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jueves, 14 de noviembre de 2013
El vampiro del metro Mario Méndez Acosta
Lean y de forma breve comenten lo que les aporto dicha lectura
El vampiro del Metro ¡No se duerma en el metro! Mario Méndez Acosta Hay cosas en la vida, y eso incluye a esta Ciudad de México, que más vale que nunca averigüemos. La ignorancia nos permite dormir con placidez en la noche, y concentrarnos en nuestros respectivos trabajos. Por ejemplo: ¿se ha preguntado usted qué les sucede a las personas que se quedan dormidas en el Metro, cuando éste llega a la terminal de una línea, lo que causa que no escuchen la advertencia que les pide abandonar el vagón y sigan adelante en el mismo, adentrándose en un profundo túnel oscuro que aparentemente no lleva a ninguna parte? La verdad es que esa es una de las cosas que en realidad no nos conviene averiguar, si es que queremos mantener la ilusión de que vivimos en un universo racional. Sin embargo, no está de más tomar algunas precauciones sencillas, que bien pueden evitarnos experiencias en verdad lamentables. Una de ellas es la de no dormirnos nunca en el Metro; en especial, después de la puesta del sol. Para Arturo Marquina, periodista ya no tan joven, y autor ocasional de relatos de ficción científica, cuentos de horror y novelitas policíacas nunca publicadas, ese descuido le produjo un extraño desarreglo que sus amigos califican casi de locura. Se niega Arturo, quien es una persona sensata, racional y de buen humor, a acercarse siquiera a las entradas del Metro. Se niega también a pasar por encima de las ventilas o registros del sistema de transporte colectivo de esta capital. En eso puede ponerse hasta agresivo y desagradable. Marquina se niega a hablar de esa extraña fobia que lo aqueja. Siempre logra desviar la conversación cuando se le interroga al respecto. Sólo una vez, en una cantina de Bucareli, después de varias horas de consumo y animada conversación, llegó un momento en que se puso serio e hizo una advertencia a uno de los amigos, que le dijo que utilizaba el Metro cotidianamente, y en especial a muy altas horas de la noche. “¿Llegas a alguna terminal a esas horas?”, preguntó Arturo. Ante la respuesta afirmativa, nuestro amigo abandonó su discreción. “¿Tú has sabido qué le ocurre a las personas que se quedan dormidas en los vagones que siguen avanzando después de la última estación?”. –“La verdad, no”- repuso el compañero. “Yo sí lo sé”, continuó Arturo. “Esto que te voy a contar no es un cuento, te pido que me lo creas, por tu bien. Nunca lo repetiré ante ustedes”. “Fue hace justo un año. Serían cerca de las once de la noche y salía yo del trabajo después de un día durísimo. Tomé el Metro en la estación Hidalgo, y me dirigí hacia Tacuba. Ahí transbordé hacia Barranca del Muerto. Ya a esa hora, el Metro va casi vacío. Cerca de Tacubaya me quedé dormido. El tren llegó sin duda a la terminal, sin que yo despertara. No oí la distorsionada voz de advertencia que sale del sistema de sonido, ni el insistente pitido del silbato electrónico que anuncia las paradas. Unos segundos después, cuando ya el vagón se dirigía hacia el inquietante túnel que continúa el trayecto, alcancé a ver el letrero y la insignia de mi estación de destino, la cual quedaba atrás. Con preocupación y fastidio, pude ver que no iba sólo. Unos asientos más adelante iba un tipo viejo y desastrado, en evidente estado de ebriedad, que seguía dormido y cabeceaba con cierto ritmo. Pensé que quizá el tren cambiaría de vía y regresaría por el mismo trayecto en unos momentos más. Pero no fue así. “El vagón siguió adelante, se desvió hacia la derecha y después de avanzar varias decenas de metros, hizo alto en un lugar totalmente oscuro. El motor se detuvo, y lo mismo la ventilación. El silencio más absoluto cayó sobre nosotros. Fue entonces cuando las luces se apagaron. Ahí empecé a sentir algo de miedo. Había un poco de claridad, proveniente de la parte posterior del túnel. Por fortuna traía mi linterna de bolsillo, y además ésta tenía pilas. Me paré y me dirigí a mi aún dormido compañero de tribulación. Me acerqué a él y lo sacudí por el hombro. Me preguntó qué pasaba y rápidamente le expliqué nuestra situación. Respondió con una imprecación y puso su rostro contra la ventana para tratar de ver dónde nos hallábamos. Me di cuenta que este vagón se quedaría ahí toda la noche, por lo que me dispuse a tratar de forzar una de las puertas. Era inútil, me convencí que sólo saltando a través de una de las ventanas podríamos salir del carro. Fue entonces cuando oí un ruido en el techo. Algo cayó encima del vagón y recorría el techo. De pronto, se escuchó otro ruido en el extremo opuesto del carro. Dirigí el haz de mi linterna y pude ver una sombra que caía al suelo después de haber entrado por la ventana. “¡Vaya, al fin!... ¡Oiga, necesitamos que nos ayude a salir!” No hubo respuesta. El borracho fue más directo. Avanzó hacia el intruso y lo tomó por las ropas. “¡Sáquenos de aquí! ¡Esto es un atropello, malditos burócratas!”. El extraño no respondió, sólo levantó una mano. “A la luz de mi linterna pude ver que era blanca como la harina, delgada y fibrosa, y con unas larguísimas uñas que semejaban garras. Como un rayo, esa mano rasgó la garganta del pobre vagabundo. Fue entonces cuando vi el rostro del ser que tenía enfrente. Pálido, calvo, con enormes ojos amarillos, orejas largas, una nariz grotescamente respingada con dos protuberancias carnosas en la punta. Vi como abrió la boca llena de dispares y puntiagudos dientes, que pronto recibió el borbotón de sangre que salía del desafortunado pasajero. Fue en esos momentos cuando recibieron mis narices la patada del nauseabundo olor que despedía esa criatura. El espectáculo y el olor me hicieron de inmediato vomitar. En medio de las arcas de la basca, escuché otro ruido metálico detrás de mí. ¡Alguien más entraba al vagón por otra ventana! No esperé un segundo más. Me lancé hacia el primer intruso, que aún se cebaba en su víctima, y derribándolos a ambos llegué a la ventana por donde había penetrado el primer monstruo. Escuché un forcejeo detrás de mí, con el que sin duda el invisible perseguidor se abría paso también entre la pareja víctima-victimario que se interponía entre nosotros. Salté fuera del vagón y logré caer en el suelo sin dislocarme siquiera un tobillo. Emprendí la huída, como un poseso, hacia el extremo iluminado del túnel. Detrás de mí se dejaba oír un jadeo que acompañaba rítmicamente a un penetrante chillido. “La luz aumentaba poco a poco. Sentía que mi perseguidor rápidamente iba descontando ventaja. Decidí voltear la cabeza... y quizá eso sea lo que más me ha desgraciado la vida de toda esa experiencia. Vi a un ser similar al que había despedazado al pobre ebrio en el vagón, nada más que éste mostraba una regocijada sonrisa idiota. En la penumbra del túnel veía su tez, amarillo limón, y su larga frente con que se relamía con anticipación. Por fortuna, de frente llegaba otro tren de vagones del Metro. Salté a su paso y alcancé la parte central del túnel. Mi perseguidor no quiso hacer lo propio. Recorrí los últimos metros que me separaban ya de la iluminada estación. Al llegar a ella, subí al andén. Justo a tiempo. Unos metros atrás la criatura, que se había desplazado por el techo del túnel, asida de sus largas garras, tanto de manos como de pies, cayó detrás de mí y alcanzó a lanzarme un zarpazo a la pantorrilla”. Arturo nos mostró una cicatriz, que aún dejaba ver las huellas de una prolongada infección que apenas había sido dominada. “Ya en el andén, emprendí la carrera hacia la calle. No me detuve hasta llegar a mi departamento, donde atranqué la puerta y me refugié en un garrafón de mezcal. “Me expliqué por qué en los talleres del Metro se trapea y se friega con tanto esmero el piso de los vagones todas las mañanas. ¡No se duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no volver a dormir nunca más con tranquilidad”.
El vampiro del Metro ¡No se duerma en el metro! Mario Méndez Acosta Hay cosas en la vida, y eso incluye a esta Ciudad de México, que más vale que nunca averigüemos. La ignorancia nos permite dormir con placidez en la noche, y concentrarnos en nuestros respectivos trabajos. Por ejemplo: ¿se ha preguntado usted qué les sucede a las personas que se quedan dormidas en el Metro, cuando éste llega a la terminal de una línea, lo que causa que no escuchen la advertencia que les pide abandonar el vagón y sigan adelante en el mismo, adentrándose en un profundo túnel oscuro que aparentemente no lleva a ninguna parte? La verdad es que esa es una de las cosas que en realidad no nos conviene averiguar, si es que queremos mantener la ilusión de que vivimos en un universo racional. Sin embargo, no está de más tomar algunas precauciones sencillas, que bien pueden evitarnos experiencias en verdad lamentables. Una de ellas es la de no dormirnos nunca en el Metro; en especial, después de la puesta del sol. Para Arturo Marquina, periodista ya no tan joven, y autor ocasional de relatos de ficción científica, cuentos de horror y novelitas policíacas nunca publicadas, ese descuido le produjo un extraño desarreglo que sus amigos califican casi de locura. Se niega Arturo, quien es una persona sensata, racional y de buen humor, a acercarse siquiera a las entradas del Metro. Se niega también a pasar por encima de las ventilas o registros del sistema de transporte colectivo de esta capital. En eso puede ponerse hasta agresivo y desagradable. Marquina se niega a hablar de esa extraña fobia que lo aqueja. Siempre logra desviar la conversación cuando se le interroga al respecto. Sólo una vez, en una cantina de Bucareli, después de varias horas de consumo y animada conversación, llegó un momento en que se puso serio e hizo una advertencia a uno de los amigos, que le dijo que utilizaba el Metro cotidianamente, y en especial a muy altas horas de la noche. “¿Llegas a alguna terminal a esas horas?”, preguntó Arturo. Ante la respuesta afirmativa, nuestro amigo abandonó su discreción. “¿Tú has sabido qué le ocurre a las personas que se quedan dormidas en los vagones que siguen avanzando después de la última estación?”. –“La verdad, no”- repuso el compañero. “Yo sí lo sé”, continuó Arturo. “Esto que te voy a contar no es un cuento, te pido que me lo creas, por tu bien. Nunca lo repetiré ante ustedes”. “Fue hace justo un año. Serían cerca de las once de la noche y salía yo del trabajo después de un día durísimo. Tomé el Metro en la estación Hidalgo, y me dirigí hacia Tacuba. Ahí transbordé hacia Barranca del Muerto. Ya a esa hora, el Metro va casi vacío. Cerca de Tacubaya me quedé dormido. El tren llegó sin duda a la terminal, sin que yo despertara. No oí la distorsionada voz de advertencia que sale del sistema de sonido, ni el insistente pitido del silbato electrónico que anuncia las paradas. Unos segundos después, cuando ya el vagón se dirigía hacia el inquietante túnel que continúa el trayecto, alcancé a ver el letrero y la insignia de mi estación de destino, la cual quedaba atrás. Con preocupación y fastidio, pude ver que no iba sólo. Unos asientos más adelante iba un tipo viejo y desastrado, en evidente estado de ebriedad, que seguía dormido y cabeceaba con cierto ritmo. Pensé que quizá el tren cambiaría de vía y regresaría por el mismo trayecto en unos momentos más. Pero no fue así. “El vagón siguió adelante, se desvió hacia la derecha y después de avanzar varias decenas de metros, hizo alto en un lugar totalmente oscuro. El motor se detuvo, y lo mismo la ventilación. El silencio más absoluto cayó sobre nosotros. Fue entonces cuando las luces se apagaron. Ahí empecé a sentir algo de miedo. Había un poco de claridad, proveniente de la parte posterior del túnel. Por fortuna traía mi linterna de bolsillo, y además ésta tenía pilas. Me paré y me dirigí a mi aún dormido compañero de tribulación. Me acerqué a él y lo sacudí por el hombro. Me preguntó qué pasaba y rápidamente le expliqué nuestra situación. Respondió con una imprecación y puso su rostro contra la ventana para tratar de ver dónde nos hallábamos. Me di cuenta que este vagón se quedaría ahí toda la noche, por lo que me dispuse a tratar de forzar una de las puertas. Era inútil, me convencí que sólo saltando a través de una de las ventanas podríamos salir del carro. Fue entonces cuando oí un ruido en el techo. Algo cayó encima del vagón y recorría el techo. De pronto, se escuchó otro ruido en el extremo opuesto del carro. Dirigí el haz de mi linterna y pude ver una sombra que caía al suelo después de haber entrado por la ventana. “¡Vaya, al fin!... ¡Oiga, necesitamos que nos ayude a salir!” No hubo respuesta. El borracho fue más directo. Avanzó hacia el intruso y lo tomó por las ropas. “¡Sáquenos de aquí! ¡Esto es un atropello, malditos burócratas!”. El extraño no respondió, sólo levantó una mano. “A la luz de mi linterna pude ver que era blanca como la harina, delgada y fibrosa, y con unas larguísimas uñas que semejaban garras. Como un rayo, esa mano rasgó la garganta del pobre vagabundo. Fue entonces cuando vi el rostro del ser que tenía enfrente. Pálido, calvo, con enormes ojos amarillos, orejas largas, una nariz grotescamente respingada con dos protuberancias carnosas en la punta. Vi como abrió la boca llena de dispares y puntiagudos dientes, que pronto recibió el borbotón de sangre que salía del desafortunado pasajero. Fue en esos momentos cuando recibieron mis narices la patada del nauseabundo olor que despedía esa criatura. El espectáculo y el olor me hicieron de inmediato vomitar. En medio de las arcas de la basca, escuché otro ruido metálico detrás de mí. ¡Alguien más entraba al vagón por otra ventana! No esperé un segundo más. Me lancé hacia el primer intruso, que aún se cebaba en su víctima, y derribándolos a ambos llegué a la ventana por donde había penetrado el primer monstruo. Escuché un forcejeo detrás de mí, con el que sin duda el invisible perseguidor se abría paso también entre la pareja víctima-victimario que se interponía entre nosotros. Salté fuera del vagón y logré caer en el suelo sin dislocarme siquiera un tobillo. Emprendí la huída, como un poseso, hacia el extremo iluminado del túnel. Detrás de mí se dejaba oír un jadeo que acompañaba rítmicamente a un penetrante chillido. “La luz aumentaba poco a poco. Sentía que mi perseguidor rápidamente iba descontando ventaja. Decidí voltear la cabeza... y quizá eso sea lo que más me ha desgraciado la vida de toda esa experiencia. Vi a un ser similar al que había despedazado al pobre ebrio en el vagón, nada más que éste mostraba una regocijada sonrisa idiota. En la penumbra del túnel veía su tez, amarillo limón, y su larga frente con que se relamía con anticipación. Por fortuna, de frente llegaba otro tren de vagones del Metro. Salté a su paso y alcancé la parte central del túnel. Mi perseguidor no quiso hacer lo propio. Recorrí los últimos metros que me separaban ya de la iluminada estación. Al llegar a ella, subí al andén. Justo a tiempo. Unos metros atrás la criatura, que se había desplazado por el techo del túnel, asida de sus largas garras, tanto de manos como de pies, cayó detrás de mí y alcanzó a lanzarme un zarpazo a la pantorrilla”. Arturo nos mostró una cicatriz, que aún dejaba ver las huellas de una prolongada infección que apenas había sido dominada. “Ya en el andén, emprendí la carrera hacia la calle. No me detuve hasta llegar a mi departamento, donde atranqué la puerta y me refugié en un garrafón de mezcal. “Me expliqué por qué en los talleres del Metro se trapea y se friega con tanto esmero el piso de los vagones todas las mañanas. ¡No se duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no volver a dormir nunca más con tranquilidad”.
La Fiesta de las balas de Martín Luis Guzmán
Lee con detenimiento la siguiente lectura y comenta en base de lo que entendiste de la misma y el contexto histórico de la misma, que la disfrutes.
LA FIESTA DE LAS BALAS de MARTÍN LUIS GUZMÁN Del libro “El Águila y la Serpiente”
Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba en Ciudad Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo a la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta exactitud, o las que traían ya, con el toque de la exaltación poética, la revelación tangible de las esencias. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a mis ojos, eran más dignas de hacer Historia. Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban infinitamente uno en otro— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de su jefe? Verlo así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad y conservar después la huella de eso para siempre. Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte, los voluntarios orozquistas a quienes llamaban “colorados”; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba generoso con los del segundo. A los “colorados” se les pasaría por las armas antes de que oscureciera; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a su casa mediante la promesa de no volver a hacer armas contra la causa constitucionalista. Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó, desde luego, la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de Villa, o de su “jefe”, según él decía. Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido objeto de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Cabalgó en su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, sucio por el polvo de la batalla, rozaba el borde del sarape gris. Iba al paso. El viento le daba de lleno en la cara, mas él no trataba de evitarlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues del embozo. 1
Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro estaba contento: lo embargaba el placer de la victoria —de la victoria, en que nunca creía hasta no consumarse la derrota completa del enemigo—, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores de incendio. Llegó al corral donde tenía encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros “colorados” condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Por su aspecto, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor guerrero —y en su valor— y sintió una rara pulsación, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo, la palma de esa mano fue a posarse en las cachas de la pistola. “Batalla, ésta”, pensó. Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate—, y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero se apartaba del grupo, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de los prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno de ellos. Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos, sin soltar la rienda, hasta una de las cercas. Pasó la rienda, para dejar sujeto el caballo, por entre la juntura de dos tablas. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros. Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones estrechos. Del ocupado por los prisioneros, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio. En seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, prestigioso, y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándose por el cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. A través de las cercas, los prisioneros lo veían desde lejos, vuelto de espaldas hacia ellos. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban: el cuero de las mitasas brillaba en la luz de la tarde. A unos cien metros, por la parte de fuera de los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El oficial cabalgó hasta el punto de la cerca más próxima a Fierro. Éste caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entenderlo mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y el oficial, seguro de las órdenes, partió al galope hacia el corral de los prisioneros. 2
Entonces tornó Fierro al centro del corral, atento otra vez al estudio de la disposición de las cercas y demás detalles. Aquel corral era el más amplio de los tres, y, según parecía, el primero en orden —el primero con relación al pueblo. Tenía, en dos de sus lados, sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato. Y el lado último, en fin, no era una simple cerca de tablas, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre el cobertizo y la cerca del corral inmediato venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban dos palos toscos, terminados en horqueta, sobre los cuales se atravesaba un tercero, del que pendía una garrucha con cadena, que sonaba también movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas un pájaro, grande, inmóvil, blanquecino, se confundía con las puntas torcidas del palo seco. Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la figura quieta del pájaro, y como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco, el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la tarde— y cayó el pájaro al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda. En aquel momento un soldado saltó, escalando la cerca, dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios segundos para erguirse de nuevo. Al fin lo hizo y caminó hacia donde su amo estaba. Fierro le preguntó sin volver la cara: —¿Qué hubo con ésos? Si no vienen luego va a faltar tiempo. —Parece que ya vienen ay —contestó el asistente. —Entonces, tú ponte ahí de una vez. A ver, ¿qué pistola traes? —La que usted me dio, mi jefe. La “mitigüeson”. —Dácala, pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros tienes? —Unas quince docenas con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no. —¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga... —No, mi jefe. —No mi jefe ¿qué? —Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque. —Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que voy a decirte: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los “colorados”, te acuesto con ellos. —¡Ah, qué mi jefe! —Como lo oyes. 3
El asistente extendió su frazada sobre la tierra y vació allí las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer, uno a uno, los tiros que traía en las cananas de la cintura. Tan de prisa quería hacerlo que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso; los dedos se le embrollaban. —¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí. Mientras tanto, tras de la cerca que daba al corral inmediato fueron apareciendo soldados de los de la escolta. Montados a caballo, medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes. Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del corral: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos. El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo, y dijo: —Ya tengo listos los diez primeros. ¿Te los suelto? Respondió Fierro: —Sí; pero antes avísales de lo que se trata; en cuanto asomen por la puerta, yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala. Volvióse el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo atento, fijos los ojos en el espacio estrecho por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado bastante próximo a la cerca divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los “colorados” que todavía estuviesen del lado de allá: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubriesen, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro, el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando. En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio, a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Gritaban los soldados de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían los gritos en la punta de un latigazo. De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio, un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas. —¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usted p’allá, traidor! Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los “colorados” se acentuó; pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos. Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza: —¡Ándeles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador! Ellos brincaban como cabras. 4
El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia —loca carrera que a ellos les parecía como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo —en menos de diez segundos Fierro disparó ocho veces—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que por un extraño capricho separaban en ese momento la región de la vida de la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de vida; los soldados, desde su sitio, tiraron sobre ellos para rematarlos. Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su asistente— se turnaban en la mano homicida con ritmo perfecto. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después en la frazada del asistente. Este hacía saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba al dejar caer otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían. Toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía en las manos, y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones ocupaban todo lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en los orificios; del cilindro; el contacto de la epidermis lisa y cálida del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su “jefe” se entregaba al deleite de hacer blanco. El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde luchaban como temas reales la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir— duró cerca de dos horas. Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos movibles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía. Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer heridos por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda de tierra; pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas. Hubo un momento en que la ejecución en masa se envolvió en un clamor tumultuoso donde descollaban los chasquidos secos de los disparos opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y morían al cabo; de otro, los que se defendían del empuje de los jinetes y hacían por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y otros se sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las cercas. Éstos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde advertían el menor indicio de vida. 5
El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los doce salieron al corral de la muerte atrepellándose entre sí, procurando cada uno cubrirse con el cuerpo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la horrible carrera. Para avanzar hacían corcovas sobre los cadáveres hacinados; pero la bala no erraba por eso: con precisión siniestra, iba tocando uno tras otro y los dejaba a medio camino de la tapia —abiertos brazos y piernas— abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Uno de ellos, sin embargo, el último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla... El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral inmediato para ver al fugitivo... Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura medio en sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el cuerpo al correr que por momentos se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo... Un soldado apuntó: —Se ve mal... —dijo, y disparó. La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera... Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, lo tuvo largo tiempo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente. Lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así estuvo, durante buen espacio de tiempo, entregado todo él a la dulzura de un suave masaje. Por fin se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había desembarazado desde los preliminares de la ejecución; se lo echó sobre los hombros, y caminó para acogerse al socaire del pesebre. Sin embargo, a los pocos pasos se detuvo y dijo al asistente: —Así que acabes, tráete los caballos. Y siguió andando. El asistente juntaba los casquillos quemados. En el corral contiguo los soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo. Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar con paso tardo, y así fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, y de allá regresó a poco trayendo de la brida los caballos —el de su amo y el suyo—, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña. Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba con la oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento. —Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; no aguanto el cansancio. —¿Aquí en este corral, mi jefe? ¿Aquí...? —Sí, aquí. ¿Por qué no? Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de almohada. Y minutos después de tenderse Fierro en ellas, Fierro se quedó dormido. 6
El asistente encendió su linterna y dispuso lo necesario para que los caballos pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada y se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se incorporó de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja... Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los objetos —con todos, menos con los montones de cadáveres. Éstos se levantaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles. El azul plata de la noche se derramaba sobre los cadáveres como la más pura luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda, pero clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar: —Ay... Ay... Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de nuevo: —Ay... Ay... Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos hacinados en el corral seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero la voz tornó: —Ay... Ay... Ay... Y este último ay llegó hasta el sitio donde el asistente de Fierro dormía e hizo que su conciencia pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros; y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma... —Ay... Por favor... Fierro se agitó en su cama... —Por favor..., agua... Fierro despertó y prestó oído... —Por favor..., agua... Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente. —¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua. —¿Mi jefe? —¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir! —¿Un tiro a quién, mi jefe? —A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes? —Agua, por favor —repetía la voz. El asistente tomó la pistola de debajo de la montura, y empuñándola, se levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno como mareo del alma le embargaba. A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz. La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre dormía Fierro 7
LA FIESTA DE LAS BALAS de MARTÍN LUIS GUZMÁN Del libro “El Águila y la Serpiente”
Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba en Ciudad Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo a la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta exactitud, o las que traían ya, con el toque de la exaltación poética, la revelación tangible de las esencias. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a mis ojos, eran más dignas de hacer Historia. Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban infinitamente uno en otro— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de su jefe? Verlo así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad y conservar después la huella de eso para siempre. Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte, los voluntarios orozquistas a quienes llamaban “colorados”; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba generoso con los del segundo. A los “colorados” se les pasaría por las armas antes de que oscureciera; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a su casa mediante la promesa de no volver a hacer armas contra la causa constitucionalista. Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó, desde luego, la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de Villa, o de su “jefe”, según él decía. Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido objeto de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Cabalgó en su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, sucio por el polvo de la batalla, rozaba el borde del sarape gris. Iba al paso. El viento le daba de lleno en la cara, mas él no trataba de evitarlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues del embozo. 1
Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro estaba contento: lo embargaba el placer de la victoria —de la victoria, en que nunca creía hasta no consumarse la derrota completa del enemigo—, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores de incendio. Llegó al corral donde tenía encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros “colorados” condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Por su aspecto, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor guerrero —y en su valor— y sintió una rara pulsación, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo, la palma de esa mano fue a posarse en las cachas de la pistola. “Batalla, ésta”, pensó. Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate—, y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero se apartaba del grupo, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de los prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno de ellos. Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos, sin soltar la rienda, hasta una de las cercas. Pasó la rienda, para dejar sujeto el caballo, por entre la juntura de dos tablas. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros. Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones estrechos. Del ocupado por los prisioneros, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio. En seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, prestigioso, y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándose por el cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. A través de las cercas, los prisioneros lo veían desde lejos, vuelto de espaldas hacia ellos. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban: el cuero de las mitasas brillaba en la luz de la tarde. A unos cien metros, por la parte de fuera de los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El oficial cabalgó hasta el punto de la cerca más próxima a Fierro. Éste caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entenderlo mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y el oficial, seguro de las órdenes, partió al galope hacia el corral de los prisioneros. 2
Entonces tornó Fierro al centro del corral, atento otra vez al estudio de la disposición de las cercas y demás detalles. Aquel corral era el más amplio de los tres, y, según parecía, el primero en orden —el primero con relación al pueblo. Tenía, en dos de sus lados, sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato. Y el lado último, en fin, no era una simple cerca de tablas, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre el cobertizo y la cerca del corral inmediato venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban dos palos toscos, terminados en horqueta, sobre los cuales se atravesaba un tercero, del que pendía una garrucha con cadena, que sonaba también movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas un pájaro, grande, inmóvil, blanquecino, se confundía con las puntas torcidas del palo seco. Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la figura quieta del pájaro, y como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco, el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la tarde— y cayó el pájaro al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda. En aquel momento un soldado saltó, escalando la cerca, dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios segundos para erguirse de nuevo. Al fin lo hizo y caminó hacia donde su amo estaba. Fierro le preguntó sin volver la cara: —¿Qué hubo con ésos? Si no vienen luego va a faltar tiempo. —Parece que ya vienen ay —contestó el asistente. —Entonces, tú ponte ahí de una vez. A ver, ¿qué pistola traes? —La que usted me dio, mi jefe. La “mitigüeson”. —Dácala, pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros tienes? —Unas quince docenas con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no. —¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga... —No, mi jefe. —No mi jefe ¿qué? —Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque. —Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que voy a decirte: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los “colorados”, te acuesto con ellos. —¡Ah, qué mi jefe! —Como lo oyes. 3
El asistente extendió su frazada sobre la tierra y vació allí las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer, uno a uno, los tiros que traía en las cananas de la cintura. Tan de prisa quería hacerlo que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso; los dedos se le embrollaban. —¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí. Mientras tanto, tras de la cerca que daba al corral inmediato fueron apareciendo soldados de los de la escolta. Montados a caballo, medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes. Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del corral: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos. El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo, y dijo: —Ya tengo listos los diez primeros. ¿Te los suelto? Respondió Fierro: —Sí; pero antes avísales de lo que se trata; en cuanto asomen por la puerta, yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala. Volvióse el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo atento, fijos los ojos en el espacio estrecho por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado bastante próximo a la cerca divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los “colorados” que todavía estuviesen del lado de allá: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubriesen, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro, el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando. En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio, a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Gritaban los soldados de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían los gritos en la punta de un latigazo. De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio, un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas. —¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usted p’allá, traidor! Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los “colorados” se acentuó; pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos. Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza: —¡Ándeles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador! Ellos brincaban como cabras. 4
El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia —loca carrera que a ellos les parecía como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo —en menos de diez segundos Fierro disparó ocho veces—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que por un extraño capricho separaban en ese momento la región de la vida de la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de vida; los soldados, desde su sitio, tiraron sobre ellos para rematarlos. Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su asistente— se turnaban en la mano homicida con ritmo perfecto. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después en la frazada del asistente. Este hacía saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba al dejar caer otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían. Toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía en las manos, y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones ocupaban todo lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en los orificios; del cilindro; el contacto de la epidermis lisa y cálida del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su “jefe” se entregaba al deleite de hacer blanco. El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde luchaban como temas reales la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir— duró cerca de dos horas. Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos movibles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía. Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer heridos por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda de tierra; pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas. Hubo un momento en que la ejecución en masa se envolvió en un clamor tumultuoso donde descollaban los chasquidos secos de los disparos opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y morían al cabo; de otro, los que se defendían del empuje de los jinetes y hacían por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y otros se sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las cercas. Éstos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde advertían el menor indicio de vida. 5
El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los doce salieron al corral de la muerte atrepellándose entre sí, procurando cada uno cubrirse con el cuerpo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la horrible carrera. Para avanzar hacían corcovas sobre los cadáveres hacinados; pero la bala no erraba por eso: con precisión siniestra, iba tocando uno tras otro y los dejaba a medio camino de la tapia —abiertos brazos y piernas— abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Uno de ellos, sin embargo, el último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla... El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral inmediato para ver al fugitivo... Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura medio en sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el cuerpo al correr que por momentos se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo... Un soldado apuntó: —Se ve mal... —dijo, y disparó. La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera... Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, lo tuvo largo tiempo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente. Lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así estuvo, durante buen espacio de tiempo, entregado todo él a la dulzura de un suave masaje. Por fin se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había desembarazado desde los preliminares de la ejecución; se lo echó sobre los hombros, y caminó para acogerse al socaire del pesebre. Sin embargo, a los pocos pasos se detuvo y dijo al asistente: —Así que acabes, tráete los caballos. Y siguió andando. El asistente juntaba los casquillos quemados. En el corral contiguo los soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo. Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar con paso tardo, y así fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, y de allá regresó a poco trayendo de la brida los caballos —el de su amo y el suyo—, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña. Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba con la oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento. —Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; no aguanto el cansancio. —¿Aquí en este corral, mi jefe? ¿Aquí...? —Sí, aquí. ¿Por qué no? Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de almohada. Y minutos después de tenderse Fierro en ellas, Fierro se quedó dormido. 6
El asistente encendió su linterna y dispuso lo necesario para que los caballos pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada y se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se incorporó de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja... Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los objetos —con todos, menos con los montones de cadáveres. Éstos se levantaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles. El azul plata de la noche se derramaba sobre los cadáveres como la más pura luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda, pero clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar: —Ay... Ay... Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de nuevo: —Ay... Ay... Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos hacinados en el corral seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero la voz tornó: —Ay... Ay... Ay... Y este último ay llegó hasta el sitio donde el asistente de Fierro dormía e hizo que su conciencia pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros; y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma... —Ay... Por favor... Fierro se agitó en su cama... —Por favor..., agua... Fierro despertó y prestó oído... —Por favor..., agua... Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente. —¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua. —¿Mi jefe? —¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir! —¿Un tiro a quién, mi jefe? —A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes? —Agua, por favor —repetía la voz. El asistente tomó la pistola de debajo de la montura, y empuñándola, se levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno como mareo del alma le embargaba. A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz. La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre dormía Fierro 7
La miel silvestre Horacio Quiroga
La miel silvestre
Horacio Quiroga
Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados también en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla.
La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.
Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot.
Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.
—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido.
—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.
—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco singular.
Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.
—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.
—¿Qué hay, qué hay?—preguntó echándose al suelo.
—Nada... Cuidado con los pies... La corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una mordedura.
—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.
Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose, en cambio, de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —exacta por lo demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel...
Pero entre él —Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de un momento de descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!
En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué perfume, en cambio!
Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.
—Qué curioso mareo... —pensó el contador. Y lo peor es...
Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manes le hormigueaban.
—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas... La corrección —concluyó.
Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.
—¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.
—¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la mano!...
En su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
—¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a lo por que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.
Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el saber de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir Benincasa.
Pesadilla a 20 000 pies de altura de Richard Matheson
NIGHTMARE AT 20.000 FEET
Alone by Night (Michael & Don Congdon. ed.) Ballantine, Nueva York, 1962.
PESADILLA A 20.000 PIES
DE ALTURA
Richard Matheson
—Los cinturones, por favor —dijo animadamente la azafata al pasar a su lado.
Casi al mismo tiempo que lo dijo, el rótulo sobre el arco de la entrada que comunicaba con, el compartimiento delantero se iluminó
—ABRÓCHENSE LOS CINTURONES— con su correspondiente advertencia inferior: NO FUMAR. Wilson tomó una bocanada profunda y la exhaló a borbotones, y luego espachurró el cigarrillo sobre el cenicero del reposabrazos con un gesto irritado, como si estuviera dando puñaladas.
Fuera, uno de los motores tosió monstruosamente, vomitando una nube de vapores que se fragmentó en la atmósfera nocturna. El fuselaje empezó a temblar y Wilson, echando un vistazo por la ventana, vio la emisión de llamas surgiendo de la barquilla del motor. El segundo motor tosió, luego rugió, su turbina convertida instantáneamente en un borrón de revoluciones. Con tensa docilidad, Wilson se abrochó el cinturón sobre el regazo.
Ya estaban funcionando todos los motores, y la cabeza de Wilson palpitaba al unísono con el fuselaje. Permaneció muy rígido, mirando el asiento que tenía delante, mientras el avión DC-7 rodaba sobre la plata forma de estacionamiento, calentando la noche con el atronador estallido de sus escapes.
Cuyo resultado neto no añadiría ni una pizca de sentido a la historia de la humanidad. Era todo tan condenadamente.
Wilson tragó saliva cuando los motores empezaron su carrera de calentamiento previa al despegue. El sonido, que ya era fuerte, se volvió ensordecedor; oleadas de sonido que chocaban contra los oídos de Wilson como bastonazos. Abrió la boca como para dejar que se derramaran. Sus ojos se vidriaron como los de un hombre enfermo sus manos se apretaron en garras tensas.
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Dio un respingo, retrayendo las piernas, al sentir que le tocaban el brazo. Apartando la cabeza de golpe, vio a la azafata que le había recibido en la puerta. Le estaba sonriendo.
— encuentra bien? —Apenas consiguió distinguir sus palabras.
Wilson apretó los labios y agitó la mano ante ella como si quisiera espantarla. Su sonrisa centelleó con un resplandor excesivo, y luego se extinguió cuando se dio la vuelta y se alejó.
El avión empezó a moverse. Al principio de forma letárgica, como un coloso que se esforzara por levantar la carga de su propio peso. Luego con más velocidad sacudiéndose la resistencia de la fricción. Wilson, volviéndose a la ventanilla, vio la pista oscura corriendo a su lado cada vez más rápido. Se produjo un gemido mecánico en el extremo del ala cuando bajaron los alerones. Entonces, de forma imperceptible, las ruedas gigantescas comenzaron a perder contacto con el suelo, y la tierra empezó a quedarse atrás. Debajo, centellearon los árboles, los edificios, las flechas de mercurio de los faros de los coches. El DC-7 se escoró lentamente a la derecha, elevándose hacia el resplandor gélido de las estrellas.
Por fin se enderezó, y los motores parecieron detenerse hasta que el oído de Wilson, al ajustarse, captó el murmullo de su velocidad de crucero. Un momento de alivio liberó sus músculos, transmitiéndole cierta sensación de bienestar. Luego pasó. Wilson permaneció sentado e inmóvil, mirando el cártel de PROHIBIDO FUMAR hasta que se apagó con un parpadeo, y entonces encendió un cigarrillo rápidamente. Rebusco en la bolsa trasera del asiento que tenía delante y sacó su periódico.
Como de costumbre, el mundo se encontraba en un estado similar al suyo. Fricciones en círculos diplomáticos, terremotos y tiroteos, asesinatos, violaciones, tornados y colisiones, conflictos económicos, crimen organizado. Dios está en el Cielo y todo está en paz en la Tierra, pensó Arthur Jeffrey Wilson.
Quince minutos después, abandonó el periódico. Tenía el estómago fatal. Echó un vistazo al cartel de los dos lavabos. Ambos, iluminados, decían OCUPADO. Sacó su tercer cigarrillo desde el despegue y, apagando la luz de arriba, miró a través de la ventanilla.
A lo largo de toda la cabina, la gente ya estaba apagando las luces y reclinando los asientos para dormir. Wilson miró su reloj. Las once y veinte. Resopló cansinamente. Corno se temía, las píldoras que había tomado antes de embarcar no le habían hecho el menor bien.
Se levantó bruscamente cuando la mujer salió del lavabo. Agarró su bolsa y avanzó por el pasillo.
Como era de esperar, su organismo no estaba cooperando. Wilson se levantó con un gemido de cansancio y se ajustó las ropas. Tras lavarse las manos y la cara sacó el juego de aseo de la bolsa y exprimió un hilo de pasta sobre su cepillo de dientes.
Mientras se cepillaba, con una mano agarrada a la mampara para sujetarse, echó un vistazo. A través de la portilla a unos metros de distancia estaba el azul pálido de la hélice interior. Wilson visualizó lo que ocurriría si se soltara y como un cuchillo de carnicero de tres hojas, viniera dando vueltas hacia él.
Se produjo un encogimiento repentino en su estómago. Wilson tragó instintivamente un poco de saliva con sabor a dentífrico bajó por su garganta. Boqueando, se volvió y escupió en la pila y luego, apresuradamente, se lavó la boca y bebió un trago. Santo cielo, ojalá hubiera podido ir en tren. Tendría su propio compartimiento, daría un paseo ocasional hasta
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el vagón cafetería, se sentaría en un sillón con una bebida y una revista. Pero en este mundo no disponía de tanto tiempo ni de tanta fortuna.
Estaba a punto de recoger el juego de aseo cuando su mirada se detuvo en el paquete de hule que llevaba en la bolsa. Vaciló; luego, dejando el pequeño maletín sobre la pila, sacó el paquete y lo abrió sobre su regazo.
Se quedó sentado, mirando la engrasada simetría de la pistola. Ya hacia casi un año que la llevaba encima. Al principio, cuando se le ocurrió, fue por el dinero que transportaba, para protegerse de un atraco, para estar a salvo de las pandillas juveniles de las ciudades que tenía que visitar. Pero, en el fondo, siempre había sabido que sólo había una razón válida. Una razón en la que pensaba todos los días. Qué sencillo sería.., aquí, ahora...
Wilson cerró los ojos y tragó saliva rápidamente. Todavía podía saborear la pasta dentífrica en la boca, un leve picor de menta en flor. Se quedó sentado sobre el frío palpitante del inodoro, con el aceitoso revólver en las manos. Hasta que, de pronto, empezó a estremecerse de forma incontrolable. ¡Dios, déjame!, gritó su mente con brusquedad.
—Déjame, déjame —apenas reconoció el lloriqueo en sus oídos.
Bruscamente, Wilson se irguió en el asiento. Con los labios apretados, envolvió otra vez la pistola y la arrojó a la bolsa, puso la cartera encima y cerró la cremallera de la bolsa. Se levantó, abrió la puerta y salió al exterior, volvió a apresuradamente a su plaza y se sentó, deslizando el bolso de viaje hasta su sitio exacto. Ajustó el regulador del reposabrazos y se reclinó hacia atrás. Era un hombre de negocios y tenía negocios que hacer por la mañana. Así de sencillo. Su cuerpo necesitaba sueño, y él le daría sueño.
Veinte minutos después, Wilson se inclinó lentamente y apretó el botón, enderezando el asiento, su cara una máscara de derrota, ¿por qué combatirlo?, pensó. Era obvio que iba a permanecer despierto. No había más que hablar.
Había terminado más de la mitad del crucigrama cuando dejó que el papel cayera sobre sus piernas. Sus ojos estaban demasiado cansados. Irguiéndose, giró los hombros, estirando los músculos de la espalda.
¿Ahora qué?, pensó. No quería leer, no podía dormir. Y todavía faltaban —comprobó su reloj— entre siete y ocho horas para llegar a Los Ángeles. ¿Cómo iba pasarlas? Echó un vistazo a la cabina y vio que, excepto un único pasajero en el compartimiento delantero, todos estaban dormidos.
Una furia repentina y abrumadora le invadió. Quería chillar, tirar algo, golpear a alguien. Apretó los dientes con tanta rabia que le dolieron las mandíbulas, corrió las cortinillas con mano temblorosa y lanzó una mirada asesina a través de la ventana.
Fuera, vio las luces de las alas que parpadeaban encendiéndose y apagándose, y los relámpagos chillones del escape de las cubiertas de los motores. Ahí era donde estaba, pensó; a veinte mil pies sobre la tierra, atrapado en un cascarón aullante y mortal, atravesando la noche polar hacia...
Wilson dio una sacudida cuando un relámpago blanqueó el cielo, derramando su falso día sobre el ala. Tragó saliva. ¿Es que iba a haber tormenta?, la idea de la lluvia y los fuertes vientos, del avión como una astilla en el mar del cielo, no era agradable. Wilson era mal aviador. El exceso de movimiento siempre le ponía malo. Tal vez debería haberse tomado otro par de dramaminas para asegurarse. Y, por supuesto, su asiento estaba al lado de la puerta de emergencia. Imaginó que se abría accidentalmente; imaginó que era absorbido fuera del avión y que caía, chillando.
3
Wilson pestañeó y agitó la cabeza. Sintió un leve cosquilleo en la nuca al pegarse a la ventanilla y mirar al exterior. Se quedó inmóvil, bizqueando. Podría haber jurado…
De pronto, los músculos de su estómago se sacudieron violenta mente y forzó la vista, había algo arrastrándose sobre el ala; sintió un temblor repentino y nauseabundo en el estómago. Santo Cielo, ¿es que algún perro o algún gato se había subido al avión antes del despegue y había conseguido agarrarse de alguna forma? Era una idea escalofriante. El pobre animal estaría enloquecido por el terror. Sin embargo; ¿cómo podido encontrar algún asidero en la superficie bruñida y barrida por el viento? Tenía que ser imposible. Puede que en realidad se tratara de un pájaro o…
El relámpago centelleó y Wilson vio que era un hombre. No pudo reaccionar. Estupefacto, observó la figura negra arrastrándose sobre el ala. Imposible. En algún lugar, envuelta en capas de aturdimiento, una voz se lo decía, pero Wilson no la escuchó. De lo único que era consciente era del palpitar titánico y desgarrador de su corazón... y del hombre que había fuera.
De pronto, como si le hubieran arrojado agua helada encima, se produjo una reacción; su mente saltó en busca del refugio de una explicación. Debido a algún descuido increíble, un mecánico había despegado con el avión y había conseguido aferrarse a él, aunque el viento le había arrancado las ropas, aunque el aire era escaso y casi gélido.
Wilson no se dio tiempo para contradecirse. Poniéndose en pie de un salto, gritó:
— ¡Azafata! ¡Azafata!
Su voz fue un sonido hueco y repiqueteante en la cabina. Clavó el dedo en el timbre para llamarla.
— ¡Azafata!
Llegó corriendo por el pasillo, su rostro tenso por la alarma. Cuando vio su mirada, se quedó paralizada.
— un hombre ahí fuera! ¡Un hombre! —gritó Wilson.
— ¿Qué? La piel se estiró en sus mejillas, alrededor de sus ojos.
— ¡Mire, mire! —-con mano temblorosa, Wilson se dejó caer de nuevo sobre su asiento y señaló la ventanilla—: Está arrastrándose hacia...
Las palabras terminaron con un gorgoteo ahogado en su garganta. No había nada en el ala. Wilson se quedó sentado, temblando. Durante un rato, antes de volverse, contempló el reflejo de la azafata en la ventanilla. Tenía una expresión vacía en el rostro.
Por fin, se volvió y la miró. Vio sus labios rojos separarse como si quisiera hablar, pero no dijo nada, sólo volvió a unir los labios y a tragar saliva, un intento de sonrisa distendió brevemente sus rasgos.
—Lo siento —dijo Wilson—. Debe de haber sido una...
Se detuvo como si hubiera terminado la frase. Al otro lado del pasillo una adolescente le miraba con la boca entreabierta, presa de una curiosidad soñolienta
La azafata se aclaro la garganta.
— ¿Necesita algo? — preguntó.
—Un vaso de agua—dijo Wilson.
La azafata se dio la vuelta y volvió por el pasillo, tomó una honda bocanada de aire y se apartó del escrutinio de la jovencita. Se sentía como si no hubiera pasado nada. Eso era lo que más desconcertaba ¿Dónde estaban las visiones, los gritos, el golpear de puños sobre las sienes, el arrancarse los pelos? Cerró bruscamente los ojos. Había un hombre, pensó.
4
Había un hombre, de verdad. Por eso se sentía igual, y sin embargo, no podía haberlo habido; lo sabía con toda claridad, permaneció sentado con los ojos cerrados, preguntándose qué estaría haciendo en aquellos momentos Jacqueline si estuviera en el asiento de al lado. ¿Estaría en silencio, atónita, sin habla? ¿O estaría, de una manera más comprensiva haciendo todo tipo de aspavientos, son riendo, charlando, fingiendo que no lo había visto? ¿Que pensarían sus hijos? Wilson sintió que un sollozo seco amenazaba con estallar en su pecho. Oh, Dios…
—Su agua, señor.
Con una sacudida, Wilson abrió los ojos.
— ¿Quiere una manta? —preguntó la azafata,
—No —agitó la cabeza—: Gracias —añadió, preguntándose por qué estaba siendo tan educado.
—Si necesita cualquier cosa, solo tiene que llamar—dijo.
Wilson asintió. Detrás de él, mientras permanecía sentado con el vaso de agua sin tocar en la mano, oyó las voces ahogadas de la azafata y de uno de los pasajeros. Dolido, se puso tenso. Se inclinó bruscamente y, teniendo cuidado de no derramar el agua, sacó la bolsa de viaje. La abrió, extrajo la caja de somníferos y se tragó dos. Estrujó el vaso vacío, lo introdujo en el bolsillo del asiento que tenía delante, luego, sin mirar, corrió las cortinillas. Ya está... se acabó. Una alucinación no significaba que estuviera loco.
Se giró sobre el costado derecho e intentó mantenerse firme contra el movimiento entrecortado de la nave. Tenía que olvidarlo, eso era lo más importante. No podía seguir dándole vueltas. Inesperadamente, descubrió que una sonrisa irónica se formaba en sus labios. Bueno, por Dios, al menos nadie podría acusarle de tener alucinaciones vulgares. Cuando se lo proponía, lo hacía a lo grande. Un hombre desnudo arrastrándose sobre el ala de un DC-7 a veinte mil pies... era una fantasía digna del más noble de los lunáticos.
Su humor se esfumó rápidamente. Sintió un escalofrío. Había sido tan clara, vívida. ¿Cómo habían podido ver sus ojos algo que no existía? ¿Cómo había podido lo que estaba en su mente hacer que el acto físico de ver sirviera a sus propósitos de una forma tan completa? No se sentía aturdido, ni mareado, ni había sido una visión amorfa y vaporosa. Había sido claramente tridimensional, había formado por completo parte de las cosas que veía y que sabía que eran reales. Eso era lo que le asustaba. No había tenido la menor cualidad onírica. Había mirado el ala y...
Con un impulso, Wilson retiró la cortinilla.
En el primer instante, no supo si sobreviviría. Parecía que todo el contenido de su pecho y de su estómago se estuviera hinchando horriblemente, el sobrante subiéndole por la garganta y la cabeza, ahogándole la respiración, apretándole los ojos. Prisionero en aquella masa hinchada, su corazón palpitó acongojado, amenazando con reventar su envoltorio mientras Wilson permanecía sentado, paralizado.
Apenas a un palmo, separado de él por el grosor de un trozo de cristal, el hombre le estaba mirando. Era un rostro repugnantemente maligno, no era un rostro humano. Su piel era mugrienta, de una aspereza de anchos poros; la nariz era un bulto achatado y descolorido; los labios estaban deformes, agrietados, separados por dientes de un tamaño grotesco y forma retorcida; los ojos estaban hundidos y eran pequeños.., y no parpadeaban. El conjunto estaba enmarcado por un pelo revuelto y sucio que brotaba también en tupidos mechones de los oídos y la nariz del hombre, como si fuera un pájaro y que bajaba por sus mejillas.
5
Wilson se quedó clavado a su asiento, incapaz de dar respuesta. El tiempo se detuvo y perdió su significado. Todas las funciones y análisis cesaron. Todo se quedó paralizado en el hielo del estupor. Sólo continuó el latido del corazón, como un saltar frenético en la oscuridad. Wilson no era capaz ni de parpadear. Con los ojos abiertos, sin aliento, devolvía la mirada de la criatura.
Entonces, bruscamente, cerró los ojos y su mente, libre de la visión, se recompuso. No está ahí, pensó. Apretó los dientes, el aliento temblando en sus narices. No está ahí, sencillamente no está ahí.
Aferrando los reposabrazos con dedos que se volvían pálidos en los nudillos, Wilson fortaleció su ánimo. Ahí fuera no hay ningún hombre, se repitió. Era imposible que hubiera un hombre ahí fuera, agazapado en el ala, mirándole.
Abrió los ojos...
…y se encogió sobre el asiento con una bocanada de aire jadeante. El hombre no sólo seguía allí, sino que estaba sonriendo. Wilson cerró los dedos y se clavó las uñas en las palmas hasta que el dolor fue intenso. Siguió así hasta que no quedó duda alguna en su mente de que estaba completamente despierto. Entonces, poco a poco, con el brazo tembloroso y entumecido, Wilson se estiró hacia el timbre para llamar a la azafata. No volvería a cometer el mismo error: gritar, levantarse de un salto, alarmar a la criatura para que huyera. Empez6 a levantar lentamente el brazo, con un temblor horrorizado en los músculos porque el hombre le estaba observando, los ojuelos siguiendo el movimiento de su brazo.
Apretó el botón cautelosamente una, dos veces. Venga ahora, pensó. Venga ahora con sus ojos objetivos y vea lo que yo veo... Pero de se prisa.
Oyó cómo se retiraba una cortina en la parte posterior de la cabina y, de pronto, su cuerpo se puso rígido. El hombre había girado su monstruosa cabeza en aquella dirección. Paralizado, Wilson le miró. Aprisa, pensó. ¡Por amor de Dios, de se prisa! Se acabó en un segundo. Los ojos del hombre volvieron a mirar a Wilson, en sus labios una sonrisa de astucia monstruosa. Luego, con un salto, desapareció.
— ¿Qué desea? —
Por un instante, Wilson sintió la angustia absoluta de la locura, su mirada no dejaba saltar del sitio donde había estado el hombre a la cara inquisitiva de la azafata, y así una y otra vez. De vuelta a la azafata, y otra vez al ala, y de nuevo a la azafata, el aliento contenido, los ojos desquiciados por el pavor.
— ¿Qué ocurre? —preguntó la azafata.
Fue la mirada en su rostro la que lo provocó. Wilson suprimió sus emociones. Nunca le creería. Lo comprendió en un instante.
—Lo... lo siento —balbuceo. Tragó tan secamente que produjo un sonido gorgotéate en su garganta—. No es nada... Discúlpeme. Resultaba obvio que la azafata no sabía qué decir. Seguía inclinándose contra el movimiento de mecedora de la nave, con una mano agarrada al respaldo del asiento que había al lado del de Wilson, y la otra moviéndose blandamente por la costura de la falda. Sus labios estaban levemente separados, como si quisiera hablar pero no pudiera encontrar las palabras.
—Bueno —dijo por último, y se aclaró la garganta—. Si... necesita algo.
—Sí, sí, Gracias. ¿Vamos a... meternos en una tormenta?
La azafata sonrió apresuradamente.
—Una pequeñita —dijo—. Nada de lo que preocuparse.
6
Wilson asintió con breves sacudidas. Luego, mientras la azafata se alejaba, tomó aliento violentamente y notó cómo le ardían las narices. Estaba seguro de que y le tomaba por loco, pero no sabía qué hacer porque en sus cursillos de preparación no le habían dado instrucciones sobre cómo ocuparse de los pasajeros que creyeran ver hombrecillos agazapados en el ala.
¿Qué creyeran?
Wilson giró la cabeza bruscamente y miró al exterior. Miró la silueta oscura del ala, la llamarada de los escapes, las luces parpadeantes. Había visto al hombre, eso podía jurarlo. ¿Cómo podía ser plenamente consciente de todo lo que le rodeaba, como podía cuerdo en todos los sentidos, y al mismo tiempo imaginar algo así? ¿Era lógico que la mente, al desmoronarse, en lugar de distorsionar toda la realidad, insertara una visión extraña en el conjunto todavía intacto de los detalles?
No, no era lógico en absoluto.
De pronto, pensó en la guerra, en las noticias de los periódicos que hablaban de la existencia de supuestas criaturas en el cielo que habían hostigado a los pilotos aliados durante sus misiones. Recordaba que les llamaban gremlins. ¿Existían realmente unos seres así? ¿Existían realmente en las alturas; sin caer nunca, cabalgando en el viento, en apariencia dotados de masa y peso, y sin embargo inmunes a la gravedad?
Estaba pensando en eso cuando el hombre volvió a aparecer.
El ala estaba vacía. Y de pronto, descendiendo en arco, el hombre cayó de un salto sobre ella. No pareció que produjera ningún impacto. Aterrizó de forma insegura, con sus brazos cortos y peludos estirados como para mantenerse en equilibrio. Wilson se puso tenso. Sí, había inteligencia en su mirada. El hombre —¿podía pensar en él como un hombre?—, de alguna forma comprendía que había engañado a Wilson para que llamase a la azafata en vano. Sintió que temblaba, alarmado. ¿Cómo podía demostrar a los demás la existencia del hombre? Miró a su alrededor con desesperación. La muchacha del otro lado del pasillo. Si le hablaba suavemente y la despertaba, ella podría...
No, el hombre se alejaría de un salto antes de que pudiera verle. Probablemente a lo alto del fuselaje, donde nadie podría verle, ni siquiera los pilotos desde su carlinga (asientos). Wilson sintió un repentino estallido de autorreproche por no haber comprado aquella cámara que Walter había pedido. Santo Cielo, pensó, si pudiera sacar una foto de aquel hombre.
Se inclinó hacia la ventanilla. ¿Qué estaba haciendo?
Bruscamente; la oscuridad pareció apartarse de un salto. El relámpago pintó de blanco el ala y lo vio. Como un niño curioso, el hombre estaba agachado sobre el borde oscilante del ala, estirando su mano derecha hacia una de las turbinas giratorias. Mientras lo observaba, fascinadamente horrorizado, la mano del hombre se acercó cada vez más a la turbina borrosa hasta que, de pronto, se apartó de golpe y los labios del hombre se fruncieron en un grito sin sonido. ¡Había perdido un dedo!, pensó Wilson, asqueado. Pero, de inmediato, el hombre volvió a estirar la mano, su nudoso dedo extendido, la imagen de un niño monstruoso intentando detener el giro de la paleta de un ventilador.
Si no hubiera estado tan admirablemente fuera de lugar, habría sido divertido, pues, visto de forma objetiva, el hombre, en aquel momento, era una imagen cómica: un duende de cuento de hadas que había cobrado vida, con el viento azotándole la cabeza y el cuerpo, toda su atención concentrada en el giro de la hélice.
7
¿Cómo podía inventarse aquella locura?, pensó repentinamente Wilson. ¿Qué podía revelarle sobre sí mismo aquel pequeño horror burlesco?
Una y otra vez, el hombre estiró la mano. Una y otra vez retiro los dedos, a veces incluso metiéndoselos en la boca como para enfriarlas. Y siempre echaba un vistazo por encima del hombro y miraba a Wilson según parecía para cerciorarse de que seguía allí. Lo sabe, pensó. Sabe que esto es un juego entre los dos. Si consigo que alguien le vea, pierde. Si yo soy el único testigo, gana. La leve sensación de diversión desapareció. Wilson apretó los dientes. ¿Por qué demonios no te veían los pilotos?
El hombre, ya sin interés por la turbina, se estaba sentando sobre la cubierta del motor como si hiera a horcajadas de un caballo. Wilson se quedó mirándole. Bruscamente, un escalofrío se deslizó por su espalda. El hombrecillo estaba tirando de las planchas que envolvían el motor, intentando meter las uñas debajo de ellas.
Impulsivarnente, Wilson estíró la mano y apretó el botón que llamaba a la azafata. La oyó venir desde el fondo de la cabina y, durante segundo, pensó que había engañado al hombre, que parecía absorto en sus esfuerzos. En el último momento, sin embargo, justo antes de que llegara la azafata, el hombre lanzó una mirada a Wilson. Entonces, como una marioneta a la que retiraran del escenario tirando de sus cables, volvió a salir volando por los aires.
— ¿Sí?—le miró temerosamente.
— ¿Podría... hacerme el favor de sentarse? —preguntó él.
Ella vaciló.
—Bueno, yo...
—Por favor.
Se sentó cautelosamente en el asiento de al lado.
— ¿Qué le ocurre, señor Wilson? —preguntó.
Él reunió valor.
—El hombre sigue fuera —dijo. La azafata le miró.
—La razón por la que le cuento esto —siguió apresuradamente Wilson— es que ha empezado a manipular uno de los motores. Ella volvió los ojos instintivamente hacia la ventanilla.
—No, no, no mire —le dijo—. Ahora no está —se aclaró la garganta viscosamente—. Se... aleja cada vez que viene usted.
Una náusea repentina se apoderó de él al comprender lo que ella debía de estar pensando. Al comprender lo que el mismo estaría pensando si alguien le contara una historia semejante, una oleada de aturdimiento pareció recorrerle y pensó: ¡Me estoy volviendo loco!
—La cuestión es —dijo, resistiéndose al pensamiento—, que si no me lo estoy imaginando, la nave está en peligro.
—Sí —dijo ella.
—Lo sé —dijo él—, Cree que he perdido la cabeza.
—Por supuesto que no —dijo.
—Lo único que pido es lo siguiente —dijo, luchando contra la marea de la ira—. Dígales a los pilotos lo que le he dicho. Pídales que echen un vistazo a las alas. Si no ven nada... muy bien. Pero silo ven...
La azafata se quedó sentada en silencio, mirándole. Las manos de Wilson se cerraron en puños que temblaban en su regazo.
— ¿Y bien? —preguntó.
8
Ella se puso en pie.
—Se lo diré —dijo.
Se dio la vuelta y continuó por el pasillo con un movimiento que a Wilson le pareció poco natural, demasiado rápido para ser normal, pero claramente reprimido, como si quisiera asegurarle que no estaba huyendo. Sintió que su estómago se retorcía al volver a mirar por el ala. Bruscamente, el hombre volvió a aparecer, aterrizando en el ala como un grotesco bailarín de ballet. Observó cómo reanudaba su trabajo, montándose sobre el motor con sus piernas gruesas y desnudas y tirando de las planchas.
Bueno, ¿por qué se preocupaba tanto?, pensó Wilson. Aquella miserable criatura no podría arrancar los clavos con las uñas. En realidad, no importaba que los pilotos le vieran o no, al menos en lo referente a la seguridad del avión. En cuanto a sus propias razones personales...
Justo en ese momento el hombre levantó el borde de una plancha del ala, tragó saliva.
— ¡Aquí rápido! —gritó, observando que la azafata y el piloto salían por la puerta de la carlinga.
Los ojos del piloto se movieron hacia Wilson, y de pronto, bruscamente, empujó a la azafata y avanzó dando tumbos por el pasillo.
— ¡Aprisa!—gritó Wilson. Miró por la ventana a tiempo de ver cómo el hombre saltaba hacia arriba. Ya no importaba. Había pruebas.
— ¿Qué está pasando? —preguntó el piloto, deteniéndose sin aliento a su lado.
— ¡Han arrancado una de las planchas de los motores! —dijo Wilson con voz temblorosa.
— ¿Qué ha hecho qué?
— ¡El hombre de fuera! —Dijo Wilson—. — ¡Le digo que ha...!
— ¡Señor Wilson, baje la voz! —ordenó el piloto Wilson dejó caer la mandíbula.
—No sé qué está pasando aquí —dijo el piloto—, pero..
— ¡¿Quiera hacer el favor de mirar?! —gritó Wilson.
—Señor Wilson, se lo advierto.
— ¡Por el amor de Dios! —Wilson tragó saliva rápidamente, intentando reprimir la rabia cegadora que sentía. Bruscamente, se recostó sobre el asiento y señaló la ventana con la mano paralizada—. ¿Quiere hacer el favor de mirar, por el amor de Dios?
Tomando aliento nerviosamente, el piloto se inclinó. Al momento, su mirada volvió con frialdad a la de Wilson.
— ¿Y bien? — preguntó.
Wilson volvió la cabeza. Las planchas estaban en su posición normal.
— Oh, no, espere —dijo antes de que llegara el pavor—. Le vi levantar esa plancha.
—Señor Wilson, si no...
—Le digo que le he visto levantarla —dijo Wilson.
El piloto se quedó mirándole con la misma expresión horrorizada que había mostrado, la azafata. Wilson se estremeció violentamente.
— ¡Oiga le he visto! —gritó. El chasquido repentino de su voz le espantó.
Al momento, el piloto estuvo sentado a su lado.
—Señor Wilson, por favor —dijo—. Vale, le ha visto. Pero recuerde que hay más personas a bordo. No debe alarmarlas. Al principio, Wilson estaba demasiado perturbado para entenderlo.
9
— ¿Qué quiere decir… quiere decir que usted lo ha visto? —preguntó.
—Por supuesto —dijo el piloto—, pero no queremos asustar a los pasajeros. Compréndalo.
—Por supuesto, por supuesto, yo no quiero...
Wilson sintió un espasmo enroscándosele en la ingle y el bajo vientre. De pronto, apretó los labios y miró al piloto con ojos malévolos.
—Lo comprendo —dijo.
—Lo que tenemos que recordar... —empezó el piloto.
—Es suficiente —dijo Wilson.
— ¿Señor?
Wilson se estremeció.
—Váyase de aquí —dijo.
—Señor Wilson, ¿qué...?
— ¿Quiere hacer el favor de dejarlo ya?
Con la cara pálida, Wilson se apartó del piloto y miró el ala, con los ojos como piedras. De pronto, volvió a mirarle.
— ¡Este tranquilo, no volveré a decir otra palabra! —exclamó.
—Señor Wilson, intente comprender nuestra...
Wilson se giró y miró enfurecido el motor. Por el rabillo del ojo, vio a dos pasajeros de pie en el pasillo mirándole. ¡Idiotas!, estalló su cerebro. Sintió que sus manos empezaban a temblar y, durante unos segundos, tuvo miedo de vomitar. Es el movimiento, se repitió. El avión saltaba en el aire como una barca maltratada por un vendaval.
Se dio cuenta de que el piloto seguía hablándole y, estrechando los ojos, miró el reflejo del hombre en la ventanilla. A su lado, sombríamente muda, la azafata permanecía en pie. Wilson pensó que los dos eran unos idiotas ciegos. No dio muestras de haber notado su partida. Reflejados en la ventanilla, vio que se dirigían hacia la parte trasera de la cabina. Ahora estarán hablando de mí, pensó. Haciendo planes por si me pongo violento.
Deseó que el hombre reapareciese, que arrancase la plancha de la cubierta y que estropease el motor. Le producía un placer rencoroso saber que sólo él se interponía entre la catástrofe y las más de treinta personas que iban a bordo. Si lo deseaba, podía permitir que se produjera una catástrofe. Wilson sonrió sin humor. Menudo suicidio sería ése, pensó.
El hombrecillo volvió a dejarse caer y Wilson vio que lo que había pensado era correcto: el hombre había vuelto a colocar la plancha en su sitio antes de alejarse de un salto. Pues ahora volvía a tirar de ella y la levantaba con facilidad, pelándola como si fuera una piel extirpada por un cirujano grotesco. El movimiento del ala era muy irregular, pero el hombre parecía no tener ninguna dificultad en permanecer equilibrado.
Wilson volvió a sentir el pánico. ¿Qué podía hacer? Nadie le creía. Si seguía intentando convencerlos, probablemente le reducirían por la fuerza. Si pedía a la azafata que se sentara a su lado, obtendría, en el mejor de los casos, un respiro momentáneo. En el momento en que se fuera o, si no lo hacía, en el momento en que se quedara dormida, el hombre regresaría. Aunque permaneciera despierta a su lado, ¿qué impediría que el hombre manipulase los motores de la otra ala? Wilson se estremeció, con la frialdad del pánico enroscándosele en los huesos.
Santo Cielo, no podía hacer nada.
10
Dio una sacudida cuando, al otro lado de la ventanilla por la cual observaba al hombrecillo, pasó el reflejo del piloto. La locura de aquel momento casi le hizo desmoronarse; el hombre y el piloto a un palmo el uno del otro, ambos vistos por él pero sin ser conscientes de su mutua presencia. No, no era cierto. El hombrecillo había echado un vistazo sobre su hombro cuando pasó el piloto. Como si supiera que ya no había necesidad de seguir saltando, que la capacidad de Wilson para interferir había llegado a su fin. De pronto, Wilson tembló con una furia cegadora. ¡Te mataré!, pensó, ¡te mataré, sucio animal!
Fuera, el motor vaciló.
Duró sólo un segundo, pero, en ese segundo, a Wilson le pareció que su corazón también se había detenido. Se apoyó contra la ventanilla, mirando. El hombre había doblado la plancha de la cubierta y ahora estaba arrodillado, metiendo una mano curiosa dentro del motor.
—No —Wilson oyó el sollozo de su propia voz suplicante—. No...
Una vez más, el motor falló. Wilson miró alrededor, horrorizado. ¿Es que estaban todos sordos? Levantó la mano para apretar el botón de la azafata, y al momento la retiró. No, le encerrarían, le contendrían de alguna forma. Y é1 era el único que sabía lo que estaba ocurriendo, el único que podía ayudar.
—Dios... —Wilson se mordió el labio inferior hasta que el dolor le hizo lanzar un gemido. Volvió a darse la vuelta y se sacudió. La azafata corría por el pasillo oscilante. ¡Lo había oído! La observó fijamente y vio que le miraba al pasar junto a su asiento.
Se detuvo tres asientos más allá. ¡Alguien más lo había oído! Wilson observó cómo la azafata se inclinaba, hablando con el pasajero invisible. Fuera, el motor volvió a toser. Wilson giró la cabeza y miró afuera con los ojos inyectados de horror.
— ¡Maldito seas! —gimió.
Se volvió de nuevo y vio a la azafata acercarse por el pasillo. No parecía alarmada. Wilson la miró con ojos incrédulos. No era posible. Se dio la vuelta para seguir su movimiento oscilante y la vio entrar en la cocina.
—No —Wilson ya se agitaba tanto que no podía dominarse. Nadie lo había oído.
Nadie lo sabía.
De pronto, Wilson se inclinó y sacó la bolsa de viaje de debajo del asiento. La desabrochó, sacó su maletín y lo arrojó sobre la moqueta. Luego, volviendo a meter la mano, agarró el paquete de hule y lo estiró.
Por el rabillo del ojo, vio volver a la azafata y empujó la bolsa debajo del asiento con los zapatos, colocando el paquete de hule a su lado. Se quedó sentado rígidamente, jadeante, mientras ella pasaba.
Luego se puso el paquete sobre el regazo y lo desenvolvió. Sus movimientos eran tan febriles que la pistola casi se le cayó. La cogió por el cañón luego apretó la culata con dedos de nudillos blancos y quitó el seguro. Echó un vistazo al exterior y notó que le invadía el frío.
El hombre le estaba mirando.
Wilson apretó sus temblorosos labios. Era imposible que el hombre supiera lo que pretendía hacer. Tragó saliva e intentó recuperar el aliento. Deslizó la mirada hacia donde la azafata estaba ofreciendo unas pastillas al pasajero de más adelante, y luego volvió a mirar el ala. El hombre volvía a dedicarse al motor, metiendo la mano.
11
Wilson apretó la pistola con más fuerza, empezó a levantarla; de pronto, la bajó. La ventana era demasiado gruesa. La bala podría rebotar y matar a uno de los pasajeros. Se estremeció y miró al hombrecillo. El motor volvió a fallar y Wilson vio cómo una erupción de chispas proyectaba su luz sobre los rasgos bestiales del hombre. Reunió valor. Sólo había una respuesta.
Bajó la mirada hacia la manecilla de la puerta de emergencia. Tenía una tapa transparente. Wilson la soltó y la dejó caer. Miró al exterior. El hombre seguía allí, agazapado y toqueteando el motor con la mano. Wilson tomó aliento, tembloroso. Apoyó el pie izquierdo sobre la manecilla de la puerta y la probó. Hacia abajo no se movía. Hacia arriba sí daba juego.
Bruscamente, Wilson dejó la pistola sobre su regazo. No había tiempo para discusiones, se dijo así mismo. Con manos temblorosas, se abrochó el cinturón sobre los muslos. Cuando se abriera la puerta, se produciría una corriente de aire irresistible. Por la seguridad de la nave, no debía dejarse arrastrar con ella.
Ahora. Wilson volvió a coger la pistola, con el corazón dándole saltos. Tendría que atacar por sorpresa y con mucha precisión. Sí fallaba, el hombre podría saltar a la otra ala, o aún peor, al fuselaje de la cola, donde podría cortar cables, deformar alerones y alterar el equilibrio de la nave sin que nadie le perturbara, esta era la única manera. Dispararía bajo e intentaría alcanzar al hombre en el, pecho o el estómago. Wilson se llenó los pulmones de aire. Ahora, pensó. Ahora.
La azafata se acercó por el pasillo mientras Wilson empezaba a tirar de la manecilla. Durante un momento, paralizada, no pudo hablar. Una mirada de horror estupefacto deformo sus rasgos mientras levantaba una mano como si le estuviese implorando. Entonces, repentinamente, su voz chilló por encima del ruido de los motores.
— ¡Señor Wilson, no!
— ¡Atrás! —gritó Wilson, y levantó la manecilla.
Fue como si la puerta desapareciera. Primero la tenía al lado, entre las manos.. Al momento siguiente, con un rugido siseante, había desaparecido.
En el mismo instante, Wilson se sintió envuelto por una succión monstruosa que intentó arrancarle de su asiento. La cabeza y los hombros salieron de la cabina y, de pronto, se encontró respirando un aire tenue y gélido. Durante un instante, los tímpanos casi estallando por el estruendo de los motores, los ojos cegados por los vientos árticos, se olvidó del hombre. Le pareció oír un leve chillido en el torbellino que le rodeaba, un grito lejano.
Entonces vio al hombre.
Estaba caminando por el ala, una figura retorcida que se inclinaba hacia delante, con manos en forma de garras que se estiraban impacientes. Wilson levantó el brazo y disparó. La explosión fue como el descorchar de una botella en medio del violento rugido del aire. El hombre se tambaleó, dio unos manotazos y Wilson sintió un rayo de dolor atravesándole la cabeza. Volvió a disparar a bocajarro y vio que el hombre se tambaleaba hacia atrás. Luego, repentinamente, desapareció como si no fuera más sólido que un muñeco de papel arrastrado por un vendaval. Wilson sintió un entumecimiento creciente en el cerebro. Sintió que la pistola caía de sus dedos débiles.
Luego se perdió en la oscuridad invernal.
12
Se agitó y murmuró algo. Cierta calidez gorgoteaba en sus venas, sus miembros parecían de madera. En la oscuridad, oyó un sonido pies arrastrándose, un delicado remolino de voces. Estaba tumbado, boca arriba, encima de algo que se movía, que se sacudía. Un frío le rociaba la cara y sentía la superficie inclinarse debajo de él.
Suspiró. El avión había aterrizado y le estaban transportando en camilla. Probablemente tenía una herida en la cabeza, además de que le habían dado una inyección para calmarle.
—La forma más extraña de cometer suicidio de la que haya oído hablar jamás —dijo una voz en algún sitio.
Wilson sintió el placer de la diversión. Quien quiera que hubiera hablado se equivocaba, por supuesto. Como pronto quedaría demostrado, cuando revisaran el motor y examinaran su herida más atenta mente. Entonces comprenderían que les había salvado a todos.
Wilson durmió sin sueños.
13
Los Yugoslavos de Robert Bloch
Los yugoslavos
Robert Bloch
The Yougoslaves. Trad. Joseph M. Apfelbäume
Las mejores historias de terror IX. Super terror 28
Martínez Roca, 1988
No acudí a París en busca de aventuras.
La experiencia me ha enseñado que no existen los fantasmas de la ópera, ni existen los artistas con barba que cojean por Montmartre apoyados en piernas atrofiadas, ni boulevardiers con sombrero de paja cantando elogios a una pequeña y dulce Mimí.
Ya no existe más el París de la historia y la canción, si es que existió alguna vez. Los tiempos han cambiado, e incluso el término «alegre París» evoca ahora lo que en el lenguaje teatral se denomina una «mala risa».
En consecuencia, el visitante aprende a cambiar los hábitos, como bien lo demuestra el hotel que elegí para albergarme. En viajes anteriores me había alojado en el Crillon o en el Ritz; ahora, después de una larga ausencia, elegí el George V.
Permitanme repetirlo de nuevo: no buscaba ninguna aventura. Aquella primera noche abandoné el hotel para dar un corto paseo, simplemente con la intención de satisfacer la curiosidad que sentía por la ciudad.
Ya había descubierto que algunos aspectos de París permanecían inmutables; al parecer, los franceses siguen sin saber cómo comunicarse por teléfono, y tampoco son capaces de hacer una buena taza de café. Pero como yo no tenía ni necesidad de hablar por teléfono ni de tomar una taza de café, esas cuestiones no me preocupaban.
1
Tampoco me sorprendió agradablemente descubrir que París, en abril -como dice la canción-, es una ciudad fría y húmeda. Cálidamente abrigado para dar mi pequeño paseo, dirigí mis pasos hacia las arcadas de la Rue de Rivoli.
A primera vista, París conservaba sus tradiciones durante la noche. Todas las atracciones turísticas seguían en funcionamiento: el esqueleto acerado de la Torre Eiffel, la mandíbula abierta del Arco de Triunfo, las fuentes logrando su milagrosa transustanciación del agua en sangre merced a la luz carmesí.
Pero percibí cambios en el aire -literalmente hablando-: el acre olor de los humos del tráfico emanando de los tubos de escape de los coches deportivos o las rugientes motocicletas, con el contrapunto de las sirenas de los coches policiales y las ambulancias. Los débiles cuernos con los que Gershwin intentó reflejar el tráfico de la ciudad quedarían ahora ahogados en esta barahúnda; dudo que él aprobara los nuevos sonidos. Yo, desde luego, no.
Mi desaprobación se extendió a las vestimentas de los peatones locales. Ahora, los jóvenes parisinos imitaban a los jóvenes de otras muchas ciudades: cabezas descubiertas, chaquetas de cuero y vaqueros... con el mismo aspecto que tienen los jóvenes en Times Square o en Hollywood Boulevard. En cuanto a las chicas, éste parecía ser el año en que todas las jóvenes de Francia decidió ponerse esas horribles botas de cuero, que convertía sus extremidades inferiores, delicadamente formadas, en piernas de víctimas de la elefantiasis. La parisina chic se había desvanecido y, por encima del tumulto del tráfico, creí detectar la desesperación de Napoleón al levantarse de su tumba.
Caminé bajo los arcos, contemplando los iluminados escaparates de costosas joyas, mezclados con objetos de artesanía barata. El París turístico, al menos, no había cambiado: todavía había sex shops en Pigalle, y en alguna parte de las profundas oscuridades del Louvre seguiría sonriendo enigmáticamente Mona Lisa ante aquellos que acudían a la ciudad en busca de aventura.
Repito que no era ésa mi intención. A pesar de todo, la aventura me buscó.
La aventura surgió rápidamente de una parte oscura y solitaria de las arcadas, dirigiéndose directamente hacia mí en forma de una docena de piernas que corrían.
Todo sucedió muy rápidamente. En un instante, estaba solo; al momento siguiente, y sin advertencia previa, llegaron los niños. Había seis, y me rodearon como un pequeño ejército: seis rapazuelos de pelo negro, tez morena, ropas sucias y despeinados, que me hablaban y gritaban en un idioma extranjero. Algunos de ellos se agarraron a mis ropas, otros me golpearon en las costillas. Me gritaban pidiendo una limosna, y cuando murmuré algo acerca de que no tenía cambio, uno de ellos me golpeó el pecho con un periódico doblado, otro me agarró una mano y me la besó, y otro me cogió del hombro haciéndome girar. Ensordecido por el griterío, atónito ante aquel repentino ataque, me esforcé por librarme.
En pocos segundos se desparramaron rápida y silenciosamente, escondiéndose entre las sombras. Al desaparecer, volví a quedarme solo, asombrado y conmocionado. Porque, cuando levanté la mano instintivamente para llevármela al bolsillo interior de la chaqueta, me di cuenta de que había desaparecido mi cartera.
Mi primera reacción fue sufrir un shock. ¡Y pensar que yo, un hombre ya maduro, había sido robado en plena calle por un puñado de pequeños rapaces menores de diez años!
2
Era un escándalo, al que yo añadí mi propia cólera. La extremada audacia de su ataque provocaba cólera, y el pensar en las consecuencias alimentó mi furia. Perder el dinero que llevaba en la cartera era lo menos importante, pues iba a encontrar bien poca cosa.
Pero llevaba en ella algo que apreciaba mucho; algo secreto e irreemplazable. Lo llevaba en la billetera con un propósito: después de completada mi visita tenía la intención de ir hacia otro destino, para lo que tendría que utilizar el objeto que contenía mi cartera.
Ahora había desaparecido y, con él, la esperanza.
Pero no del todo. El sonido de las distantes sirenas en la noche sirvió para recordarme estridentemente que aún me quedaba una oportunidad. Según recordaba, había una comisaría de policía cerca de la Place Vendome. No resultó fácil de localizar en la oscura calle, al otro lado de un patio abierto. Pero me las arreglé.
Una vez dentro, imaginé que tendría una conversación con un inspecteur, que regresaría a la escena del delito en compañía de unos simpáticos gendarmes preocupados por la comisión de tales delitos y alertas para descubrir el lugar donde se habían ocultado mis asaltantes.
La joven sentada tras la ventanilla de la sombría sala de recepción escuchó mi historia sin hacer el menor comentario ni cambiar de expresión. Insertó formularios y papel carbón en su máquina de escribir, y anotó unos pocos datos vitales para la estadística: mi nombre, fecha y lugar de nacimiento, lugar de origen, dirección del hotel y un corto inventario del contenido de la cartera robada.
Por razones particulares omití mencionar el objeto que más me importaba. Se me podría excusar teniendo en cuenta mi excitación de ánimo, y confié en no tener que hacerlo, a menos que el inspecteur me interrogara más detalladamente.
Pero no hubo entrevista alguna con ningún inspecteur, y tampoco apareció ningún policía uniformado. En lugar de ello, se me entregó simplemente una copia de la Recepisse de Declaration; si sabían algo sobre el destino seguido por mi cartera, me lo notificarían en mi hotel.
Apenas diez minutos después de haber entrado en la comisaría volví a encontrarme en la calle, sin otra cosa con que demostrar mis problemas que una copia del informe. En la parte inferior de la hoja, en una línea identificada en letra de imprenta como Mode Operatoire - Precisons Complementaires, había mecanografiada una frase que decía: «Vol commis dans la Rue par de jeunes enfants yougoslaves».
-¿Yugoslavos?
Ya de regreso en el hotel, le hice la pregunta correspondiente a un maduro conserje de noche. Con los ojos adormilados parpadeando por el nerviosismo, asintió con un gesto, como si supiera de qué iba la cosa.
-¡Ah! -exclamó-. ¡Los gitanos!
-¿Gitanos? Pero si sólo eran niños...
-Es exactamente así -dijo, asintiendo de nuevo con la cabeza.
3
Y después me contó la historia.
Los carteristas y los que robaban bolsos por el método del tirón siempre habían sido algo habitual en esta zona, pero su número había aumentado en los últimos años.
Procedían del este de Europa, aunque se desconocía su origen exacto, por lo que se les etiquetaba convenientemente como «yugoslavos» o «gitanos».
Al parecer, eran escondidos por hábiles y emprendedores criminales adultos, que se especializaban en educar a los niños en el arte del robo, de modo similar a como Fagin entrenaba a sus jóvenes en el Londres que describe Dickens en Oliver Twist.
Pero Fagin era un aficionado en comparación con los profesionales actuales. Sus alumnos huérfanos, productos de los hogares rotos o sin hogar alguno eran reclutados en las calles de ciudades extranjeras, e incluso comprados directamente a padres nada escrupulosos. Estos rapaces podían llegar a valer mucho; después de un poco de experiencia, un inocente de cuatro o cinco años podía convertirse en un veterano curtido, capaz de conseguir hasta cien mil dólares en el transcurso de un solo año.
Cuando le describí las circunstancias de mi propio encuentro, el conserje se encogió de hombros.
-Claro. Así es como trabajan, amigo mío... en bandas.
Bandas cuyos miembros eran expertos en distinguir a las víctimas potenciales, y que habían recibido hábiles instrucciones sobre el modo de operar. Sus gritos aparentemente espontáneos no eran más que el producto de ensayos prolongados y exactos, y sus movimientos aparentemente impulsivos estaban perfectamente diseñados con antelación. Bailaron a mi alrededor porque les habían enseñado a practicar exactamente esa clase de coreografía. Era como un ballet de delincuentes en el que cada cual jugaba un papel previamente asignado... para dar codazos, gesticular, agarrar y zarandear y crear así la mayor confusión posible. Incluso el besamanos formaba parte de un plan maestro, y cuando uno de ellos me golpeó el pecho con un periódico no hizo más que ocultar la acción de otro que introdujo los dedos por debajo y me birló la cartera. Toda la actuación fue programada y ejecutada con exactitud hasta en sus más mínimos detalles.
Escuché y finalmente meneé la cabeza.
-¿Y por qué no me contó la policía esas cosas? Seguramente deben saberlas.
-Oui, Monsieur -contestó el conserje, permitiéndose hacerme un guiño confidencial-. Pero quizá no se preocupan por ello. -Se inclinó sobre el mostrador y bajó el tono de su voz hasta convertirlo en un murmullo-: Algunos dicen que se ha llegado a una especie de acuerdo. Los yugoslavos son muy hábiles para identificar a los visitantes extranjeros por la forma de moverse y por las ropas que visten. Incluso pueden reconocerlos por la clase de zapatos que llevan. Se supone que se ha establecido un acuerdo porque únicamente atacan a los turistas y no les hacen nada a los ciudadanos locales.
-Sin duda alguna habrá otros que se quejen como yo -dije frunciendo el ceño-. En tal caso creo que la policía se vería obligada a hacer algo.
El gesto del conserje fue tan elocuente como sus palabras.
4
-Pero ¿qué pueden hacer? Esos yugoslavos actúan con rapidez, sin la menor advertencia. Desaparecen antes de que uno se dé cuenta de lo ocurrido, y nadie sabe adónde van. E incluso si uno consigue echarie mano a uno de ellos, ¿qué sucede entonces? Lo lleva uno a la comisaría y cuenta lo sucedido, pero luego resulta que el pequeño rufián no tiene ninguna cartera... Puede usted estar seguro de que se la pasaron a otro que echó a correr llevándose la prueba consigo. Por otro lado, el pequeño no sabe hablar ni comprender el francés, o al menos eso es lo que aparenta.
»De modo que los gendarmes no cuentan más que con la palabra del denunciante; ¿y qué van a hacei con un niño si no tienen pruebas, teniendo en cuenta que la ley prohíbe la detención y encarcelamiento de los menores de trece años? Todo forma parte del mismo esquema y, si me permite decirlo así, creo que es un esquema hermoso.
El fruncimiento de mis cejas le indicó que me faltaba sentido de apreciación por aquella clase de belleza, y no tardó en retirarse a una posición de seguridad detrás del mostrador, adoptando una actitud oficial cuando añadió:
-Mañana podrá informar sobre el robo de las tarjetas de crédito, aunque no creo que nadie sea lo bastante tonto como para arriesgarse a falsificar una firma. Es el dinero lo que les interesa.
-Tengo dinero depositado en la caja fuerte del hotel -dije.
-Très bien. En tal caso le voy a dar el mejor de los consejos. Ahora que ya sabe a qué atenerse, no creo que le vuelvan a asaltar. Simplemente, trate de alejarse de los lugares frecuentados por los turistas y evite utilizar el metro.
Me ofreció el consuelo de esa sonrisa que todos los conserjes de hotel reservan para casos de ascensores estropeados, equipajes perdidos, inexplicables fallos eléctricos o sanitarios atascados. Después, al ver que yo seguía con las cejas fruncidas, la sonrisa desapareció de su rostro.
-Por favor. Comprendo que haya sido una desagradable situación para usted, pero trate de aceptarlo como una experiencia más. Créame, no vale la pena seguir con el tema.
-Si la policía no está dispuesta a perseguir a esos niños... -dije, meneando la cabeza.
-¿Niños? -Su voz volvió a descender hasta convertirse en un murmullo-. Quizá no me haya expresado con claridad. Los yugoslavos no son niños ordinarios. Tal y como le he dicho, han sido entrenados por profesionales, es decir, por la clase de hombres capaces de comprar o robar a un niño, corromperlo y dedicarlo al crimen. Y no es fácil que esa clase de tipos se detengan simplemente en eso. He oído ciertos rumores, Monsieur, rumores que tienen un sentido muy terrible. Esos niños, como usted los llama, están completamente drogados. Conocen todo tipo de vicios y no saben nada de moral; llevan cuchillos, e incluso armas de fuego. A algunos de ellos les han enseñado a introducirse en las casas y, en caso de ser descubiertos, a matar. Sus maestros, desde luego, son mucho más peligrosos cuando uno se cruza con ellos. Le ruego, en bien de su propia seguridad, que se olvide de lo ocurrido esta noche y siga su camino.
-Muchas gracias por su consejo.
Conseguí dirigirle una sonrisa y, en efecto, seguí mi camino. Pero no olvidé lo sucedido.
5
No podía olvidar que me habían robado lo que era más precioso para mí.
Tras retirarme a mi habitación, coloqué ante el pomo de la puerta el cartel de «No molestar», y tras unos improvisados arreglos terminé por quedarme dormido.
A la noche siguiente ya estaba preparado y a la espera. Durante la noche, París es la Ciudad de la Luz, pero también es la ciudad de las sombras. Y fue en las sombras donde me dediqué a esperar, y más exactamente entre las sombras de las arcadas de la Rue de Rivoli. Me había puesto deliberadamente un traje negro, destinado a confundirse con el fondo oscuro. Pasaría desapercibido si los depredadores volvían a buscar una presa nueva.
De algún modo, estaba convencido de que volverían. Mientras permanecía apoyado contra un pilar, observando a los viandantes ocasionales que pasaban, hice un esfuerzo por ver a las presas con los ojos de los cazadores.
¿Quién sería la próxima víctima? Ese grupo de japoneses no se merecían más que una mirada de desprecio; no era prudente desafiar a todo un grupo. Siguiendo la misma regla, tampoco se haría nada contra los que fueran en pareja. E incluso los viandantes solitarios estarían seguros si eran personas atléticas o sus ropas les identificaban como ciudadanos locales.
Lo que los cazadores buscaban era a alguien como yo mismo, alguien vestido con ropas de corte extranjero, preferiblemente viejo y evidentemente solo. Alguien como el caballero de pelo gris que se aproximaba ahora, contemplando los escaparates de una serie de tiendas que ya estaban cerradas. Era bajo de estatura, de constitución ligera y su paso incierto indicaba o bien un deterioro físico o una ligera intoxicación alcohólica. Un viandante solitario en una calle desierta... era el objetivo perfecto para el ataque.
Y el ataque se produjo.
Desde la profunda oscuridad de un portalón frente a la arcada surgieron de pronto los yugoslavos, bailoteando, gritando y gesticulando, rodeando repentinamente a la asombrada víctima.
Lo rodearon, con las manos extendidas, confundiéndolo con sus gritos, manoseándolo al mismo tiempo.
Ahora vi la táctica que seguían y reconocí los papeles que jugaba cada uno de ellos. Ahí estaba el dedicado a besar la mano, al tiempo que pedía una limosna; allí los otros dos que se dedicaban a estirarle cada uno de un brazo, desde atrás; ahí estaba también el mayor de los chicos, blandiendo el periódico plegado, disponiéndose a lanzarlo contra el pecho del viejo, mientras su cómplice se acercaba a la chaqueta abierta desde abajo. El sexto y más pequeño de la banda permanecía detrás de él, simplemente quieto, en posición. En cuanto le quitaran la cartera se la pasarían y mientras los demás continuaban con sus maniobras de distracción un momento más, antes de desparramarse, el más pequeño echaría a correr para ponerse a salvo.
Todo el espectáculo resultaba brillante en su sencillez, y concebido con tal inteligencia que el pobre caballero apenas se daría cuenta de la pérdida hasta que ya fuera demasiado tarde.
Pero yo me di cuenta... y actué.
6
En el momento en que los ladronzuelos le rodearon, avancé con rapidez y sin hacer ruido. Enfrascados en su griterío, no se dieron cuenta de mi aproximación. Me moví por detrás del más joven, el que esperaba recibir la cartera. Le agarré por el brazo que tenía levantado, sujetándoselo por detrás de la espalda y lo arrastré, alejándolo hacia las sombras. Me miró y mi mano libre se afianzó alrededor de su boca abierta antes de que pudiera lanzar ningún grito.
Trató de morderme, pero mis dedos se apretaron con más fuerza contra su boca. Intentó pegarme patadas, pero le retorcí aún más el brazo doblado y le hice perder el equilibrio, trastabillando sobre el pavimento a medida que nos alejábamos de la arcada en sombras, dirigiéndonos hacia la cercana esquina.
Allí tenía aparcado mi coche de alquiler. Abrí la puerta y lo introduje en el asiento delantero. Antes de que pudiera volverse, saqué las esposas de mi bolsillo y Jas cerré alrededor de sus muñecas, mantenidas a la espalda.
Cerré la puerta del acompañante, rodeé el coche con rapidez y entré por la otra puerta, sentándome ante el volante. Segundos más tarde nos movíamos para perdernos en el tráfico de la ciudad.
Con las manos bien sujetas a la espalda mi prisionero se retorcía inútilmente a mi lado. Ahora podía gritar todo lo que quisiera. Y así lo hizo.
-¡Basta! -le ordené-. Nadie puede escucharte con las ventanillas cerradas.
Al cabo de un instante, obedeció. Cuando nos metimos por una calle lateral, me miró fijamente y resolló:
-Merde!
-De modo que hablas francés, ¿verdad? -le pregunté, sonriendo.
No hubo respuesta alguna. Pero cuando el coche giró de nuevo entrando en una de las estrechas calles que salían de la Rue St. Roch, la mirada de sus ojos era cautelosa.
-¿Adónde vamos?
-Eso es algo que tú mismo debes contestar.
-¿Qué quiere decir?
-Espero que seas lo bastante bueno como para dirigirme al lugar donde pueda encontrar a tus amigos.
-¡Váyase al infierno!
-Au contraire -dije, sonriendo de nuevo-. Si no cooperas, y con rapidez, te pegaré un buen golpe en la cabeza y abandonaré tu cuerpo en el Sena.
-¡Viejo bastardo..., no puede asustarme!
Levantando la mano derecha del volante le di un fuerte bofetón en la boca, haciéndole retroceder contra el asiento.
7
-Eso sólo es una muestra -le dije-. La próxima vez no seré tan suave.
Mi mano se convirtió en puño, la volví a levantar y el pequeño se encogió.
-¡Dímelo! -le ordené.
Y lo hizo.
El golpe recibido en la boca pareció haberle desatado la lengua porque empezó a contestar a mis preguntas, al tiempo que yo hacía girar el coche, cruzaba un puente y penetraba en la Orilla Izquierda.
Cuando me dijo cuál era nuestro destino y me describió cómo llegar a él, confieso que me quedé sorprendido. La distancia era mucho mayor de lo que había supuesto, y no sería fácil descubrir el lugar, pero seguí sus indicaciones sobre un mapa mental. Mientras tanto, estimulé a Bobo para que hablara.
Ése era su nombre..., Bobo. Si tenía algún otro, aseguró no saberlo y yo le creí. Tenía nueve años de edad, pero ya hacía tres que estaba en la banda, desde que su jefe le había secuestrado en las calles de Dubrovnik trayéndolo aquí, a París, por una larga ruta ilegal, escondido en el fondo de un camión.
-¿Dubrovnik? -pregunté, asintiendo con un gesto-. Entonces, eres realmente yugoslavo. ¿Qué me dices de los otros?
-No lo sé. Proceden de todas partes, allí donde los encontrara él.
-¿Te refieres a vuestro jefe? ¿Cómo se llama?
-Le llamamos Le Boss.
-¿Fue él quien os enseñó a robar así?
-Nos ha enseñado muchas cosas -contestó Bobo dirigiéndome una mirada de soslayo-. Escúcheme, viejo... si él está allí habrá muchos problemas. Será mejor que me deje marchar.
-No hasta que recupere mi cartera.
-¿Su cartera? -Sus ojos se abrieron como platos, luego se estrecharon y me di cuenta de que acababa de reconocerme como su víctima de la noche anterior-. Si cree usted que Le Boss le va a devolver su dinero es que es tonto.
-No soy tonto, y no me importa el dinero.
-¿Sus tarjetas de crédito? No se preocupe. Le Boss no trata nunca de utilizarlas. Es demasiado arriesgado.
-Tampoco es por las tarjetas. Había algo más. ¿No lo viste?
-Yo no llegué a tocar su cartera. Anoche fue Pepe quien se encargó de llevarla a la camioneta.
8
Según me dijo, la camioneta siempre estaba aparcada a la vuelta de la esquina del lugar en que operaba la banda. Y después de cometido el robo era allí adonde huían. Le Boss esperaba ante el volante, con el motor en marcha; la propiedad robada se la entregaban inmediatamente, al tiempo que se dirigían hacia zonas más seguras.
-De modo que la cartera la tiene ahora Le Boss -dije.
-Quizá. A veces coge el dinero y tira la cartera en cualquier parte. Pero si como usted dice contenía algo más que dinero y tarjetas de crédito... -Bobo dudó un momento, mirándome, antes de preguntar-: ¿Qué es lo que anda buscando?
-Eso es algo que discutiré con Le Boss cuando le vea.
-¿Diamantes, quizá? ¿Es usted un contrabandista?
-No.
Abrió mucho los ojos y asintió rápidamente con un gesto.
-¿Cocaína? No se preocupe, yo mismo le conseguiré la que quiera, no es ningún problema... Buen material y no la mierda que cortan para el comercio callejero. Toda la que usted quiera, y a buen precio.
-Deja de imaginar cosas -le dije, moviendo la cabeza-. Sólo hablaré con Le Boss.
Pero Bobo siguió mirándome mientras yo conducía hacia las zonas suburbanas residenciales e industriales, atravesando unos terrenos libres de edificios. Me metí por un camino lateral sin asfaltar que bordeaba la orilla desierta del río. No había ninguna luz, ni viviendas, ni signos de vida..., únicamente sombras, silencio y árboles que balanceaban sus ramas altas.
Bobo se estaba poniendo nervioso, pero ahora forzó una sonrisa.
-Eh, viejo..., ¿le gustan las chicas? Le Boss consiguió una el otro día.
-No me interesa.
-Quiero decir chicas pequeñas. Carne fresca, de sólo cinco o seis años...
Negué de nuevo con un gesto y el rapaz se me acercó en el asiento e insistió:
-¿Qué me dice de chicos? Soy muy bueno, ya lo verá. Hasta Le Boss lo dice...
Se acurrucó contra mi; tenía las ropas sucias y olía a sudor y ajo.
-No te molestes -le dije, apartándolo de un empujón.
-Está bien -murmuró-. Pensé que si llegábamos a un acuerdo dejaría de intentar encontrar a Le Boss. Con eso no va a conseguir más que empeorar las cosas para usted, y no tiene sentido que le hagan daño.
9
-Agradezco tu preocupación -dije, sonriéndole -. Pero no es por mí por quien te preocupas. Tú serás el que recibas un buen castigo por traerme hasta vuestra guarida, ¿no?
Me miró fijamente sin contestar, pero leí la respuesta en sus ojos, llenos de temor.
-¿Qué te hará? -pregunté.
El temor volvió a surgir en su voz.
-Por favor, Monsieur, ¡no le diga cómo consiguió llegar hasta aquí! Haré todo lo que usted quiera, todo...
-Harás exactamente lo que yo te diga -le espeté.
Volvió a quedarse mirando hacia adelante, y de nuevo leí en sus ojos..
-¿Hemos llegado? -pregunté-. ¿Es éste el sitio?
-Oui, pero...
-Cállate.
Apagué el motor y las luces, pero no antes de que la luz me permitiera descubrir por un instante la orilla del río al otro lado del camino vecinal. A través de la maraña de árboles y matojos pude ver la camioneta aparcada, medio oculta entre las sombras que había delante. Más allá, cruzando el río, vi un antiguo puente de madera destinado a peatones, la estrecha y casi desmoronada reliquia de tiempos pasados.
Bajé del coche, rodeándolo hasta el otro lado y abrí la puerta, cogiendo del cuello a mi prisionero.
-¿Dónde están? -susurré.
-Al otro lado. -La voz de Bobo sonó débil pero la aprensión que denotaba era fuerte-. ¡No me obligue a llevarlo hasta allí, por favor!
-Cierra la boca y ven conmigo.
Le arrastré hacia los árboles y me detuve para contemplar la vieja estructura del puente. El propósito para el que había servido en el pasado ya hacía tiempo que se había olvidado, lo mismo que el gran óvalo de la otra orilla, que se abría cerca del borde del agua.
Pero Le Boss no lo había olvidado. Antiguamente, este gran conducto circular fornió parte del primitivo sistema de alcantarillado de París. Enterradas en las profundidades, docenas de ramales se conectaban, convergiendo en una sola cloaca gigantesca que vertía sus residuos en las aguas situadas río abajo. Ahora, los canales interiores habían sido cerrados, dejando el túnel principal seco, aunque no desierto. Porque era aquí, dentro de un círculo de metal de unos siete metros de diámetro, donde Le Boss encontraba protección a las miradas indiscretas, al otro lado del camino vecinal en desuso y del puente abandonado.
La enorme abertura parecía la boca de entrada al infierno y en su interior se veían los fuegos del infierno.
10
En realidad, lo que me parecieron fuegos no eran más que el producto de unas velas encendidas colocadas en nichos alrededor de la base del túnel. Comprendí que no sólo tenían un valor práctico, sino también precavido, ya que se las podría apagar inmediatamente en caso de alarma.
¿Alarma?
Agarré a Bobo aún más fuerte por el cuello.
-El vigilante -murmuré-. ¿Dónde está?
De mala gana, el chico extendió un dedo en dirección a un borde alto y destartalado situado en el lado del puente. Distinguí entre las sombras una pequeña figura acurrucada entre brotes de vegetación.
-Sandor -me dijo mi prisionero-. Está dormido.
-¿Y qué me dices de Le Boss y de los otros? -pregunté, levantando la mirada.
-Están dentro de la cloaca. Más adentro, allí donde nadie puede verles.
-Bien. Ahora entrarás tú.
-¿Solo?
-Sí, tú solo.
Cogí la llave y le abrí las esposas, aunque no le solté del cuello. El chico se frotó las muñecas irritadas.
-¿Y qué es lo que debo hacer?
-Dile a Le Boss que te cogí en la calle, pero que conseguiste escapar y echar a correr.
-¿Y cómo explico que conseguí llegar aquí?
-Quizá hiciste autoestop.
-¿Y después...?
-No te diste cuenta de que te seguía..., hasta que volví a cogerte aquí. Dile que estoy esperando a este lado del río hasta que me traigas la llave que ando buscando. Una vez la tenga en mi poder me marcharé... sin hacer preguntas, sin causar ningún daño.
-Suponga que él no tiene la llave -dijo Bobo, frunciendo el ceño.
-La tendrá -le dije-. Mira, es una vieja llave de latón, pero el mango tiene la forma del blasón de mi familia. Y montado en el blasón hay un gran rubí.
-¿Y qué pasa si él arrancó el rubí y tiró la llave? -preguntó el chico sin dejar de fruncir el ceño.
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-Es posible -admití, encogiéndome de hombros-. Pero será mejor que reces para que no haya sucedido así. -Mis dedos se hundieron un poco más en su cuello-. Quiero esa llave, ¿comprendido? Y la quiero ahora.
-¡Pero él no se la va a dar! ¡No Le Boss! ¿Por qué iba a dársela?
Por toda contestación empujé al chico hacia el adormilado vigilante, medio oculto entre los arbustos. Metí la mano en el bolsillo y saqué un cuchillo. En el instante en que Bobo abría la boca, sorprendido, le pegué una patada a la figura acurrucada. El otro parpadeó y se sentó rápidamente. Después se quedó helado cuando le apreté la punta de la hoja contra el cuello.
-Dile que si no me trae la llave dentro de cinco minutos le cortaré el cuello a Sandor.
Sandor me creyó. Lo sé porque empezó a temblar. Y Bobo también me creyó, porque cuando le solté del cuello echó a correr hacia el puente.
Ahora sólo quedaba por dilucidar una cuestión: ¿me creería también Le Boss?
Sinceramente, confiaba que así fuera. Pero, por el momento, lo único que podía hacer era esperar pacientemente. Obligué al tembloroso Sandor a levantarse y le empujé delante de mi para situarme al borde del puente, mirando hacia el otro lado, al tiempo que Bobo llegaba hasta la boca de la cloaca, que se lo tragó. Yo seguí esperando.
La noche estaba en silencio, a excepción de la ronca respiración de Sandor. Ningún sonido surgió de la gran boca ovalada de la cloaca, al otro lado del río, y mi visión, por la lejanía. no alcanzaba a ver su interior.
Pero el reflejo de la luz me sirvió para estudiar a mi nuevo prisionero. Al igual que Bobo, tenía el cuerpo de un niño, pero el rostro que me contemplaba me pareció incongruentemente avejentado..., no por las arrugas, sino por la línea delgada de sus labios apretados, los huecos existentes bajo los pómulos sobresalientes y los hundidos círculos que rodeaban sus ojos. También eran unos ojos de viejo, como los de alguien que ha visto mucho más de lo que un niño podría haber visto. Leí en ellos un sometimiento momentáneo, pero sabía que eso no era más que una reacción superficial. Por detrás percibí un brillo frío, una fuerza cruel gobernada no por la inteligencia, sino por el instinto animal, completamente desarrollado, listo para soltarse. Y, en efecto, era como un animal, me dije a mí mismo; un depredador que vivía en una cueva, ávido de satisfacer apetitos atávicos perennes.
No había nacido así, desde luego. Había sido Le Boss quien transformó la inocencia de la infancia en el impulso amoral que erradicó todo signo de humanidad para dejar surgir la bestia que había debajo.
Le Boss. ¿Qué estaría haciendo ahora? Seguramente, Bobo le habría encontrado ya y le habría contado su historia. ¿Qué estaría ocurriendo? Mantuve cerca a Sandor, a punta de cuchillo, vigilando la oscilación de las luces y las profundidades de las sombras en la enorme mandíbula del túnel.
Entonces, de repente y por sorpresa surgió un grito de la boca de metal.
El alto eco desgarrador se elevó sólo durante un instante antes de desvanecerse en el silencio, pero reconocí la fuente de la que procedía.
Agarré a Sandor por el cuello y le apreté aún más la hoja del cuchillo. Empecé a caminar hacia el puente.
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-¡No! -exclamó con un estremecimiento-. No lo haga...
Ignoré su ruego quejumbroso, sus mutiles esfuerzos por liberarse. Le empujé hacia adelante y crucé la vacilante estructura, sin apartar la mirada de las oscuras profundidades que había al otro lado, y enfocando toda mi visión y atención en la abertura que tenía delante.
Pasé entre las oscilantes luces de las velas colocadas a ambos lados y me metí en aquella enorme abertura, llevando a Sandor por delante. Ahora muy consciente del hedor a putrefacción que salió a recibirme desde el oscuro interior, consciente del sonido de otros pasos contra la redondeada superficie de metal. Pero dirigí toda mi atención hacia otra parte.
Un montón oscuro de harapos aparecía tumbado sobre la base curvada del túnel. Sin dejar de observarlo mientras nos aproximábamos, me di cuenta de que me había equivocado. Los harapos no eran otra cosa más que una vieja manta bajo la que se delineaba una figura retorcida.
Bobo también había cometido un error, porque era su cuerpo el que aparecía allí tendido, inmóvil. El ángulo grotesco de su cuello y el fragmento de hueso que surgía de su brazo tendido en una posición extraña, me indicaron que se había caído desde lo alto. O quizá lo habían arrojado desde allí.
Mis ojos buscaron el redondeado techo de la cloaca. Tal y como había calculado, debía de tener sus buenos siete metros, pero no tuve que recorrer toda la parte superior con la mirada para confirmar mi suposición sobre la suerte corrida por Bobo.
Justo delante de mí, a la izquierda de la redondeada pared metálica había una escalera de madera apoyada contra el lado de un amplio andamio, montado de modo aparentemente provisional, que se elevaba quizá unos cuatro metros desde la base de la cloaca. Aquí había velas fijas a intervalos regulares sobre las estacas, iluminando un gran montón de equipajes de mano, mochilas, carteras de mano, cajas, bolsas, bolsos, ropas y artículos diversos, que configuraban el montón de objetos robados por los ladrones.
Y allí, en cuclillas sobre un colchón ajado, en medio de un montón de botellas vacías, estaba el propio Le Boss.
No cabía la menor duda en cuanto a su identidad; le reconocí por su sonrisa burlona, por la fría manera despreocupada con la que se incorporó para enfrentarse a mí después de que yo forzara a Sandor a subir la escalera y la plataforma.
El hombre que se encontraba vacilando ante nosotros era un monstruo. Siento tener que utilizar ese término, pero no existe ninguna otra palabra capaz de describirlo. Le Boss medía más de uno ochenta de altura, y las piernas enfundadas en los pantalones sucios y arrugados aparecían inclinadas y dobladas bajo la inmensidad de la carga que debían soportar. Debía de pesar más de ciento cincuenta kilos, y la grasa que se abultaba en su vientre voluminoso y en su torso era casi obscena en su abundancia. Sus enormes manos terminaban en dedos tan gruesos como salchichas.
No llevaba camisa bajo la chaqueta estrecha que vestía, y de una cuerda que colgaba alrededor del grueso cuello pendía un silbato, que le caía sobre el pecho desnudo. Tenía la cabeza en forma de bala y era calvo. De hecho no mostraba un solo pelo..., ni la menor señal de cejas por encima de las pupilas de aspecto hipertiroideo, ni pestañas que protegieran las cuencas de los ojos enrojecidos. Las mejillas porcinas y la papada no mostraban señal alguna de barba, y sus carnosos pliegues eran blancos como los de un gusano a la luz de las velas, que lanzaban reflejos contra los ojos diminutos y leonados.
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No necesité una segunda mirada para confirmar mis sospechas sobre lo que había sucedido antes de mi llegada; la escena que me imaginé mentalmente se había hecho realidad. La llegada de Bobo, la respiración entrecortada, la balbuciente narración de su historia, la reacción de su jefe, mezcla de incredulidad y cólera, la explosión de furia incontenible con la que debió de agarrar al pobre chico para arrojarlo desde la plataforma, estrellándolo como una botella vacía contra el suelo de la cloaca... Lo vi todo demasiado vívidamente.
Le Boss me dirigió una mueca sonriente, sus carnosos labios se abrieron, poniendo al descubierto los muñones amarillentos de sus dientes podridos.
-¿Y bien, viejo?
Me habló en francés, pero su voz mostraba un extraño acento; de hecho, podía ser perfectamente un yugoslavo. Hice un esfuerzo por mirarle directamente a los ojos.
-Ya sabe por qué estoy aquí -le dije.
-Algo sobre una llave -asintió-. Yo la tengo.
-Su banda de ladrones me la robó. Pero es de mi propiedad.
-Ahora es propiedad mía -dijo, ampliando la mueca. Su profunda voz retumbaba con un acento burlón-. Suponga que no estoy dispuesto a devolvérsela.
Por toda contestación le mostré a Sandor, delante de mí, y levanté el cuchillo, apretándolo contra su cuello. Mi prisionero tembló y emitió una especie de lloriqueo cuando la hoja se apretó más contra él. Le Boss se limitó a encogerse de hombros.
-Tendrá que hacer algo mejor que eso, viejo. La vida de un niño no es nada importante para mí.
-Ya lo veo -repliqué, mirando el cuerpo de Bobo, tendido allá abajo. Tratando de ocultar mi reacción, me enfrenté de nuevo con él-. Pero ¿dónde están los otros?
-Jugando, supongo.
-¿Jugando?
-¿Eso le parece extraño, viejo? A pesar de lo que pueda creer, tengo cierta compasión. Después de todo, sólo son niños. Trabajan muy duro, y se merecen la recompensa del juego.
Le Boss se volvió, señalando hacia la lejana oscuridad del interior de la cloaca. Mis ojos siguieron la dirección de su gesto y, por primera vez, percibí el movimiento en la semipenumbra. Hasta mí llegaron unos sonidos débiles, que ahora identifiqué como risas infantiles. Pequeñas figuras se movían al fondo, siluetas que aparecían blanquecinas entre las sombras.
Los yugoslavos estaban desnudos y se dedicaban a jugar. Conté cuatro figuras retorciéndose y arrastrándose por el suelo, al fondo del túnel.
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Pero ¡un momento! Había una quinta figura, algo más pequeña que las otras, que se inclinaban sobre ella y se reían al tiempo que manoseaban la temblorosa configuración de su pelo rubio. Por encima de todo ello, percibí el sonido de los jadeos, y en mi mente resonó el eco de la voz de Bobo.
«Eh, viejo..., ¿le gustan las chicas?... Carne fresca, de sólo cinco o seis años...»
Ahora lo comprendía todo con claridad. Dos de los chicos sostenían a la víctima en el suelo, con las piernas abiertas e indefensa, mientras los otros dos..., pero no, no voy a describir lo que estaban haciendo.
Aparté la mirada y volví a enfrentarme con la sonrisa de Le Boss. De algún modo, me pareció mucho más horrible que la escena que se desarrollaba allá abajo. Le Boss agarró una botella apoyada contra el montón de objetos que había junto a él y bebió antes de hablar.
-Se siente angustiado, ¿verdad?
-No tanto como lo estará usted a menos que me devuelva mi llave -le repliqué.
-Con amenazas vacías no conseguirá más que manos vacías -me dijo sin dejar dc sonreír.
-No tengo las manos vacías.
Apreté el cuchillo contra el cuello de Sandor, rasgando ligeramente la carne, y el chico lanzó un grito de terror. Le Boss se encogió de hombros.
-Adelante. Ya le he dicho que no me importa.
Por un momento permanecí sin saber qué hacer. Después, con un suspiro, aparté el cuchillo de Sandor y solté su cuello sudoroso. El muchacho se volvió y echó a correr hacia la escalera, situada detrás de mí. Poco después escuché sus precipitados pasos a medida que descendía los escalones de madera. Afortunadamente, ese sonido apagó las risas que me llegaban desde abajo. Le Boss asintió con un gesto.
-Eso está mucho mejor. Ahora podemos discutir la situación como caballeros.
-No mientras yo tenga esto y usted mi llave -dije, levantando el cuchillo.
-¿Más amenazas vacías?
-Mi cuchillo habla por mí -dije, avanzando un paso al mismo tiempo.
-Le juro que no sé qué hacer con usted, viejo -dijo con una risa sofocada-. O es un verdadero estúpido, o es muy valiente.
-Quizá ambas cosas.
Levanté un poco más la hoja, pero él detuvo mi avance con un gesto rápido.
-Ya está bien -resolló. Se volvió, se inclinó y metió la mano en un montón de chales, pañuelos y bolsos que había tras él. Cuando se volvió a incorporar tenía la llave en la mano-. ¿Es esto lo que anda buscando?
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-Sí. Sabía que usted no lo desdeñaría.
Se quedó mirando fijamente la piedra roja que brillaba débilmente desde el mango con el blasón.
-Nunca desprecio nada valioso.
-Únicamente las vidas humanas -repliqué.
-No me venga con sermones, viejo. No me interesa su filosofía.
-Ni a mí la suya. -Extendí la mano, con la palma hacia arriba-. Todo lo que quiero es recuperar mi llave.
-No tan rápido -dijo, retirando su mano-. Supongamos que me cuenta por qué quiere recuperarla.
-No es por el rubí -le dije-. Adelante, arránquelo si quiere.
-Es un pobre ejemplar -dijo Le Boss volviendo a reír-. Bastante grande, pero imperfecto. Es la llave lo único que le interesa, ¿eh?
-Naturalmente, tal y como le dije a Bobo, abre la puerta de mi finca en el campo.
-¿Y dónde está esa finca?
-Cerca de Bourg-la-Reine.
-Eso no está muy lejos de aquí. -Los pequeños ojos se estrecharon-. Con la camioneta podríamos estar allí en una hora.
-Eso no serviría de nada -le dije-. Quizá la palabra «finca» no sea la más adecuada. Se trata de un lugar pequeño donde no hay nada que le pueda interesar a usted. Los muebles son viejos, pero no alcanzan la categoría de antigüedades. La casa ha estado abandonada durante años desde que le hice mi última visita. Tengo propiedades en otras partes del continente donde paso buena parte de mi tiempo. Pero como voy a estar aquí varias semanas por asuntos de negocios, prefiero estar rodeado de un ambiente familiar.
-Conque otras propiedades, ¿eh? -Le Boss jugueteó con la llave-. Debe de ser usted bastante rico, viejo.
-Eso no es asunto suyo.
-Quizá no, pero sólo estaba pensando. Si tiene usted dinero, ¿por qué no dirigir sus asuntos con toda comodidad desde un hotel en París?
-Es una cuestión sentimental... -dije, encogiéndome de hombros.
-¿De veras?
Me observo atentamente y en el intervalo que transcurrió antes de que hablara me di cuenta de que los sonidos de allí abajo habían cesado. Mi voz rompió el repentino silencio.
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-Le aseguro...
-Au contraire. Usted no me asegura nada en absoluto -se burló Le Boss-. Si es usted propietario de una finca, lo importante es la llave de la casa, y no la llave de entrada a la propiedad. Cualquier cerrajero podría abrírsela sin necesidad de tener esta llave en particular. -Contempló la llave de latón, el apagado brillo del rubí incrustado en el mango con el blasón y añadió-: A menos que, después de todo, no sea la llave de una puerta. A mí más bien me parece la llave de una caja fuerte, o incluso de una de las habitaciones de la casa en la que puede haber objetos valiosos.
-Sólo es la llave de la puerta de acceso a la propiedad. -Volví a extender una mano mientras sostenía el cuchillo con la otra-. Pero la quiero... ahora.
-¿Sería suficiente para matar? -me preguntó, desafiante.
-Si es necesario...
-Se lo voy a evitar. -Sonriendo, Le Boss se inclinó de nuevo sobre el montón de ropas. Cuando se incorporó y se volvió para mirarme, sostenía un revólver en la mano-. Deje caer ese cepillo de dientes -me ordenó, levantando el arma para reforzar la orden.
Suspirando, abrí la mano y el cuchillo cayó, saltando sobre el lado de la plataforma abierta, hasta la superficie de la cloaca, más abajo. Estimulado por un ciego impulso, me giré rápidamente. Si pudiera llegar hasta la escalera...
-¡Quédese donde está!
No fueron sus palabras las que me detuvieron, sino el sonido metálico del arma. Me volví con lentitud, situado, como estaba, frente al cañón de su revólver.
-Eso está mejor -dijo.
-No se atreverá usted a matarme..., no a sangre fría.
-Dejemos que eso lo decidan los chicos.
Le Boss se llevó la mano al silbato que le colgaba del cuello. Se lo metió en los carnosos labios y sopló.
El sonido ensordecedor produjo ecos y reverberó contra las redondas paredes de metal, junto a mí y por debajo. Después, se escucharon los murmullos de respuesta, el repentino golpetear de los pasos que se acercaban. Miré hacia abajo por el rabillo del ojo y vi las cuatro figuras desnudas..., no, ahora había cinco, incluyendo a Sandor, completamente vestido, que se movían hacia la plataforma sobre la que nos encontrábamos.
Una vez más, conjuré en mi mente una visión del infierno, de demonios que bailaban sobre las llamas. Pero las llamas no eran más que la luz emitida por las velas, y los cuerpos de los que se movían allí abajo pertenecían a niños. Unicamente sus risas eran lo demoniaco. Sus risas y sus rostros, brillantes y contorsionados.
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Al aproximarse, pude echar un vistazo a lo que traían en las manos. Sandor había recogido el cuchillo del lugar donde había caído, y los otros empuñaban sus propias armas, un mazo, un bastón de madera, un trozo de tubería de acero, una botella de vino rota por la mitad. Le Boss volvió a reír socarronamente y dijo:
-Ha llegado la hora de jugar.
-¡Dígales que se alejen! -grité-. Le advierto...
-No vale la pena, viejo -dijo Le Boss meneando la cabeza.
«Viejo», me había vuelto a llamar viejo. Creo que eso fue lo que me impulsó. No fue la amenaza del revólver, ni la vista de aquellas aterradoras y pequeñas criaturas. Fue simplemente esa palabra, el desprecio con que había sido repetida una y otra vez.
Sabía lo que él estaba pensando: una víctima anciana, desarmada, impotente, atrapada y dispuesta para el tormento. Y en buena medida tenía razón. No tenía armas, era viejo y estaba atrapado.
Pero no era impotente.
Cerré los ojos y me concentré. Hay silbidos subsónicos que no producen ningún sonido audible, y hay formas de llamadas que no requieren ni siquiera un silbido. Y hay algo más que sabandijas humanas infestando las cloacas abandonadas, acechando desde los rincones más oscuros de los túneles, pero capaces de responder a ciertas órdenes.
Y la respuesta se produjo casi instantáneamente.
Llegó en forma de un rumor de pisadas, de ruidos débiles magnificados por el número concentrado. Llegó en forma de chirridos y crujidos. al principio como ecos procedentes desde cierta distancia, pero formando después una cacofonía cada vez más cercana, a medida que contestaban a mi llamada.
Los yugoslavos habían alcanzado ya la escalera, en el extremo más alejado de la plataforma. Vi a Sandor subir los peldaños superiores, con el cuchillo apretado entre los dientes. Le vi detenerse de pronto, cuando él también escuchó el repentino tumulto. Detrás de Sandor, sus compañeros se volvieron para buscar su fuente de procedencia.
Entonces gritaron, primero llenos de sorpresa, a continuación alarmados, a medida que la oleada gris surgía, acercándose a ellos, a lo largo de toda la longitud de la cloaca. La oleada gris, moteada por cientos de ojos rojos y brillantes y miles de dientes diminutos.
La oleada avanzó arremolinándose alrededor de los pies y los tobillos de los yugoslavos, que estaban en la escalera, subiendo y abriéndose paso hacia sus piernas y rodillas. Gritando, trataron de defenderse con sus armas, intentando rechazar el ataque, pero la oleada continuó adelante y hacia arriba. Unas formas peludas subieron más, hundiendo las garras en los pechos, penetrando con los dientes en los cuerpos. Sandor terminó de subir la escalera ayudándose con ambas manos, pero los ojos rojos que había bajo él le siguieron, y las formas grisáceas se lanzaron desde detrás sobre su espalda desprotegida, cubriéndola con un manto de pequeños cuerpos agitados.
Ahora, el vocerío procedente de abajo quedó ahogado por los gritos agudos de Sandor. El cuchillo se le cayó de entre los labios al gritar y hundirse entre la masa que se retorcía sobre él y que ya había devorado a sus compañeros. Con expresiones de estupor y desamparo, sus rostros desaparecieron de la vista tragados por la creciente oleada gris.
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Sucedió todo con tal rapidez que Le Boss, cogido por sorpresa, todavía contemplaba en un atónito silencio la carnicería que se había producido. Entonces, fui yo quien elevó la voz por encima de la confusión.
-La llave -grité-. Déme la llave.
Por toda contestación levantó la mano..., no la que tenía la llave, sino la que sostenía el arma.
Los dedos le temblaban, y el cañón osciló mientras yo le miraba fijamente. Aun así, comprendí que no podía fallar a tan corta distancia. Y no falló.
Cuando apretó el gatillo los disparos se produjeron en una rápida sucesión. Apenas si fueron audibles en el rugido que sonaba en el interior del túnel, pero sentí su impacto cuando las balas me golpearon el pecho y el torso.
Continué avanzando, acercándome más, escuchando el clic final e inútil mientras él seguía apretando el gatillo de su revólver ya vacío. Mirándome, con los ojos enrojecidos por la cólera, me lanzó el arma contra la cabeza. Pasó silbando junto a mí, y ahora ya no le quedaba nada a lo que agarrarse, excepto la llave. Sus manos temblaban inconteniblemente.
Extendí la mano.
Le cogí la llave de su zarpa grasosa y miré fijamente su rostro, de expresión frenética. Quizá debería haberle dicho que su suposición era correcta: la llave no servía para abrir la puerta de una propiedad. Podría haberle explicado que el rubí del mango... era el símbolo de un linaje tan antiquísimo que aún conservaba la vieja costumbre de mantener una tumba en la propiedad. La llave me permitía el acceso a esa tumba; no es que lo necesitara realmente; la rama de mi linaje disponía de otros muchos lugares en los que descansar, y durante mis viajes siempre llevaba conmigo lo necesario como para poder descansar temporalmente por mis propios medios. Pero durante mi estancia aquí esa tumba era práctica, al mismo tiempo que privada. Llamar a un cerrajero habría sido una tontería y habría presentado muchos inconvenientes, y a mí no me gustan los inconvenientes.
Le podría haber dicho todo eso, y mucho más. Pero en su lugar me guardé la llave con el gran rubí de color apagado, que era como una gota de sangre.
Al hacerlo, me di cuenta de que los chirridos y crujidos de abajo se habían desvanecido, convirtiéndose en otros sonidos de garras destrozando ropas, y dientes royendo huesos.
Incapaz de hablar, incapaz de moverse, Le Boss esperó que me acercara. Cuando le agarré por los hombros, creo que estuvo a punto de desvanecerse, ya que después sólo quedó un peso muerto desplomado sobre el suelo de la plataforma.
Por debajo, mis hermanos saciaban su apetito, festejándose con los cuerpos de los yugoslavos.
Me incliné hacia el grueso cuello que tenía debajo y yo también, a mi manera, tuve mi festín.
¡Qué tontas habían sido aquellas criaturas que se creyeron tan listas! Quizá pudieran engañar a otros, pero sus pequeños trucos no podían hacer nada contra mí. Después de todo, sólo eran yugoslavos.
Yo, en cambio, procedo de Transilvania.
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