y llegó hasta el
piso inferior.
Cuando aquel aullido inhumano taladro hasta
los más espesos muros de la vieja casa, todos sus sirvientes —incubos y
súcubos, mas algún que otro malvado y estúpido de los que componían su séquito—
acudieron en su ayuda. Cuando les tuvo reunidos, la Reina Selva ordenó derribar la
puerta de la buhardilla donde se ocultaban su nuera y sus nietos y, acto
seguido, la de la vivienda de Rago, Erina y sus hijos.
No tardó mucho en conocer la verdad. O, por
lo menos, no tardo en adivinarla, porque hablar, lo que se dice hablar en su
descargo, no le fue permitido a ninguno de ellos.
Y
tampoco tardo en imaginar que aquel en quien había tan ciegamente confiado, su
montero mayor, Silo, estaba también implicado en la traición.
Ciega de ira, ordeno que todos —el cocinero,
su mujer, sus hijitos e incluso el perrito Nicolás— fueran inmediatamente
encarcelados en las mazmorras. Lo mismo hizo con su nuera, sus nietos y el
montero mayor. Todos los sirvientes, excepto las raras criaturas que servían
personalmente a la Reina Ogresa ,
estaban aterrados, y ninguno de ellos apostaba una brizna por su cabeza. ¿Qué
sería de ellos? Ninguno sabia nada de lo que allí estaba ocurriendo y, si
alguno había sospechado algo, lo había callado celosamente.
Pero, como suele ocurrir a menudo, la
tormenta cesó tan rápidamente como se había desencadenado, y amaneció un día
esplendido, con cielo azul, como recién lavado; y los prados, bosques y campos,
verdes y brillantes.
Regreso, pues, con sus prisioneros al lugar
de donde les había sacado, hacia ya tanto tiempo. La Princesa y los niños, así como el
cocinero Rago, su mujer Erina y sus tres hijos, fueron introducidos en carros y
custodiados por guardias y sirvientes. Pero a Silo, el montero, no se le pudo
apresar. Sigiloso, como solo el sabia ser, había montado en su caballo y huido
hacia las montanas, en dirección a las tierras de Zozogrino.
Cuando llegaron al viejo castillo, la Reina Selva ordeno que en el
patio de armas se armara una enorme hoguera. Encima, debía colocarse la olla más
grande que jamás se vio. Por lo menos, en aquellas tierras.
Todas las gentes de los alrededores estaban
verdaderamente consternadas, ya que muchos rumores corrían de boca en boca.
Pero nada se sabia de cierto. Todos se preguntaban donde estaban la Princesa y los pequeños príncipes,
pero nadie les explicaba nada. La única persona visible de todo aquel embrollo
era la Reina Selva ,
a quien todos profesaban un comprensible miedo.
De todos modos, inquietud y desconcierto
reinaban por doquier, y la noticia de la hoguera y la enorme olla había viajado
de aquí para allá.
Cuando la olla estuvo dispuesta, la Reina Selva mando aderezar su
contenido con víboras, culebras y otras criaturas parecidas, que, aunque
hirvieran en el interior de la olla, conservaban todos sus poderes venenosos y
maléficos. Más aún: se les acrecentaban con el fuego.
El día previsto para el gran escarmiento
amaneció resplandeciente. La Reina
Selva volvió a vestir sus galas preferidas, y se rodeo de su
corte de malignas criaturas.
Había ordenado fabricar un gran estrado,
donde coloco un sillón, parecido a un trono, en el que se sentó con gran
majestad. Y se dispuso a dar comienzo a la gran ceremonia de su venganza.
Para ello hizo traer a su presencia
encadenados, a su nuera, la
Princesa Durmiente , y a sus nietos Aurora y Día. Tras ellos,
igualmente encadenados, aparecieron el pobre Rago, su mujer Erina y sus tres
hijitos. Incluso mando apresar al perrito Nicolás, que no entendía gran cosa
del asunto, y meneaba el rabito como si se tratara de una fiesta.
Pero nadie había visto a Silo, ni nadie
había podido encadenarlo, y esta ausencia del que ella había creído su mas fiel
servidor hacía rechinar de rabia y odio los dientes de Selva, y corroía aun mas
su corazón. Se levantó de su asiento, y su gran estatura pareció oscurecer el
brillo de aquel día tan hermoso.
—¿veis esa gran olla hirviendo, llena de víboras, culebras
y serpientes al rojo vivo...? Pues a ella seréis arrojados, uno a uno, para
castigar vuestra traición. Y, a fin de que sufráis mas aun, primero veréis dar
alaridos de dolor y perecer en ella a vuestros hijos... para seguirles poco mas
tarde vosotros mismos, en la misma muerte.
Hasta los peores soldados de la Reina Madre —que recluto entre
los asesinos y malhechores más feroces— se estremecieron al oír aquellas
palabras. Los únicos que se regocijaban, reían, daban palmadas y saltitos eran
las abominables criaturas que formaban su corte. Desde luego, no pertenecían a
la especie humana, y no conocían sentimientos humanos ni cosa que se le
pareciese.
Entretanto, lejos ya de allí, Silo galopaba
sobre su caballo. Cruzó valles y barrancos, y al fin de su larga carrera consiguió
llegar a las tierras de Zozogrino. Precisamente en aquel momento este y el
Príncipe Azul habían llegado a un buen acuerdo, que traería la paz a los dos
reinos. «Se acabaron las guerras, se acabaron los odios», decían. Por lo menos,
eso decían y seguramente deseaban.
Zozogrino, cuya fama era tan terrible en
tierras del Rey Abundio, resulto ser un hombre que ansiaba tanto la paz como el
Príncipe Azul. De modo que las cosas se habían solucionado sin batallas
sangrientas, aunque, eso si, con muchas reuniones y banquetes, hasta llegar al
acuerdo final. Uno cedía por aquí, el otro cedía por allá, y al fin se dieron
el gran abrazo de la concordia.
Fue entonces cuando se presento Silo y,
aunque fue necesario traer a un niño dormido para entender su lengua, contó a
su Señor las cosas que habían ocurrido en el reino durante su ausencia.
De modo que el Príncipe Azul se puso en
marcha, sin tardanza, hacia su castillo, y llego en el preciso, esperado y
necesario momento. Ardía ya la leña, hervían las serpientes y las víboras vivas
en el fondo de la olla, siniestras aves planeaban sobre el patio de armas en
lentos círculos negros, y lanzaban lúgubres y largos gritos, que no anunciaban
nada bueno, sobre las cabezas de los que allí se habían reunido para presenciar
la terrible sentencia de la Reina
Selva.
El primer destinado a tales ferocidades era
el pequeño Día. El niño, aunque pataleando, era conducido al suplicio, cuando
en aquel instante llegaron a ellos, por sobre las almenas, clamores de trompetas
y galopes de caballos. Por fin, por fin regresaba el Príncipe Azul, a la cabeza
de su ejército. Ya era hora.
En cuanto el Príncipe Azul, montado en su
caballo blanco, entro en el patio de armas, rodeado de sus hombres, la Reina Selva comprendió que todo
estaba perdido. Como era orgullosa (y además nada cobarde), detuvo al verdugo
que se disponía a arrojar a su nieto a la caldera y, de un salto prodigioso que
nadie hubiera podido imaginar en una dama de porte tan altivo y mesurado, se
arrojo ella misma dentro.
Al ver aquello, todos sus miserables
sirvientes, amen de súcubos e incubos, que la rodeaban, imitaron su gesto. Y
excusa decir el humo apestoso que invadió el patio de armas, y los gritos de
espanto de todos los demás.
El pueblo, que hasta aquel momento se había
agrupado en torno al castillo, sin saber muy bien lo que pasaba, irrumpió
dentro y se dedicaron a vitorear al Príncipe Azul, a la Princesa , a los príncipes Aurora y
Día y a los infelices Rago, Erina e hijos. Todos fueron liberados de sus
cadenas, y los gritos de alegría y de horror se mezclaron en profusa algarabía,
durante un buen rato, en el patio de armas.
Por supuesto, todo acabo de la mejor manera.
El Príncipe derramó alguna lágrima por el atroz final de la Reina Selva —al fin y al cabo,
era su madre—, pero no le costó mucho consolarse en los brazos de su esposa y
sus hijitos.
En cuanto a Rago y Erina, les concedió
títulos y tierras, y al montero Silo pensaba concederle el titulo de conde,
pero no lograron dar con él. Montado en su veloz caballo, Silo desapareció tal
y como, cierto día, muchos años antes, apareció en el país y entró al servicio
de la Reina Ogresa.
Muy a su pesar, lo cierto es que había contribuido a muchas muertes, y la
conciencia le pesaba. De modo que nunca más se volvió a saber de él.
La leyenda acaba aquí. No hay detalles sobre
lo que fue, en años siguientes, la vida del Príncipe Azul y la Bella Durmiente y sus hijos
Aurora y Día.
Pero debe suponerse que, tal y como suelen
terminar estas historias, fueron todos muy felices. Aunque la Princesa nunca más sería tan
cándida, ni el Príncipe tan Azul, ni los niños tan ignorantes e indefensos.
Buenas tardes me llamo Yeray esta lectura me agrado mucho nunca imagine que la historia de la bella durmiente que todos conocemos tubiera una continuacion, me gusto leerla puesto que es mejor que ver una pelicula, en la lectura tu te vas imaginando lo que vas leyendo. En la parte que dice que fueron de dia de campo empece a imaginarme a todos su sirvientes y el bosque inmenso, aparte nunca imagine que la bella tuviera hijos la historia me resulto muy agradable.
ResponderEliminarSALUDOS!! :)
Muchos no imaginamos la verdadero final de la bella durmiente, Trata sobre lo que susede despues de que el principe despierta a la bella durmiente ,el principe vive muchomas lejos de donde vivia su amada, al enprender el viaje asi su castillo recorren bosques llenos de nomos,adas, troles, La bela durmiente se entera de que esta enbarazada, y le cuenta al principe el cual se emociona y espera llegar lo mas antres posible a su castillo a dar la noticia asus pabres, al asercarse al castillo la bella durmiente se da cuenta que no todo lo que "No todo es lo que aparenta ser " El castillo estabo rodeado de moo plantas venenosa y nose veian el sol ni las montañas ,El pricipe le presento ala Reyna a la Bella durmiente la cual al verla le causo un poco de temor , La bella durmiente da a luz a una linda niña llamada Aurora al poco año que nacio Aurora la bella durmiete dio a luz a un lindo niño llamado Di La reyna quiere que se vallan a vivir a un lugar donde sus nietos crescan en un lugar donde esten rodeados de bosques verdes ,pajaros y la sol del sol
ResponderEliminarSolis Velazquez Angie 3° E
Me parecio super interesante la historia, me gusto demasiado. Como comienza hablando sobre cuando el principe azul y la bella durmiente despierta de aquel hechizo de la bruja, y se van al reino del principe el zozogrino. Poco después la bella duermienta queda embarazada de su hija Aurora, poco después queda igualmente embarazada y nace su hijo al que llamo Día. Antes de que llegaran al reino el principe le presenta a sus padres pero antes hay una historia interesante acerca de su madre que nadie sabía excepto los empleados de aquel castillo. Omitiendo eso.. un día el rey tenía que irse como a una guerra y se despidió de sus hijos y de su esposa. La reina Selva decidió llevarlos a una cabaña lejos de ahi dondé había arboles, pajaros, sol etc. Y se quedaron a vivir ahí mientras el príncipe regresaba de aquel viaje. Cuenta la historia de que cuando nació la Reina selva, sus padres Abundio y Horesta se sorprendieron al saber que nacio con una dentadura y le daban de comer carne cruda.
ResponderEliminarDespués de que la reina Selva, la bella durmiente y sus hijos pasaran unos cuantos días en aquella casa, el cocinero llamado Rago que erá un montero y su esposa Erina se encargaban de la cocina y un día la Reina Selva pidió primero que hicieran un festín con el cuerpo de Día, sin que nadie se diera cuenta y si no lo hacía le haría algo a la familia de Rago. El acepto pero en vez de darle a Día consiguió un animal para sustituirlo y hacerle creer que erá Día, y lo mismo pasó... la Reina no quedaba satisfecha y pidió matar a Aurora y hacerla de nuevo un festín sustituyendola por un borreguito. Pero Rago tenía un plan para que la reina Selva no se dierá cuenta de que no erán ellos lo que ella realmente estaba comiendo decidió llevar aquellos niños con su hermanor mayor Berro quién estuvo dispuesto a esconder a los niños y por último la reina mandó matar a la bella durmiente para comersela de igual forma. La bella duermienta,Día y Aurora volvieron a verse aquel día escondidos en la casa de Berro.
Realmente la reina Selva era una bruja como fué su madre Horesta.
Después de un tiempo la reina ardía ya la leña, hervían las serpientes y las víboras vivas en el fondo de la olla, llegó el príncipe justo ahi quien iba a empezar con Día.
El principe interrumpió todo y todo acabó de mejor manera.
Comentario: Me gusto mucho la historia (: está muy interesante!
Lorena Martínez Cordero
3° "E"