lunes, 31 de marzo de 2014

La enamorada muerta de Théophile Gautier


Una buena lectura analicen y comenten.
La muerta enamorada
de
Théophile Gautier
 Me preguntáis, hermano, si he amado: sí. Es una historia singular y terrible, y, aunque ya tengo sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de ese recuerdo. No quiero desairaros, pero no contaré semejante relato a un alma poco experimentada. Son acontecimientos tan extraños que no puedo creer que me hayan sucedido. Durante más de tres años fui juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, pobre sacerdote rural, llevé en sueños todas las noches (¡Dios quiera que hayan sido sueños!) una vida de réprobo, una vida de hombre mundano y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer estuvo a punto de causar la pérdida de mi alma; pero, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, llegué a dominar al espíritu maligno que se había apoderado de mí.
   Mi existencia se había complicado con una existencia nocturna absolutamente distinta. Durante el día, yo era un sacerdote del Señor, casto, dedicado a la plegaria y a ocupaciones santas; por la noche, desde el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto conocedor de mujeres, de perros y de corceles, que jugaba a los dados, bebía y blasfemaba; y cuando despertaba, al rayar la aurora, parecíame por el contrario, que dormía y soñaba que era sacerdote. De aquella vida sonambulesca me han quedado recuerdos de objetos y palabras contra los que no puedo defenderme, y, aunque no haya traspasado nunca los muros de mi casa parroquial, diríase, al oírme, que soy un hombre que, ha recorrido el mundo y parece haber conocido todo, ha ingresado en religión y quiere terminar en el seno de Dios unos días excesivamente agitados, antes que un humilde seminarista que ha envejecido en una parroquia ignorada, en el fondo de un bosque, y sin relación alguna con las cosas del siglo.
   Sí, yo he amado como nadie ha amado en este mundo, con un amor insensato y furioso, tan violento que aún me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Ah, qué noches! ¡Qué noches!
   Desde mi más tierna infancia había sentido vocación por el estado sacerdotal; de manera que todos mis estudios se orientaron en esa dirección, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Al concluir los estudios de teología, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y, a pesar de mi extrema juventud mis superiores me consideraron digno de franquear el último y temible grado. Se fijó, para mi ordenación, un día de la semana de Pascua.
   Nunca había salido al mundo; el mundo, para mí, era el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo llamado mujer, pero eso no absorbía mis pensamientos; mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año. Ésas eran todas mis relaciones con el exterior.
   Nada echaba de menos, ni sentía la duda ante aquel compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna ha contado las horas con ardor tan febril; no dormía; soñaba que decía misa; no encontraba nada más bello en el mundo que ser sacerdote: hubiera rehusado ser rey o poeta. Mi ambición no concebía más. He dicho todo esto para mostraros cómo no debería haberme sucedido lo que me sucedió, y hasta qué punto fui víctima de una fascinación inexplicable.

   Cuando llegó el gran día, marché a la iglesia con un paso tan ligero que parecía como si flotase en el aire o tuviera alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía taciturna y preocupada de mis compañeros; porque éramos varios. Había pasado la noche en oración y me hallaba en un estado que casi rozaba el éxtasis. El obispo, venerable anciano, se me antojó Dios Padre contemplando su eternidad, y yo veía el cielo a través de las bóvedas del templo.
   Conocéis los detalles de esa ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la unción de la palma de las manos con el óleo de los catecúmenos y, en fin, el sacrificio celebrado conjuntamente con el obispo. No insistiré en ello. ¡Oh, qué razón tenía Job y qué imprudente es quien no concierta un pacto con sus propios ojos! Levanté por azar la cabeza, que hasta entonces había mantenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que hubiese podido tocarla, aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada, a una joven de rara belleza y vestida con una magnificencia regia. Fue como si cayeran las escamas de mis pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recobrara súbitamente la vista. El obispo, poco antes tan resplandeciente, se eclipsó en el acto, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y se hizo en toda la iglesia una oscuridad completa. La encantadora criatura destacaba sobre el fondo sombrío como una revelación angélica; parecía tener luz propia y difundir la claridad en lugar de recibirla.
   Bajé los párpados, dispuesto a no levantarlos, para sustraerme a la influencia de los objetivos exteriores; porque la distracción me invadía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.
   Un minuto después volví a abrir los ojos, pues la veía, a través de mis pestañas, irisada con los colores del prisma y en una penumbra purpúrea, como cuando se mira al sol.
   ¡Oh, qué bella era! Los más grandes pintores, cuando, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madona, no se aproximaron siquiera a aquella fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor hubieran podido dar una idea de ella. Era alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un suave color rubio, se dividían en el centro de su cabeza y se deslizaban sobre sus sienes como ríos de oro; su frente, de una blancura azulada y transparente, se extendía, amplia y serena, sobre los arcos de unas pestañas casi morenas, singularidad que añadía a sus pupilas verdemar una vivacidad y un fulgor irresistibles. ¡Qué ojos! Con un solo relampagueo podían decidir el destino de un hombre; tenían una vida, una limpidez, un ardor, una brillante humedad que yo nunca había visto en ojos humanos; se escapaban de ellos rayos parecidos a flechas que veía claramente llegar a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero a buen seguro procedía de uno u otro sitio. Aquella mujer era un ángel o un demonio; ciertamente no había salido del seno de Eva, nuestra madre común. Dientes del más bello oriente chispeaban en su roja sonrisa, y pequeños hoyuelos se hundían, a cada inflexión de su boca, en el satén rosado de sus adorables mejillas. En cuanto a su nariz, era de una finura y altivez absolutamente regias, y delataba el más noble origen. Brillos de ágata jugueteaban sobre la piel tersa y esplendorosa de sus hombros, a medias descubiertos, e hileras de perlas rubias, de un tono casi semejante al de su cuello, colgaban sobre su pecho. De cuando en cuando, erguía la cabeza con un movimiento sinuoso de culebra o de pavo real que se engallara, e imprimía un ligero temblor a la alta gorguera bordada con calados que la rodeaban como un enrejado de plata.
   Llevaba un vestido de terciopelo nacarado, y de sus amplias mangas forradas de armiño salían unas manos patricias, de una delicadeza infinita, con dedos largos y gordezuelos, y de una transparencia tan ideal que dejaban, como los de la aurora, pasar la claridad.
   Todos esos detalles están aún tan presentes en mí como si fueran de ayer; pues, aunque yo me hallara sumido en una turbación extremada, nada se me escapó: el más leve matiz, el pequeño lunar a un lado de la barbilla, el bozo imperceptible en las comisuras de los labios, lo aterciopelado de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, todo lo capté con una sorprendente lucidez.
   Mientras la contemplaba, sentía abrirse en mí puertas que hasta entonces habían permanecido cerradas; suspiros reprimidos se liberaban en todas las direcciones y dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida se me aparecía bajo un aspecto completamente distinto; acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una angustia espantosa me atenazaba el corazón; cada minuto que transcurría se me antojaba, a la vez, un segundo y un siglo. Pero la ceremonia continuaba, y yo me veía transportado muy lejos de aquel mundo cuya entrada asediaban furiosamente mis nuevos deseos. Sin embargo, dije “sí” cuando anhelaba decir “no”, cuando todo en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi lengua ejercía sobre mi alma: una fuerza oculta arrancaba, a pesar mío, las palabras de mi garganta. Eso es tal vez lo que determina que tantas jóvenes marchen al altar con la firme decisión de rechazar de un modo patente al futuro marido que se les impone, y que ni una sola lleve a cabo su propósito. Eso es sin duda lo que hace que tantas pobres novicias tomen el velo, aunque estén resueltas a desgarrarlo en pedazos en el mismo momento de pronunciar sus votos.
   Nadie se atreve a provocar tal escándalo ante todo el mundo ni a defraudar la atención de tantas personas; todas esas voluntades, todas esas miradas parecen pesar sobre uno como una plancha de plomo; y, por otra parte, todas las medidas han sido tan cuidadosamente adoptadas, todo está tan regulado de antemano, de una manera tan evidentemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los hechos y sucumbe por completo.
   La mirada de la bella desconocida cambió tic expresión a medida que avanzaba la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, fue tomando un aire enojado y desdeñoso,    como de no haber sido comprendida.
   Hice un esfuerzo que hubiera bastado para mover una montaña, para gritar que no quería ser sacerdote; pero no pude decir nada; mi lengua quedó clavada a mi paladar, y me fue imposible expresar mi voluntad mediante el más leve ademán negativo. Aunque absolutamente despierto, me encontraba en una situación análoga a la de esas pesadillas en que se intenta gritar una palabra de la que depende la vida de uno y no se puede pronunciarla.
   Ella parecía percatarse del martirio que yo sufría, y, como para animarme, me lanzó una ojeada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema, y cada una de sus miradas formaba una estrofa. Me decía:
   “Si quieres ser mío, te haré más feliz que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles tendrán celos de ti. Desgarra ese fúnebre sudario en que vas a envolverte; yo soy la belleza, yo soy la juventud, yo soy la vida; ven a mí: tú y yo seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Jehová en compensación? Nuestra existencia se deslizará como un sueño, y no será sino un beso eterno. “Derrama el vino de ese cáliz, y serás libre. Te llevaré a islas desconocidas; dormirás sobre mi pecho, en una cama de oro macizo y bajo un dosel de plata; porque te amo y quiero arrebatarte a ese Dios tuyo por quien tantos nobles corazones vierten raudales de amor que no llegan a Él.”
   Parecíame escuchar esas palabras con un ritmo de una dulzura infinita, pues su mirada casi poseía sonoridad, y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera sembrado en mi alma. Estaba dispuesto a renunciar a Dios; y, sin embargo, cumplí mecánicamente las formalidades de la ceremonia. La bella me lanzó una segunda mirada, tan suplicante, tan desesperada, que atravesaron mi corazón acerados cuchillos y sentí en el pecho más puñales que la Madre de los Dolores.
   Todo había terminado: ya era sacerdote.
   Jamás fisonomía humana ha mostrado una angustia tan punzante; la joven que ve a su prometido morir repentinamente a su lado, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral de la puerta del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en lugar de su tesoro, el poeta que ha dejado caer al fuego el único manuscrito de su obra más bella, no tendrían ni por asomo un aire más aterrado y más inconsolable. La sangre abandonó por completo su fascinante rostro y cobró una palidez marmórea: sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo, como si los músculos se le hubieran desatado, y se apoyó en un pilar, pues sus piernas flaqueaban y apenas podían mantenerla. En cuanto a mí, lívido, con la frente inundada de un sudor más sangriento que el del Calvario, me dirigí, tambaleándome, hacia la puerta de la iglesia; me ahogaba; las bóvedas se desplomaban sobre mis hombros, y diríase que mi cabeza sostenía, ella sola, todo el peso de la cúpula.
   Cuando iba a franquear el umbral, una mano ó bruscamente la mía: ¡una mano de mujer! Nunca había tocado una. Era fría, como la piel de serpiente, y su contacto me abrasó como la  marca de un hierro al rojo. Era ella: “Desgraciado! ¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?”, me dijo en voz baja; luego, desapareció entre la muchedumbre.
   El anciano obispo pasó junto a mí; me miró con expresión severa. Mi comportamiento no podía ser más extraño: palidecía, enrojecía, sufría vahídos. Apiadándose de mí, uno de mis compañeros me sostuvo y me condujo al seminario; yo hubiera sido incapaz de hallar por mí mismo el camino de regreso. Al doblar una calle, mientras el joven sacerdote volvía la cabeza hacia otro lado, un paje negro, caprichosamente vestido, se aproximó a mí y, sin detenerse, me entregó una cartera con esquinas cinceladas de oro y me hizo una señal para que la escondiese; la deslicé en mi manga y allí la tuve hasta que me encontré solo en mi celda. Hice saltar el cierre; no había más que dos hojas con estas palabras: “Clarimonde, en el palacio Concini”. Estaba yo entonces tan poco al corriente de las cosas de la vida que no conocía a Clarimonde, pese a su celebridad, e ignoraba por completo dónde estaba situado el palacio Concini. Hice mil conjeturas, más extravagantes unas que otras; pero, a decir verdad, con tal de poder volver a verla me inquietaba poco lo que ella fuera: gran dama o cortesana.
   Aquel amor nacido de improviso había arraigado indestructiblemente; ni siquiera soñaba en pretender arrancármelo, hasta tal punto sentía que hubiera sido cosa imposible. Aquella mujer se había adueñado totalmente de mí, una sola mirada suya había bastado para transformarme; me había impuesto su voluntad: yo no vivía ya en mí, sino en ella y por ella. Cometía mil extravagancias, besaba la parte de mi mano que ella había tocado y repetía su nombre durante horas y horas. Sólo tenía que cerrar los ojos para verla tan claramente como si estuviera en realidad ante mí; y me repetía las palabras que me había dicho bajo el pórtico de la iglesia: “Desgraciado! ¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?” Comprendía todo el horror de mi situación, y se me revelaban con claridad los aspectos fúnebres y terribles del estado que acababa de abrazar. ¡Ser sacerdotes !Es decir, ser casto, no amar, no discernir el sexo ni la edad, apartarse de toda belleza, sacarse los ojos, deslizarse por la penumbra glacial de un claustro o de una iglesia, no ver sino moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar luto por uno mismo, de tal modo que la propia sotana sirva de mortaja!
   Y, sin embargo, yo notaba que la vida crecía en mí como un lago interior que se hinchara y se desbordara; mi sangre golpeaba con fuerza mis arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como esos áloes que tardan cien años en florecer y se abren con un trueno.
   ¿Qué haría para ver de nuevo a Clarimonde? No tenía ningún pretexto para salir del seminario, ni conocía a nadie en la ciudad; ni aun siquiera debía permanecer en ella, pues sólo esperaba que se me designara el cuarto que debía ocupar. Intenté -arrancar los barrotes de la ventana; pero estaba situada a una altura espantosa, y, careciendo de escala, era preferible no pensar en ello. Por otra parte, sólo podría descender de noche; y ¿cómo me orientaría en el incomprensible dédalo de calles? Todas esas dificultades, que nada hubieran significado para otros, eran inmensas para mí, pobre seminarista, enamorado hacía apenas veinticuatro horas, sin experiencia, sin dinero y sin ropa.
   ¡Ay! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días; habría sido su amante, su esposo, me decía en mi ceguera; en vez de estar envuelto en un triste sudario, tendría ropajes de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y un sombrero con plumas, como los jóvenes galanes. Mis cabellos, en lugar de estar deshonrados por la tonsura, caerían alrededor de mi cuello en bucles ondulados. Tendría un hermoso bigote engomado; sería un hombre intrépido. Pero una hora ante un altar y algunas palabras apenas articuladas me habían excluido para siempre del número de los vivos, ¡Y era yo mismo quien había sellado la losa de mi tumba! ¡Yo había echado con mi propia mano el cerrojo de mi prisión!
   Me asomé a la ventana. El cielo era admirablemente azul, y los árboles se habían puesto su vestido de primavera; la naturaleza hacía ostentación de una irónica alegría. El lugar estaba lleno de gente; unos iban, otros venían; jóvenes petimetres y bellas damiselas caminaban, emparejados, por jardines y cenadores. Varios individuos pasaban entonando canciones báquicas; había un movimiento, una vida, una animación, un júbilo que hacían resurgir penosamente mi luto y mi soledad. Una joven madre, en el umbral de una puerta, jugaba con su hijo; besaba la boquita rosada del niño, todavía perlada de gotas de leche, y, excitándolo con melindres, le hacía miles de esas divinas puerilidades que sólo las madres saben inventar. El padre, que estaba de pie a cierta distancia, sonreía dulcemente a la encantadora pareja, y sus brazos cruzados parecían estrechar el gozo que albergaba su corazón. No pude soportar ese espectáculo; cerré la ventana y me arrojé sobre el lecho con un odio y unos celos horribles en el corazón, mordiendo mis dedos y mi manta como un tigre que llevara tres días en ayunas.
   No sé cuánto tiempo permanecí así; pero, al volverme en un movimiento de espasmo furioso, vi al padre Serapión, que estaba de pie en medio del cuarto y me observaba atentamente. Sentí vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, me cubrí los ojos con las manos.
   —Romuald, amigo mío, algo extraordinario os sucede —me dijo Serapión al cabo de algunos minutos de silencio—. ¡Vuestra conducta es verdaderamente inexplicable! Vos, tan piadoso, tan dulce y tranquilo, os agitáis en vuestra celda como una fiera salvaje. Tened cuidado, hermano, y no escuchéis las sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado porque os habéis consagrado para siempre al Señor, ronda en torno a vos como un lobo rapaz y hace un último esfuerzo para atraeros a él. En vez de dejaros abatir, mi querido Romuald, forjad una coraza de plegarias, un escudo de mortificaciones, y combatid valerosamente al enemigo; lo venceréis. Las pruebas son necesarias para la virtud y el oro sale más fino del crisol. No tengáis miedo, ni os descorazonéis; las almas mejor protegidas y más firmes han pasado por esos mismos momentos. Rezad, ayunad, meditad, y el espíritu maligno se retirará.
   El discurso del padre Serapión me hizo volver en mí, y me hallé un poco más tranquilo.
   —Venía a anunciaros que habéis sido nombrado párroco de C.; el sacerdote que desempeña ese cargo acaba de morir, y monseñor, el obispo, me ha encomendado que os instale allí; estad preparado para mañana—. Respondí, con un movimiento de cabeza, que lo estaría, y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero las líneas se hicieron borrosas bajo mis ojos; el hilo de las ideas se enmarañó en mi cerebro, y el volumen resbaló de mis manos sin que yo lo evitara.
   ¡Partir mañana sin haberla visto! ¡Añadir otro obstáculo a todos los que ya había entre nosotros! ¡Perder para siempre la esperanza de volver a encontrarla, a menos que ocurriera un milagro! ¿Escribirle? ¿Por medio de quién le haría llegar mi carta? Revestido, como estaba, de carácter sagrado, ¿con quién sincerarme?, ¿en quién confiar? Sufría una ansiedad terrible. Por otra parte, volvía a mi memoria lo que el padre Serapión me había dicho sobre los artificios del diablo; la singularidad de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonde, el brillo fosforescente de sus ojos, la candente impresión de su mano, la turbación en que me había sumido, el cambio súbito que se había operado en mí, el brusco desvanecimiento de mi piedad, todo probaba claramente la presencia del diablo, y esa mano aterciopelada no era tal vez sino el guante con que había encubierto su garra. Tales pensamientos me infundieron un enorme pavor; recogí el misal, que había caído de mis rodillas al suelo, y volví de nuevo a la oración.
Al día siguiente, Serapión vino a buscarme; dos mulas nos esperaban a la puerta, cargadas con nuestros livianos equipajes; montó él en una, y yo, como buenamente pude, en la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad, yo escudriñaba todas las ventanas y todos los balcones, con la esperanza de ver a Clarimonde; pero era demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba traspasar las celosías y las cortinas de todos los palacios ante los que pasábamos.                                                                                                              
   Serapión atribuía sin duda esa curiosidad a la admiración que me producía la belleza de la arquitectura, pues refrenaba el paso de su montura para darme tiempo a mirar. Llegamos, por fin, a la puerta de la ciudad y comenzamos a subir una colina. Cuando hube alcanzado la cima, me volví para contemplar una vez más el lugar donde vivía Clarimonde. La sombra de una nube cubría enteramente la ciudad; sus techos azules y rojos se confundían en una tonalidad imprecisa de la que brotaban, aquí y allá, como blancos vellones de espuma, las humaredas de la mañana. Por un singular efecto de óptica, se dibujaba, rubio y dorado bajo un solitario rayo de luz, un edificio cuya altura sobrepasaba la de las construcciones vecinas, completamente sumergidas en vapores; aunque se encontraba a más de una legua, parecía muy próximo. Podía distinguir sus menores detalles: las atalayas, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas con cola de golondrina.
   “Qué palacio es el que se ve allá abajo, iluminado por un rayo de sol?”, pregunté a Serapión. Puso una mano sobre sus ojos y, habiéndolo mirado, me respondió: “Es el antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana Clarimonde; suceden en él cosas espantosas”.
   En aquel momento, no sé aún si fue una realidad o una ilusión, creí ver deslizarse por la terraza una forma blanca y esbelta, que resplandeció un instante y luego se eclipsó. ¡Era Clarimonde!
   ¡Oh! ¿Sabía Clarimonde que, a esa misma hora, ardiente e intranquilo, desde lo alto de aquel áspero camino que me alejaba de ella y que nunca desandaría, no apartaba los ojos del palacio en que moraba, y que un irrisorio juego de luz parecía acercármelo, como si me invitara a tomar posesión de él? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado íntimamente ligada a la mía para no captar las menores vibraciones de ésta, y era ese sentimiento el que la había impulsado a subir, vestida aún con sus velos nocturnos, a la terraza, bajo el rocío glacial de la mañana.
   La sombra invadió el palacio, y éste se convirtió en un océano de techumbres y remates en el que apenas se distinguía una ondulación montuosa. Serapión azuzó a su mula; la mía fue inmediatamente tras ella, y un recodo del camino me ocultó para siempre la ciudad de S., puesto que nunca debería volver a ella. Al cabo de tres días de marcha por campos excesivamente tristes, vimos despuntar, a través de los árboles, la veleta del campanario de la iglesia donde debía ejercer mi ministerio; y, después de haber recorrido algunas calles tortuosas bordeadas de chozas y huertos, nos encontramos ante la fachada, que no era de una gran magnificencia. Un pórtico adornado con algunas nervaduras y dos o tres columnas de arenisca burdamente talladas, un techo de tejas y unos contrafuertes de la misma piedra que las columnas: eso era todo; a la izquierda, el cementerio, lleno de yerbajos, con una gran cruz de hierro en el centro; a la derecha, a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una simplicidad extrema y de una árida limpieza. Entramos: varias gallinas picoteaban los escasos granos de avena esparcidos por la tierra; aparentemente acostumbradas al hábito negro de los clérigos, no se alarmaron por nuestra presencia y apenas se tomaron la molestia para darnos el paso. Nuevamente se escuchó un ladrido ronco y cascado, y vimos acudir a un viejo perro.

   Era el perro de mi predecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo gris y todos los síntomas de máxima longevidad que puede esperarse de un perro. Lo acaricié suavemente con la mano, y él se so en seguida a marchar a mi lado con un aire inexplicable satisfacción. Una mujer entrada en años, que había sido el ama del antiguo cura, vino inmediatamente a nuestro encuentro y, después haberme hecho pasar a una sala de la planta me preguntó si tenía la intención de conservarla a mi servicio. Le respondí que conservaría a ella y al perro, y también a las gallinas, y todo el mobiliario que su amo le hubiera dejado al morir, lo que le produjo una gran alegría. El padre Serapión pagó en el acto la cantidad que ella pedía.
   Cuando me vio instalado, el padre Serapión volvió al seminario. Me quedé, pues, solo y sin más apoyo que el que yo pudiera hallar en mí. El pensamiento de Clarimonde comenzó de nuevo a obsesionarme, y, a pesar de mis esfuerzos, no siempre conseguía desecharlo. Una tarde, paseando por las veredas flanqueadas de mi jardincillo, creí ver a través de los arbustos. Una forma de mujer que seguía todos mis movimientos, y, brillando entre la hojarasca, dos pupilas verde mar; pero no era más que una ilusión, porque, cuando hube llegado a la otra parte del sendero, no encontré sino la huella de un pie sobre la arena, tan pequeña que hubiérase dicho que era de un niño. El jardín estaba rodeado de altos muros; visité todos los rincones y recovecos: no había nadie. Nunca pude explicarme ese hecho que, por lo demás, nada era en comparación con los extraños sucesos que habían de sobrevenirme. Viví así todo un año, cumpliendo cabalmente los deberes de mi estado, rezando, ayunando, exhortando y socorriendo a los enfermos, dando limosnas hasta privarme de las cosas más indispensables. Pero yo sentía dentro de mí una absoluta aridez, y las fuentes de la gracia me habían sido cerradas. No gozaba de esa felicidad que proporciona el cumplimiento de una sagrada misión; mis ideas estaban en otra parte, y las palabras de Clarimonde venían con frecuencia a mis labios como una especie de involuntaria cantinela. ¡Oh, hermano, meditad bien esto! Por haber mirado una sola vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante muchos años los más lamentables desasosiegos: mi vida ha estado siempre conturbada.
   No os retendré más tiempo con esas derrotas y esas victorias interiores siempre seguidas de recaídas más profundas, y pasaré sobre la marcha a un acontecimiento decisivo. Una noche llamaron violentamente a mi puerta. La anciana ama fue a abrir, y un hombre de tez cobriza y ricamente vestido, aunque según una moda extranjera, y armado con un largo puñal, se dibujó a la luz de la linterna de Bárbara. La primera reacción del ama fue de pavor; pero el hombre la tranquilizó y le dijo que tenía necesidad de yerme en el acto para un asunto que concernía a mi ministerio. Bárbara lo hizo subir. Yo iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran dama, se hallaba in articulo mortis y que reclamaba a un sacerdote. Respondí que estaba presto a seguirlo; recogí lo que necesitaba para la extremaunción y bajé a toda prisa. Ante la puerta piafaban de impaciencia dos caballos negros como la noche; brotaban de sus pechos intensas oleadas de vapor. El hombre sostuvo mi estribo y me ayudó a montar en uno de ellos; saltó luego al otro, apoyando tan sólo una mano en el pomo de la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que partió como una flecha. El mío, cuya brida tenía él sujeta, emprendió asimismo el galope y se mantuvo perfectamente emparejado con el suyo.

   Devorábamos el camino; la tierra se deslizaba, gris y borrosa, bajo nosotros, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un bosque de una oscuridad tan opaca y glacial que sentí correr sobre mi piel un escalofrío de supersticioso terror. Las estelas de chispas que las herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras iban dejando a nuestro paso como un reguero de fuego, y, si alguien, a esa hora de la noche, nos hubiera visto a mi guía y a mí, nos habría tomado por espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, se atravesaban fuegos fatuos en nuestro camino, y las cornejas chillaban lastimeramente en la espesura del bosque, donde brillaban de tarde en tarde los ojos fosforescentes de algunos gatos monteses. Las crines de los caballos se desgreñaban cada vez más, el sudor chorreaba por sus flancos, y el aliento salía ruidoso y a presión de sus ollares. Sin embargo, cuando los veía desfallecer, mi acompañante, para reanimarlos, lanzaba un grito gutural que nada tenía de humano, y la carrera proseguía con furia. Al fin, el torbellino se detuvo; una mole negra, jalonada por algunos puntos brillantes, se alzó de súbito ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras resonaron con más fuerza sobre unos tablones guarnecidos de hierro, y nos adentramos bajo una bóveda que abría sus oscuras fauces entre dos enormes torreones.
   Una gran agitación reinaba en el castillo; criados con antorchas en la mano atravesaban los patios en todas las direcciones, y las luces subían y bajaban de unos rellanos a otros. Entreví confusamente inmensas estructuras arquitectónicas, columnas, arcadas, escalinatas y barandales: un alarde de construcción absolutamente regio y fantasmal. Un paje negro, el mismo que me hubiera entregado la cartera de Clarimonde, y que reconocí al instante, vino a ayudarme a desmontar; y un mayordomo vestido de terciopelo negro, con una cadena de oro al cuello y un bastón de marfil en la mano, se acercó a mí. Gruesas lágrimas desbordaban sus ojos y corrían, a lo largo de sus mejillas, hasta su barba blanca. “Demasiado tarde! —exclamó, inclinando la cabeza— ¡Demasiado tarde, reverendo padre! Pero ya que no habéis podido salvar su alma, venid a velar su pobre cuerpo”. Me asió por el brazo y me condujo a la cámara mortuoria; lloraba yo con tanta fuerza como él, pues había comprendido que la muerta no era otra que aquella Clarimonde a quien tanto y tan locamente había amado. Un reclinatorio estaba situado junto al lecho; una llama azulada que flotaba en una pátera de bronce, difundía por toda la habitación una débil y vacilante claridad, haciendo parpadear en la penumbra la arista saliente de un mueble o de una moldura. Sobre la mesa, en un búcaro cincelado, hundía su tallo en el agua una rosa blanca, marchita, cuyas hojas, a excepción de una sola, habían caído al pie del vaso como lágrimas fragantes; una máscara negra y rota, un abanico, disfraces de toda clase, estaban desperdigados por los sillones y revelaban que la muerte había llegado de improviso y sin hacerse anunciar a aquella suntuosa mansión.
   Me arrodillé, sin atreverme a posar los ojos en el lecho, y comencé a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber plantado una tumba entre aquella mujer y yo, pues así me era posible añadir su nombre, santificado a partir de entonces, a mis oraciones. Pero, poco a poco, ese impulso se amortiguó, y caí en mis cavilaciones. Aquella estancia nada tenía de cámara mortuoria. En lugar de la atmósfera fétida y cadavérica que estaba acostumbrado a respirar en los velorios, una lánguida vaharada de esencias orientales, un lascivo olor a mujer, flotaba levemente en el aire tibio. Aquel pálido fulgor más tenía la apariencia de un crepúsculo matizado por la voluptuosidad que de una vigilia iluminada por ese reflejo amarillento que temblequea junto a los cadáveres. Consideré la singular casualidad que me había hecho volver a encontrar a Clarimonde en el mismo momento en que la perdía para siempre, y un suspiro de pesadumbre se escapó de mi pecho. Me pareció que alguien había suspirado también a mis espaldas, y me volví instintivamente. Era el eco. Al hacer ese movimiento, mis ojos cayeron sobre aquel lecho mortuorio que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo, con grandes flores, orladas de franjas de oro, me permitían ver a la muerta, tendida horizontalmente y con las manos cruzadas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de deslumbrante blancor que la sombría púrpura de la tapicería resaltaba aún más, y de tal finura que no disimulaba en absoluto las formas seductoras de su cuerpo y dejaba seguir con la mirada aquellas hermosas líneas, onduladas como el cuello de un cisne al que la muerte no hubiera podido envarar. Diríase una estatua de alabastro hecha por un escultor capaz de tallar el sepulcro de una reina o, más bien, una bella durmiente vestida de nieve.
   No podía soportarlo; la atmósfera de aquella alcoba me embriagaba, aquel febril aroma de la rosa marchita me invadía el cerebro, y yo iba y venía a zancadas por la habitación, deteniéndome a cada paso ante el lecho para admirara a la hermosa difunta bajo la transparencia de su sudario. Extraños pensamientos rondaban mi espíritu; figurábame que no estaba verdaderamente muerta y que aquélla no era más que un ardid que había empleado para traerme a su palacio y hablarme de su amor. Incluso por un momento creí haber vislumbrado que su pie se movía entre la blancura de los velos y que se descomponían los rígidos pliegues del sudario.
   Y entonces me dije: “Será realmente Clarimonde? ¿Qué pruebas tengo de ello? El paje negro, ¿no puede haber entrado al servicio de otra dama? Es absurdo que me descorazone y me agite de este modo”. Pero mi corazón me respondió con una palpitación: “Es ella, sí, es ella”. Me acerqué al lecho y examiné con redoblada atención el objeto de mi incertidumbre. ¿Debo confesarlo? Aquella perfección de formas, aunque purificada y santificada por la sombra de la muerte, me turbaba más voluptuosamente de lo debido, y aquél reposo se asemejaba tanto a un sueño que habría engañado a cualquiera. Olvidé que había ido a cumplir una fúnebre misión e imaginé que era un joven esposo entrando en la alcoba de la recién casada que oculta su figura por pudor y que no quiere dejarse ver. Afligido por la pena, loco de alegría, me incliné sobre ella y tomé una esquina del velo; lo alcé lentamente, conteniendo mi respiración por temor a despertarla. Mis arterias palpitaban con tal fuerza que las sentía bullir en mis sienes, y mi frente chorreaba sudor, como si hubiera removido una losa de mármol. Era, en efecto, Clarimonde, tal como la había visto en la iglesia cuando fui ordenado sacerdote; era tan seductora como entonces, y la muerte apenas parecía en ella una coquetería superflua. La palidez de sus mejillas, el rosa apagado de sus labios, las largas pestañas entornadas que dibujaban una línea sombreada sobre la blancura de su piel, le daban una expresión de castidad melancólica y de sufrimiento meditabundo que aumentaba su indescriptible seducción; sus largos cabellos sueltos, donde aún había desperdigadas algunas florecillas azules, formaban una almohada bajo su cabeza y protegían con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras, más diáfanas que hostias, estaban unidas en un ademán de piadosa lasitud y de tácita plegaria que compensaba lo que de excesivamente seductoras tenían, incluso en la muerte, la exquisita armonía y la tersura marfileña de sus brazos desnudos, aún adornados con pulseras de perlas. Permanecí mucho tiempo absorto en una muda contemplación, y, cuanto más la miraba, tanto menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo. No sé si fue una ilusión o un reflejo de la lámpara, pero hubiérase dicho que la sangre volvía a circular bajo aquella tersa palidez; ella, sin embargo, conservaba la más absoluta inmovilidad. Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano aquel día en que había rozado la mía bajo el pórtico de la iglesia.
   Torné a mi posición inicial, inclinando mi rostro sobre el suyo y dejando que lloviera sobre sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Ah, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía, la de aquel velatorio! Hubiese querido poder condensar mi vida para dársela y alentar sobre su helado cadáver la llama que me devoraba. La noche avanzaba, y, sintiendo que se aproximaba el momento de la separación definitiva, no pude rehusarme la triste y suprema dulzura de besar los labios muertos de quien había poseído todo mi amor. ¡Oh, qué prodigio! Un suave aliento se mezcló con el mío, y la boca de Clarimonde respondió a la presión de la mía: sus ojos se abrieron y recobraron un poco de brillo; suspiró y, desenlazando las manos, pasó sus brazos por detrás de mi cuello con una expresión de inefable arrobamiento: “Ah, eres tú, Romuald! —dijo, con una voz lánguida y débil como las últimas vibraciones de un arpa— ¿Qué te sucede? Te he esperado tanto tiempo que me ha llegado la muerte. Pero ahora estamos prometidos; podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós, Romuald, adiós! Te amo: es todo lo que quería decirte. Y te devuelvo la vida que me has concedido, durante un minuto, con tu beso. Hasta pronto”.
   Su cabeza cayó hacia atrás, pero ella me rodeaba aún con sus brazos, como para retenerme. Un torbellino de viento furioso desencajó la ventana y penetró en la habitación; la última hoja de la rosa blanca palpitó unos instantes, como un aspa de molino al final de su eje; luego se desprendió y voló por el ventanal abierto, llevándose consigo el alma de Clarimonde. La lámpara se apagó, y caí desvanecido sobre el regazo de la hermosa muerta.
   Cuando volví en mí estaba acostado en mi cama, en el pequeño dormitorio de la casa parroquial, y el viejo perro del antiguo cura lamía mi mano, extendida sobre el cobertor. Bárbara se movía en la oscuridad con un temblor senil, abriendo y cerrando cajones, o limpiando el polvo de la vajilla. Cuando me vio abrir los ojos, la anciana profirió un grito de alegría y el perro ladró y agitó el rabo; pero yo estaba tan débil que no pude pronunciar una sola palabra ni hacer movimiento alguno. Supe más tarde que había permanecido así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración casi insensible. Esos tres días no cuentan en mi vida, e ignoro a dónde fue mi alma durante ese tiempo: no conservo ningún recuerdo. Bárbara me contó que el mismo hombre de tez cobriza que viniera a buscarme por la noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera cerrada y se había ido en el acto. Tan pronto como pude ordenar mis ideas, evoqué todos los pormenores de aquella noche fatal. Al principio pensé que había sido juguete de una ilusión mágica; pero circunstancias reales y palpables destruyeron inmediatamente esa suposición. No podía creer que hubiera soñado, pues Bárbara había visto, como yo, al hombre de los caballos negros, cuya compostura y apariencia describió con exactitud. Nadie, sin embargo, conocía por aquellos alrededores una fortaleza a la que pudiera aplicarse la descripción del castillo donde yo había vuelto a encontrar a Clarimonde.
   Una mañana vi entrar al padre Serapión. Bárbara le había comunicado que yo estaba enfermo, y él había acudido sin tardanza. Aunque esa solicitud demostraba afecto e interés por mi persona, su visita no me produjo el placer que hubiera debido producirme. El padre Serapión tenía en la mirada algo penetrante e inquisitorial que me desasosegaba. Ante él, sentíame embarazado y culpable. Había sido el primero en descubrir mi turbación interior, y me molestaba su clarividencia.
   Mientras pedía noticias acerca de mi salud con un aire hipócritamente meloso, fijaba en mí sus dos amarillentas pupilas leoninas y sondeaba mi alma con sus miradas. Me hizo después algunas preguntas sobre el modo en que regía mi parroquia, si me agradaba aquella tarea, en qué pasaba el tiempo que me dejaba libre mi ministerio, si había hecho algunas amistades entre los habitantes del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas y otros mil detalles análogos. Respondía yo a todo ello lo más brevemente posible, y él, sin esperar a que yo hubiera acabado, pasaba a otro tema. Esa conversación no tenía, evidentemente, relación alguna con lo que quería decirme. Luego, sin ninguna clase de preámbulos, y como si se tratara de una noticia que recordara de súbito y temiera olvidar al momento, me dijo con una voz clara y vibrante que resonó en mis oídos como las trompetas del juicio final: “La célebre cortesana Clarimonde ha muerto hace poco, después de una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se renovaron las abominaciones de Baltasar y de Cleopatra. ¡Dios Santo, en qué época vivimos! Los convidados fueron servidos por esclavos de tez oscura que hablaban un lenguaje desconocido y que malicio que eran verdaderos demonios; la librea del último de ellos habría servido de atavío de gala a un emperador. Siempre corrieron muy extrañas historias sobre esa tal Clarimonde, y todos sus amantes terminaron de un modo miserable o violento. Se ha dicho que era un alma en pena, un vampiro hembra; pero yo creo que era Belcebú en persona”.
   Calló y me observó más atentamente que de ordinario, para ver el efecto que sus palabras habían producido en mí. No pude evitar un sobresalto cuando oí nombrar a Clarimonde, y esas noticias acerca de su muerte, añadidas al dolor que me causaban por su extraña coincidencia con la escena nocturna de la que había sido testigo, me hundieron en una turbación y un espanto que afloraron en mi rostro, aunque yo intentara mostrarme dueño de mí mismo. Serapión me lanzó una ojeada inquieta y severa; después me dijo: “Debo preveniros, hijo mío, estáis al borde de un abismo; tened cuidado de no caer en él. Satán tiene las garras largas, y las tumbas no son siempre seguras. La losa de Clarimonde debería estar precintada con un triple sello, pues, según se dice, no es ésta la primera vez que ha muerto. ¡Que Dios vele por vos, Romuald!”
   Tras haber pronunciado estas palabras, Serapión alcanzó la puerta a pasos lentos, y no volví a verlo, puesto que salió para S. casi inmediatamente.
   Yo estaba completamente restablecido y había reanudado mis tareas habituales. El recuerdo de Clarimonde y las palabras del anciano sacerdote se hallaban siempre presentes en mi espíritu; sin embargo, ningún acontecimiento extraordinario había venido a confirmar las lúgubres previsiones de Serapión, y comenzaba a creer que sus recelos y mis temores eran demasiado exagerados. Pero una noche tuve un sueño. Apenas me había adormilado cuando oí descorrerse las cortinas de mi cama y deslizarse las anillas por las barras con un sonido estrepitoso; me incorporé bruscamente, apoyándome en el codo, y vi una sombra de mujer que permanecía de pie ante mí. Reconocí en el acto a Clarimonde. Llevaba en la mano una de esas lamparillas que se colocan en las tumbas, cuya luz daba a sus dedos afilados una rosada transparencia que se prolongaba, en una decoloración insensible, hasta la blancura opaca y lechosa de su brazo desnudo. Su único atuendo era el sudario de lino que la cubriera en el lecho de muerte; mantenía apretados los pliegues contra su pecho, como se avergonzara de estar tan ligeramente vestida; pero su pequeña mano no bastaba: era tan blanca que el color del ropaje se confundía, bajo los pálidos rayos de la lámpara, con el de su piel. Envuelta en aquel fino tejido que delataba todos los contornos de su cuerpo, más parecía una estatua de mármol de una bañista antigua que una mujer dotada de vida. Muerta o viviente, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza seguía siendo la misma; tan sólo el verde fulgor de sus pupilas parecía un poco mortecino, y su boca, antaño tan bermeja, apenas estaba teñida de un rosa débil y suave, casi semejante al de sus pómulos. Las florecillas azules que yo había visto en sus cabellos estaban completamente secas y habían perdido todas sus hojas; esto no le impedía ser fascinante: tan fascinante que, pese a la singularidad de la aventura y el modo inexplicable de entrar en mi habitación, no tuve ni un momento de pavor.
   Puso la lámpara sobre la mesilla y se sentó al pie de mi cama; luego, inclinándose hacia mí, me dijo con esa voz argentina y, al mismo tiempo, aterciopelada que sólo en ella he encontrado: “Me he hecho esperar demasiado, mi querido Romuald, y tal vez has creído que te había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha regresado aún: no hay luna ni sol en el país de donde llego; no hay más que espacio y tinieblas; ni caminos, ni senderos; no hay tierra para el pie, ni aire para el ala; y, sin embargo, aquí estoy, porque el amor es más poderoso que la muerte, y terminará por vencerla. ¡Ah, cuántos rostros lúgubres y cuántas cosas horribles he visto en mi viaje! ¡Cómo ha penado mi alma, vuelta a este mundo por el poder de la voluntad, para volver a hallar su cuerpo y aposentarse de nuevo en él! ¡Qué esfuerzos he hecho antes de levantar la losa con que me habían cubierto! ¡Mira! ¡La piel de mis pobres manos está lacerada! ¡Bésalas, amor mío, para curarlas!” Posó, una tras otra, las frías palmas de sus manos sobre mi boca; las besé muchas veces, y ella me observó con una sonrisa de inefable complacencia.
   Confieso, para mi vergüenza, que había olvidado totalmente los consejos del padre Serapión y el carácter sagrado del que yo estaba revestido. Había caído sin resistencia al primer asalto. Ni siquiera había pretendido rechazar al tentador; la frescura de la piel de Clarimonde penetraba en la mía, y sentía que voluptuosos estremecimientos se deslizaban por mi cuerpo. ¡Pobre criatura! Incluso ahora, a pesar de todo lo que he visto, me cuesta creer que fuera un demonio; al menos no tenía apariencia diabólica, y nunca Satán ha escondido mejor sus garras y sus cuernos. Había replegado sus piernas y se mantenía en cuclillas al borde de la cama en una postura llena de negligente coquetería. De cuando en cuando pasaba su mano por mis cabellos y los enrollaba en bucles, como si intentara modificar mis rasgos con distintos peinados. Yo le dejaba obrar con la más culpable complacencia, y ella acompañaba sus gestos con la más amable de las charlas. Lo más notable era que yo no experimentaba ningún asombro ante una aventura tan extraordinaria, y, con esa facilidad que tiene la imaginación de admitir como simples los acontecimientos más insólitos, no veía nada que no se me antojara perfectamente natural.
   “Te amaba antes de haberte visto, mi querido Romuald, y te buscaba por todas partes. Tú eras mi sueño, y te descubrí en la iglesia, en el momento fatal. Me dije inmediatamente: “¡Es él!” Te lancé una mirada en la que puse todo el amor que había tenido, que tenía y que debía tener por ti; una mirada que hubiera condenado a un cardenal, que hubiera hecho arrodillarse a un rey en presencia de toda su corte. Tú permaneciste impasible, y preferiste a tu Dios que a mí. “Ah, qué celosa estoy de ese Dios que amabas y amas aún más que a mí! “Desgraciada, qué desgraciada soy! ¡Nunca tendré tu corazón para mí sola, para mí, a quien resucitaste con un beso, para mí, Clarimonde, la muerta, que fuerza por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte una vida que sólo ha recobrado para hacerte feliz!”
   Todas esas palabras estaban intercaladas por caricias delirantes que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta el punto de que, para consolarla, no temí proferir una espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.
   Se reavivaron sus pupilas, y brillaron como crisopacios. “Cierto! ¡Es cierto! ¡Tanto como a Dios! —dijo, rodeándome con sus hermosos brazos—. Si es así, vendrás conmigo, me seguirás a donde yo quiera. Abandonarás esa ruin sotana negra. Serás el más orgulloso y el más envidiado de los hombres: serás mi amante. Ser el amante reconocido de Clarimonde, que ha rechazado a un Papa, ¿no es algo magnífico? ¡Ah, qué vida tan feliz, qué bella y dorada existencia nos aguarda! ¿Cuándo partimos, mi gentilhombre?
—Mañana! ¡Mañana! —grité en mi delirio. —Mañana! ¡Sea! —replicó ella—. Así tendré tiempo de cambiar de atuendo, porque éste es demasiado sucinto y poco apropiado para el viaje. También es preciso que vaya a advertir a mis gentes, que me creen indefectiblemente muerta y están desoladas sobremanera. El dinero, las ropas, los carruajes, todo estará dispuesto; vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón mío—. Y rozó mi frente con sus labios. La lámpara se apagó, las cortinas se cerraron, y no vi nada más; un sueño de plomo, un sueño sin ensueños, cayó sobre mí y me tuvo aletargado hasta la mañana siguiente. Me levanté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de la singular visión me inquietó durante todo el día; terminé por persuadirme de que había sido un simple espejismo de mi calenturienta imaginación. Sin embargo, las sensaciones habían sido tan vivas que resultaba difícil creer que no fueran reales, y, no sin cierta aprensión por lo que pudiera suceder, fui a la cama después de haber rogado a Dios que alejara de mí los malos pensamientos y que protegiera la castidad de mi sueño.
   Me dormí en el acto profundamente, y continuaron mis ensoñaciones. Se descorrieron las cortinas, y vi a Clarimonde, pero no, como la vez anterior, pálida en su pálido sudario y con los tonos violáceos de la muerte en las mejillas, sino alegre, ligera y rozagante, con un soberbio vestido de viaje de terciopelo verde engalanado con trencillas de oro y recogido por un lado para mostrar una falda de raso. Sus rubios cabellos escapaban en gruesos bucles de un gran sombrero de fieltro negro coronado de plumas blancas caprichosamente contorneadas; llevaba en la mano una pequeña fusta rematada por un silbato de oro. Me tocó ligeramente con ella y me dijo: “Bien, mi bello durmiente, ¿es así como haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate aprisa, no tenemos tiempo que perder”. Salté de la cama.
   “Vamos, vístete y marchemos —dijo, señalando con el dedo un paquete que había traído—; los caballos se impacientan y tascan el freno a la puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí”.
   Me vestí a toda prisa; ella misma me tendía las prendas, riéndose a carcajadas de mi torpeza y ayudándome a ponérmelas cuando me equivocaba. Revolvió mis cabellos y, luego, tendiéndome un espejito de bolsillo de cristal de Venecia, orlado por una filigrana de plata, me dijo: “cómo te encuentras? ¿Quieres tomarme a tu servicio como ayuda de cámara?”
   Yo no era el mismo, y apenas me reconocí. Me parecía a mí tanto como una estatua acabada pueda parecerse a un bloque de piedra. Mi antiguo rostro sólo era un grosero esbozo del que reflejaba el espejo. Yo era guapo, y mi vanidad fue sensiblemente halagada por esa metamorfosis. Los elegantes ropajes, el rico atavío de brocado hacían de mí otra persona distinta, y hube de admirar el poder de unas varas de tela cortadas y dispuestas de una manera concreta. El espíritu de mi traje penetraba en mi piel, y al cabo de diez minutos me sentía moderadamente fatuo.
   Di varias vueltas por la habitación para adquirir cierta soltura. Clarimonde me observaba con un aire de complacencia maternal y parecía muy satisfecha de su obra. “Dejémonos de puerilidades. ¡En marcha, mí querido Romuald! Vamos lejos, y así no llegaremos nunca”. Tomó mi maño y me guió. Todas las puertas se abrían ante ella cuando las tocaba; pasamos frente al perro, sin despertarlo.
   Encontramos, en la puerta, a Margheritone; era el jinete que antaño me condujera al castillo; sujetaba las bridas de tres caballos, negros como los de entonces: uno para mí, otro para él, otro para Clarimonde. Aquellos corceles debían de ser hispano-árabes, nacidos de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían como el viento, y la luna, que había salido para iluminar nuestra marcha, giraba por el cielo como una rueda desprendida de su carro: la veíamos, a nuestra derecha, saltar de árbol en árbol y sofocarse por ir tras nosotros. Pronto llegamos a una planicie donde, junto a un bosquecillo de árboles nos esperaba un carruaje tirado por cuatro vigorosos animales; subimos a él y los postillones les hicieron emprender un insensato galope. Yo había pasado un brazo por detrás de la cintura de Clarimonde, y una de sus manos se plegaba en la mía; apoyaba su cabeza en mi hombro, y yo sentía que su cuello semidesnudo rozaba mi brazo. Nunca había experimentado una felicidad tan viva. En aquel momento había olvidado todo, y no recordaba haber sido sacerdote más de lo que pudiera acordarme del seno materno, tan grande era la fascinación que el espíritu maligno ejercía sobre mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se desdobló de algún modo, y hubo en mí dos hombres que se desconocían entre sí.
   Tan pronto creía ser un sacerdote que soñaba cada .noche que era un gentilhombre, como un gentilhombre que soñaba que era sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde comenzaba la realidad y dónde terminaba la ilusión. El joven galán, fatuo y libertino, se burlaba del sacerdote, y éste abominaba de la corrupción del joven galán. Dos espirales enmarañadas una en otra y confundidas sin llegar jamás a tocarse representan muy bien aquella vida bicéfala que fue la mía. Pese a la singularidad de mi situación, no creo haber rozado la locura ni un solo instante. Siempre conservé muy nítidas las percepciones de mis dos existencias. Solamente había un hecho absurdo que no podía explicarme: que el sentimiento del mismo yo existiera en dos hombres tan diferentes. Era una anomalía de la que no me percataba, bien creyera ser el cura de la aldea de C. o bien il  signor Romualdo, amante titular de Clarimonde.
   Siempre estaba, o creía estar, en Venecia; aún no he podido discernir lo que hubo de ilusión y de realidad en aquella curiosa aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol junto al Canaleio, lleno de frescos y de estatuas, con dos Tizianos de la mejor época en el dormitorio de Clarimonde: un palacio digno de un rey. Teníamos, cada uno, nuestra góndola, nuestros bateleros con nuestra librea, nuestro salón de música y nuestro poeta. Clarimonde amaba la vida fastuosa; había un poco de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, vivía como el hijo de un príncipe y me pavoneaba como si hubiera pertenecido a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república; no me hubiera apartado de mi camino para dejar paso al Dux, y no creo que, desde que Satán cayera del cielo, nadie haya sido más orgulloso y más insolente que yo. Solía ir al Ridotto, y jugaba unas partidas infernales. Frecuentaba a la mejor sociedad del mundo: hijos de familia arruinados, mujeres de teatro, estafadores, parásitos y espadachines.
   No obstante, a pesar de la disipación de mi vida, permanecía fiel a Clarimonde. La amaba locamente. Ella hubiera reavivado mi saciedad y aquietado mi inconstancia. Tener a Clarimonde era tener veinte amantes, tener a todas las mujeres, hasta tal punto podía ser móvil, cambiante y distinta a sí misma: ¡Un verdadero camaleón! Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras, adquiriendo plenamente el carácter, el aspecto y el género de belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y era inútil que los jóvenes patricios y hasta los ancianos del Consejo de los Diez le hicieran las más espléndidas proposiciones. Un Foscari llegó incluso a proponerle matrimonio; ella lo rechazó. Tenía oro en abundancia; sólo quería amor: un amor joven, puro, despertado por ella, y que debía ser el primero y el último. Yo hubiera sido perfectamente feliz sin esa maldita pesadilla que me venía todas las noches y en la que creía ser un cura de un pueblo mortificándose y haciendo penitencia por mis excesos diurnos. Tranquilizado por la costumbre de estar con Clarimonde, apenas me detenía a reflexionar sobre la extraña manera en que la había conocido. Sin embargo, lo que de ella había dicho el padre Serapión volvía a veces a mi memoria y no dejaba de causarme inquietud.
   Desde hacía algún tiempo, la salud de Clarimonde no era muy buena: su tez se decoloraba día tras día. Los médicos a quienes se hizo venir no entendían su enfermedad ni sabían qué hacer. Prescribieron algunos remedios insignificantes y no volvieron a aparecer. Ella, sin embargo, palidecía a ojos vistas, y su piel cobraba una creciente frialdad. Estaba casi tan blanca y tan muerta como aquella noche en el castillo desconocido. Me desolaba verla perecer lentamente. Advirtiendo mi dolor, me sonreía dulce y tristemente con esa sonrisa fatal de los seres que saben que van a morir.
   Una mañana estaba yo sentado junto a su lecho, almorzando en una mesita, para no dejarla sola ni un minuto. Al cortar una fruta, me hice casualmente en el dedo un tajo bastante profundo. La sangre brotó inmediatamente en hilillos purpúreos, y algunas gotas cayeron sobre Clarimonde. Sus ojos se iluminaron y su fisonomía tomó una expresión de alegría feroz y salvaje que nunca había visto en ella. Saltó de la cama con una agilidad animal, una agilidad de mono o de gato, y, precipitándose sobre mi herida, comenzó a succionarla con un aire de indecible voluptuosidad. Bebía la sangre a sorbitos, lenta y cuidadosamente, como un catador que saboreara un vino de Jerez o de Siracusa; tenía los ojos entornados, y sus verdes pupilas eran oblongas en vez de redondas. De cuando en cuando se detenía para besarme la mano; luego volvía a presionar con sus labios la herida para hacer salir aún algunas gotas rojas. Cuando vio que no brotaba más sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, más sonrosada que una aurora de mayo, con el rostro sereno, la mano tibia y ligeramente húmeda; en fin, más bella que nunca y en perfecto estado de salud.
   “No moriré! ¡No moriré! —dijo, casi loca de alegría, colgándose de mi cuello—. Aún podré amarte mucho tiempo. Mi vida está en la tuya, y todo lo que soy procede de ti. Algunas gotas de tu rica y noble sangre, más preciosa y más eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto la existencia”.
   Esa escena me preocupó largo tiempo y me inspiró extrañas dudas respecto a Clarimonde, y aquella misma noche, cuando el sueño me hubo conducido a mi casa parroquial, vi al padre Serapión más adusto e inquieto que nunca. Me miró atentamente y me dijo: “No contento con perder vuestra alma, también queréis perder vuestro cuerpo. ¡Infortunado joven, en qué trampa habéis caído!” El tono en que me dijo esas pocas palabras me impresionó vivamente; pero, a pesar de su viveza, la impresión se disipó muy pronto, y miles de ha1agos la borraron de mi espíritu.
   Sin embargo, una noche vi en el espejo, cuya traicionera posición ella no había calculado, que Clarimonde vertía unos polvillos en la copa de vino especiado que tenía la costumbre de preparar después de la cena. Tomé la copa, fingí llevarla a mis labios y la dejé sobre un mueble, como si quisiera apurarla más tarde con tranquilidad, y, aprovechando un instante en que la bella me había vuelto la espalda, vertí su contenido bajo la mesa, tras lo cual, me retiré a mi habitación y me acosté, decidido a no dormir y a observar todo lo que sucediera. No tuve que esperar mucho: Clarimonde entró en salto de cama y despojándose de él, se tendió junto a mí. Cuando se hubo asegurado de que yo dormía descubrió mi brazo y sacó de entre sus cabellos aguja de oro; luego comenzó a murmurar baja: “Una gota, sólo una gotita roja, mi aguja teñida de rojo... Puesto que aún me amas es necesario que no muera... Ah, mi pobre amor tu hermosa sangre de un color púrpura tan radiante: voy a beberla. Duerme, mi único bien; duerme, mi dios, mi niño; no te haré daño, no tomaré de tu vida más de lo que sea necesario para que no se apague la mía. Si no te amara tanto, podría decidirme a tener otros amantes y dejaría secas sus venas; pero, desde que te conozco, me horroriza todo el mundo... ¡Ah, qué hermoso brazo! ¡Qué blanco es! ¡Qué terso! Jamás podré atreverme a pinchar esta deliciosa vena azul...” Y, mientras decía todo eso, lloraba, y yo sentía caer sus lágrimas en mi brazo, que ella tenía entre sus manos. Al fin, se decidió: me hizo una ligera punción con su aguja y empezó a chupar la sangre que corría. Aunque apenas había bebido algunas gotas, debió de asaltarle el temor de agotarme, pues, tras haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó en el acto, rodeó cuidadosamente mi brazo con una pequeña venda.
   No podía albergar dudas: el padre Serapión estaba en lo cierto. Sin embargo, a pesar de esa certidumbre, no podía disuadirme de amar a Clarimonde, y de buena gana le habría dado toda la sangre que necesitase para mantener su facticia existencia. Además yo no sentía miedo; ella obraba como un vampiro, y lo que había visto y oído me lo confirmaba por completo; pero yo tenía entonces unas venas henchidas de sangre que no se agotarían pronto, y al fin y al cabo no pretendía traficar gota a gota con mi vida. Yo mismo me hubiera abierto el brazo y le hubiera dicho: “Bebe! ¡Y que mi amor se infiltre en tu cuerpo con mi sangre!” Evité hacer la menor alusión al narcótico que había vertido en mi copa y a la escena de la aguja, y continuamos viviendo en la más perfecta armonía. No obstante, mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca, y no sabía qué nueva mortificación inventar para domar y sofrenar mi carne. Aunque todas esas visiones fueran involuntarias y yo no hubiera participado en ellas, no me atrevía a tocar el cuerpo de Cristo con unas manos tan impuras y con un espíritu degradado por semejantes excesos, reales o soñados. Para evitar caer en esas fatigosas alucinaciones, mantenía mis párpados abiertos con los dedos y permanecía de pie, apoyado en las paredes, luchando contra el sueño con todas mis fuerzas; pero el sopor se adueñaba pronto de mis ojos, y, viendo que toda lucha era inútil, dejaba caer los brazos con desconsuelo y lasitud, y la corriente me llevaba hacia las orillas de la perfidia. Serapión me hacía las más fervientes exhortaciones y me reprochaba con dureza mi debilidad y mi escaso fervor. Un día que yo estaba más agitado que de ordinario, me dijo:
   “Para deshacerse de esa obsesión no hay más que un medio y, aunque sea extremoso, hay que emplearlo: a grandes males, grandes remedios. Yo sé dónde ha sido enterrada Clarimonde; es necesario que la desenterremos y que vea en qué estado lamentable se encuentra el objeto de su amor; ya no tendrá la tentación de perder su alma por un cadáver inmundo, devorado por los gusanos y a punto de convertirse en polvo; eso le hará seguramente entrar en razón”. Estaba tan cansado aquella doble vida, que acepté: queriendo saber de una vez por todas quién, si el sacerdote gentilhombre, era víctima de una ilusión, estaba decidido a matar, en provecho de uno o del otro, a uno de los dos hombres que había en mí o incluso matar a ambos, pues una vida como aquella no podía continuar. El padre Serapión consiguió un pico, una palanqueta y una linterna, y a medianoche nos dirigimos hacia el cementerio de C. cuya situación y trazado conocía perfectamente. Después de haber iluminado con la linterna sorda las inscripciones de varias tumbas, llegamos por fin a una piedra medio escondida entre las altas hierbas y casi devorada por el musgo y las plantas parásitas, en la que desciframos este comienzo de inscripción:
Yace aquí Clarimonde, que fue, cuando vivía, la más bella del mundo.
   “Aquí es”, dijo Serapión, y, poniendo en tierra la linterna, introdujo la palanqueta en el intersticio de la piedra y se dispuso a levantarla. La piedra cedió, y él empezó a trabajar con el pico. Yo, más lúgubre y más silencioso que la propia noche, lo contemplaba: inclinado sobre su fúnebre tarea, sudaba a raudales, jadeaba, y su respiración casi tenía el tono de un estertor de agonizante. Era un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto desde el exterior antes nos habría tomado por profanadores y ladrones de tumbas que por sacerdotes de Dios. El celo de Serapión tenía algo de duro y de salvaje que le hacía asemejarse más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y su rostro, de grandes rasgos austeros y profundamente marcados por el reflejo de la linterna, nada tenía de tranquilizador. Sentí que un sudor glacial perlaba mis miembros y que mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza: consideraba en el fondo de mi alma que la acción del severo Serapión era un abominable sacrilegio, y hubiera querido que del flanco de las oscuras nubes que se desplazaban pesadamente sobre nosotros surgiese un triángulo de fuego y lo redujera a polvo. Los búhos posados en los cipreses, inquietos por el brillo de la linterna, venían a azotar torpemente el cristal con sus alas polvorientas, lanzando gemidos lastimeros; los zorros gañían a lo lejos y mil ruidos siniestros se desprendían del silencio. Al fin, el pico de Serapión tropezó con el ataúd, cuyas tablas resonaron con un ruido sordo y hueco, con ese terrible ruido que produce la nada cuando se la toca; volcó la tapa y vi a Clarimonde, pálida como un mármol, con las manos unidas; su blanco sudario no formaba más que un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita purpúrea brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Serapión, al verla, se enfureció: “Ah, ahí estás demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro!”, y roció con agua bendita el cuerpo y el ataúd, sobre el cual trazó con su hisopo el signo de la cruz. El hermoso cuerpo de la pobre Clarimonde, apenas hubo sido tocado por la santa aspersión se convirtió en polvo; ya no era sino una mezcla horrorosamente informe de cenizas y huesos medio calcinados. …“He ahí a vuestra amante, señor Romuald —dijo el inexorable sacerdote mostrándome aquellos tristes despojos—, ¿tendríais ahora la tentación de ir a pasear al Lido o al Fusine con vuestra beldad?” Incliné la cabeza; todo acababa de desmoronarse en ruinas ante mí. Volví a la casa parroquial, y el señor Romuald, amante de Clarimonde, se separó del pobre sacerdote con quien había mantenido durante tanto tiempo aquella extraña relación. Tan sólo a la noche siguiente vi de nuevo a Clarimonde; me dijo, como la primera vez bajo el pórtico de la iglesia: “Desgraciado! Desgraciado! ¿Qué has hecho? ¿Por qué has escuchado a ese sacerdote imbécil? ¿No eras feliz? Y yo, ¿qué te hice para que violaras mi pobre tumba y pusieras al desnudo las miserias de mi nada? Toda comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos se ha roto desde ahora. Adiós. Me echarás de menos”. Se disipó en el aire, como una humareda, y nunca más volví a verla.
   ¡Ay de mí!, ella dijo la verdad: la he añorado más de una vez, y aún la añoro. La paz de mi alma fue comprada a un precio muy caro; el amor de Dios no fue suficiente para reemplazar al suyo. Esta es, hermano, la historia de mi juventud. No miréis jamás a una mujer, y caminad siempre con los ojos clavados en la tierra, pues, por casto y tranquilo que seáis, bastará un solo minuto para haceros perder la eternidad.



Invasión desde Marte de Howard Koch


   
Es un texto de verdadero culto acerca de extraterrestres.
Lee con detenimiento, analiza y comenta.

Invasión desde Marte
HOWARD KOCH


   El presente guión radiofónico es una adaptación libre de la famosa novela de H. G. Wells La Guerra de los Mundos (publicada por primera vez en 1895), debida a la pluma de Howard Koch, y fue presentado por Orson Welles y la compañía del teatro Mercury en la estación de Radio de Columbia Broadcasting System, el 30 de octubre de 1938 .
   La presentación radiofónica de esta pieza, en la fecha mencionada, dio ocasión a un tremendo pánico que alcanzó a varios centenares de miles de habitantes de los estados de Nueva York y limítrofes. La actuación de Orson Welles y de su compañía fue tan perfecta, y los efectos de sonido tan reales, que los radioescuchas, olvidados de que aquello era una representación artistica, se persuadieron –al menos momentánea y parcialmente– de que «iba de veras» y que los marcianos habían invadido la Tierra.

I

   Tenemos actualmente la completa seguridad de que, en los primeros años del siglo XX, nuestro planeta era vigilado muy de cerca por inteligencias mucho más penetrantes y perspicaces que las del hombre, aunque también estaban albergadas en cuerpos tan mortales como los nuestros. Sabemos que mientras los hombres se agitaban afanosamente en torno a sus múltiples ocupaciones y negocios, estaban siendo examinados y estudiados, quizá tan minuciosamente como el hombre mismo, con un microscopio, estudia e investiga las vicisitudes de los minúsculos seres que se agitan y se multiplican en el seno de una gota de agua. La gente se movía alegremente de un lado a otro, por todo el haz de la Tierra, en torno a sus pequeños quehaceres, llena íntimamente de una serena seguridad de su dominio sobre todo reducido y rodante fragmento del torbellino solar, que por casualidad o, mejor dicho, por designio Superior, el hombre había heredado, sacándolo de la misteriosa oscuridad del tiempo y del espacio.
   Sin embargo, a través del inmenso océano etéreo, mentes que son a nuestras mentes como las nuestras lo son a las de las bestias de la jungla, inteligencias vastas, frías y carentes de sentimientos de conmiseración, contemplaban a esta Tierra con ojos llenos de envidia y, poco a poco, pero con seguridad, trazaban sus planes contra nosotros. En el año treinta y nueve del siglo XX llegó su gran desilusión.
   Era cerca del final del mes de octubre. Los negocios estaban en su mejor periodo. El miedo a la guerra se había alejado. Había vuelto al trabajo un número muy considerable de hombres. En el comercio las ventas alcanzaban su más alto punto. Este atardecer del 30 de octubre, el Servicio de Información Crossley estimaba el número de oyentes de las vanas estaciones de radio en treinta y dos millones.

1
   LOCUTOR PRIMERO. Durante las restantes veinticuatro horas sin cambios apreciables en la temperatura. Se anuncia una ligera perturbación atmosférica, de origen indeterminado, sobre Nueva Escocia, que motivará el que el área de baja presión descienda rápidamente hacia los estados del nordeste, acompañada con posibles lluvias y vientos huracanados. Temperatura máxima, sesenta y seis; mínima, cuarenta y ocho. Esta predicción del tiempo se la hace a ustedes la oficina central de Meteorología.
   LOCUTOR SEGUNDO. Ahora, señores Oyentes, les trasladamos a ustedes al salón meridiano del hotel Park Plaza, en el centro de Nueva York, donde escucharán ustedes la música de Ramón Raquello y su orquesta.
(Una canción española... Acaba.)
   LOCUTOR TERCERO. Buenas noches, señoras y caballeros. De la sala meridiana del hotel Park Plaza, de la ciudad de Nueva York, les invitamos a ustedes a oír la música de Ramón Raquello y su orquesta. Con un toque de sentimiento hispánico, Ramón Raquello comienza... la Cumparsita.
(Empieza a sonar la música.)
   LOCUTOR SEGUNDO. Señoras y caballeros, interrumpimos nuestro programa de baile, para comunicar a ustedes un boletín especial que debemos a la Radio Intercontinental de Noticias. A las ocho menos veinte, hora central, el profesor Farrell, del Observatorio de Mount Jennings, de Chicago (Illinois), comunica que se han observado en el planeta Marte algunas explosiones de gas incandescente, que se suceden a intervalos regulares.
   El espectroscopio revela que el gas es hidrógeno y que éste se dirige hacia la Tierra con enorme velocidad. El profesor Pierson del Observatorio de Princeton, confirma las observaciones del profesor Farrell, y describe este fenómeno como (palabras textuales): un chorro de llama azul, disparado por un arma de fuego (hasta aquí las palabras textuales).
   Ahora volvemos a ustedes nuevamente a la música de Ramón Raquello, que toca para ustedes en la sala meridiana del hotel Park Plaza, situado en el centro de Nueva York.
(Durante unos momentos suena la música hasta que la pieza termina. Ruido de aplausos.)
   Ahora una melodía que nunca pierde popularidad, el siempre famoso Polvo de Estrellas. Ramón Raquello y su orquesta... (Música.)
   LOCUTOR SEGUNDO. Señoras y caballeros, continuando con las noticias dadas a ustedes hace unos instantes en nuestro último boletín, les informamos que la oficina meteorológica del gobierno ha solicitado de los más importantes observatorios de la nación que mantengan su vigilancia sobre cualquier otra perturbación que pudiera ocurrir en el planeta Marte. Debido a la desacostumbrada naturaleza de estos sucesos, hemos dispuesto una entrevista con el conocido astrónomo, profesor Pierson, que les explicará a ustedes su punto de vista, con relación a este suceso. Dentro de breves momentos les trasladaremos a ustedes al observatorio Princeton, Nueva Jersey. Entretanto les devolvemos a ustedes la música de Ramón Raquello y su orquesta. (Música.)
   LOCUTOR SEGUNDO. Ahora les rogamos a ustedes nos acompañen al Observatorio Princeton, en Princeton, donde Carlos Phillips, nuestro comentarista interrogará al famoso astrónomo profesor Pierson. Estamos ahora en Princeton, Nueva Jersey. (Cámara de resonancia.)
   PHILLIPS. Buenas noches, señoras y caballeros. Habla para ustedes Carlos Phillips, desde el observatorio de Princeton. Estoy en una gran sala semicircular totalmente oscura; solamente una abertura oblonga se advierte en la bóveda del techo. A través de esta abertura puedo contemplar En cielo tachonado de estrellas, que emiten un brillo frío sobre el intrincado mecanismo del enorme telescopio. Los ligeros ruidos de tictac que oyen ustedes no son otra cosa que las vibraciones de su mecanismo de relojería. El profesor Pierson está en pie, justamente encima de mí, sobre una pequeña plataforma, mirando a través de la lente gigantesca. Yo les ruego a ustedes, señoras y caballeros, que tengan un poco de paciencia ante cualquier demora que pudiera surgir a lo largo de nuestra entrevista.

2
   Además de su incesante vigilancia del firmamento, el profesor Pierson está atento a cualesquiera comunicaciones telefónicas o de otra clase que pudieran reclamarle. En estos instantes está en contacto constante con centros astronómicos de todo el mundo... Profesor, ¿puedo comenzar mi entrevista?
   PROFESOR PIERSON. Cuando usted guste, Señor Phillips.
   PHILLIPS. Profesor, ¿quisiera decir a nuestros oyentes qué es lo que exactamente observa usted en el planeta Marte a través de su telescopio?
   PROFESOR PIERSON. En este mismo momento no se nota nada extraordinario, señor Phillips. Un disco rojo flotando en el cielo azul y fajas transversales que cruzan el disco. Claramente perceptibles ahora, porque se da la circunstancia de que Marte se encuentra en el punto más cercano a la Tierra; en Oposición, como nosotros decimos.
   PHILLIPS. En su Opinión, profesor Pierson ¿qué significan esas fajas transversales?
   PROFESOR PIERSON. Puedo asegurarle, señor Phillips, que no son canales, aunque tal sea la opinión popular de quienes imaginan que Marte está habitado. Desde un punto de vista científico, las fajas mencionadas deben considerarse puramente como el resultado de las condiciones atmosféricas peculiares en este planeta.
   PHILLIPS. ¿Está usted, pues, convencido, profesor, como hombre de ciencia que es, que no existe en Marte una vida inteligente, tal como nosotros la imaginamos?
   PROFESOR PIERSON. Puedo asegurarle que las probabilidades en contra de ello son de mil contra una.
   PHILLIPS. No obstante, ¿cuál es su opinión sobre esas erupciones gaseosas que ocurren a intervalos regulares en la superficie del planeta?
   PROFESOR PIERSON. No tengo formada aún opinión sobre ello, Señor Phillips.
   PHILLIPS. Comprendido, profesor. En beneficio de nuestros Oyentes ¿podría decimos a qué distancia de la Tierra se encuentra Marte?
   PROFESOR PIERSON. A cuarenta millones de millas aproximadamente.
   PHILLIPS. ¡Bueno, esa parece una distancia que infunde cierta seguridad...! ¡Un momento, señoras y caballeros! Alguien acaba de entregar un mensaje al profesor Pierson. Mientras él lo lee, permítanme que les recuerde que les estamos hablando a ustedes desde el Observatorio de Princeton, Nueva Jersey, donde estamos entrevistando al astrónomo mundialmente famoso, profesor Pierson... ¡Un momento, por favor! El profesor Pierson acaba de pasarme el mensaje que le han entregado. Profesor ¿puedo leer a los oyentes este mensaje?
   PROFESOR PIERSON. Sí, señor Phillips.
   PHILLIPS. Señoras y caballeros, voy a leerles un telegrama dirigido al profesor Pierson por el doctor Gray del Museo de Historia Natural, de Nueva York, que dice así: NUEVE, QUINCE TARDE, HORA ESTE. SISMÓGRAFO REGISTRÓ UNA CONMOCIÓN. INTENSIDAD PRÓXIMA TERREMOTO, DENTRO AREA DE RADIO VEINTE MILLAS DE PRINCETON. RUEGO INVESTIGUE. FIRMADO. Lloyd Gray, Jefe División Astronómica. Profesor Pierson, ¿podría tener este suceso alguna relación con las perturbaciones observadas sobre el planeta Marte?
   PROFESOR PIERSON. Difícilmente. Es probable que se trate de unmeteorito de extraordinario tamaño y su caída, en estos momentos, es una mera coincidencia. No obstante, nosotros iniciaremos una investigación, tan pronto lo permita la claridad de la mañana.
   PHILLIPS. Gracias, Señoras y caballeros, durante los últimos diez minutos les hemos estado hablando a ustedes desde el Observatorio de Princeton, para informarles de nuestra especial entrevista con el profesor Pierson, famoso astrónomo. Les ha hablado Carlos Phillips. Ahora devolvemos la conexión a los estudios de Nueva York. (Suena el piano débilmente.)


3
   LOCUTOR SEGUNDO. Señoras y caballeros, tenemos aquí el ultimo boletín de la Radio intercontinental de Noticias, de Toronto, Canadá. El profesor Morse de la universidad de Macmillan manifiesta que se han observado un total de tres explosiones en el planeta Marte entre las horas siete cuarenta y cinco y nueve veinte de la tarde, hora del este. Esta noticia confirma los anteriores informes recibidos de los observatorios americanos. Ahora, desde un punto muy cercano desde Trenton, Nueva Jersey, nos llega un aviso especial: manifiéstase que a las ocho cincuenta de la noche un enorme y llameante objeto, que se supone es un meteorito, ha caído en una granja de las cercanías de Grovers Mill, Nueva Jersey, a veintidós millas de Trenton. El resplandor fue visible en el cielo en un radio de algunos centenares de millas y el ruido del impacto se oyó, hacia el norte, hasta la ciudad de Elizabeth.
   Desde la estación acabamos de despachar un equipo móvil de radio a la escena misma del suceso, de donde nuestro comentarista señor Phillips les dará a ustedes una descripción total, tan pronto llegue allí desde Princeton. Entretanto, les llevamos a ustedes al hotel Martinet en Brooklyn, donde Bobby Millette y su orquesta les ofrecen un programa de música de baile. (Musica de «swing» durante veinte segundos...)
   LOCUTOR SEGUNDO. Les trasladamos ahora a ustedes a Grover Mill, Nueva Jersey. (Ruidos y murmullos de la multitud. .. Sirenas de la policía.)
   PHILLIPS. Señoras y caballeros, con ustedes nuevamente Carlos Phillips, en la granja Wilmuth, en Grovers Mill, Nueva Jersey. El profesor Pierson y el comentarista que les habla, hemos hecho el camino desde Princeton hasta aquí en diez minutos. Bueno... yo apenas sé por dónde comenzar, para darles a ustedes una relación verbal del extraño escenario que tengo ante mis ojos; algo que pudiera haberse sacado de una versión moderna de las Mil y una noches. Acabo de llegar aquí. Todavía casi no he tenido una oportunidad de echar una mirada en torno mío. Supongo... si, supongo... que es esto que tengo directamente delante de mi, medio enterrado en un amplio pozo. Ha debido caer con una fuerza terrorífica. La tierra está cubierta con las astillas de un árbol con el que debe de haber chocado antes de tocar el suelo. Lo que yo puedo ver del... objeto mismo no se parece mucho, que digamos, a un meteoro. Al menos a ninguno de los meteoros que yo he visto en mi vida. Más bien se parece a un enorme cilindro. Tiene un diámetro de.. ¿de cuánto diría usted, profesor Pierson?
   PIERSON (algo separado) Unas treinta yardas.
   PHILIPS. Unas treinta yardas... El metal de la cubierta es... Bueno, tampoco he visto nada parecido a eso en toda mi vida. Su color es algo así como de un blanco amarillento. Algunos espectadores curiosos están ahora empujando para acercarse al objeto a despecho de los esfuerzos de la policía para mantenerlos alejados. Están colocándose precisamente enfrente de mi línea de visibilidad... ¿Quisieran ustedes hacer el favor de echarse a un lado? ¡Hagan el favor!
   POLICIA. ¡Échense a un lado! ¡Ah! ¡Échense a un lado!
   PHILLIPS. Mientras el policía empuja hacia atrás a la multitud, llega aquí con nosotros el señor Wilmuth, propietario de la granja. Estoy seguro que tendrá algunas cosas interesantes que añadir a lo que les estamos refiriendo. Señor Wilmuth, ¿quisiera hacer usted el favor de relatar a los radioyentes lo que usted recuerde del desacostumbrado visitante que ha caído justamente en el patio posterior de su casa? Acérquese más, por favor. Señoras y caballeros; con ustedes está el señor Wilmuth.
   WILMUTH. Yo estaba oyendo la radio...
   PHILLIPS. ¡Más cerca y más alto, por favor!
   WILMUTH. ¡Oh, perdón!
   PHILLIPS. ¡Más alto, por favor, y venga aquí, más cerca!
   WILMUTH. Si, señor... Mientras estaba yo oyendo la radio, y un poco adormilado, un profesor estaba hablando sobre Marte, y yo estaba medio dormido y medio...
   PHILLIPS. Bien, si; señor Wilmuth. Y ¿qué pasó entonces?
   WILMUTH. Como les estaba diciendo, yo estaba oyendo la radio un poco adormilado...

4
   PHILLIPS. Sí, si, señor Wílmuth, ¿qué vio usted entonces?
   WILMUTH. Primeramente no vi nada. Lo primero fue que ni algo...
   PHILLIPS. ¿Qué oyó usted?
   WILMUTH. Un ruido como un zumbido. Algo así: sh, sh, sh..., algo así como un cohete un día de fiesta...
   PHILLIPS. Y luego ¿qué?
   WILMUTH. Volví mí cabeza hacia fuera de la ventana y juraría que estaba durmiendo y soñando.
   PHILLIPS. ¿Sí?, diga.
   WILMUTH. Vi una especie de rayo de luz verdosa y luego ¡pum! Algo que se estrelló contra la tierra. ¡Me tiró al suelo desde la silla!
   PHILLIPS. Bien, ¿se asustó usted, señor Wilmuth?
   WILMUTH. Pues... no estoy muy seguro, calculo que... supongo que estaba un poco encolerizado.
   PHILLIPS. Gracias, señor Wilmuth. Muchas gracias.
   WILMUTH. ¿Quiere usted que diga algo?
   PHILLIPS. No, muchas gracias; ya es bastante. Está muy bien... Señoras y caballeros, acaban de oír ustedes al señor Willmuth propietario de la hacienda donde objeto acaba de caer. Desearía poder trasladar a ustedes la atmósfera –el fondo– de este fantástico escenario. Centenares de coches se encuentran estacionados en un campo que se encuentra detrás de nosotros. La policía trata de contener la avalancha que de la carretera se dirige hacia la granja. Pero de nada le vale. Ahora mismo rompiendo el cordón policiaco de uno al otro. Los faros de los coches derraman un torrente de luz sobre el pozo, donde el objeto se encuentra medio enterrado. Algunos de los más arriesgados espectadores se aventuran hasta casi el borde mismo. Sus siluetas se recortan contra el resplandor del metal. (se oye un lejano y sordo zumbido.)
   Un hombre se acerca para tocar el objeto. En estos momentos sostiene una discusión con un policía. Vence el policía... Ahora señoras y señores, sucede algo que, en la excitación actual, no me he acordado mencionar, pero que cada vez se deja oír mas distintamente. Acaso ustedes mismos puedan captar en sus aparatos de radio. ¡Oigan!.. (una larga pausa)... ¿Lo oyen ustedes? Es un extraño zumbido que parece de dentro del objeto. Voy a acercar mas el micrófono. Aquí. (Pausa). Ahora estamos a no más de veinticinco de distancia del pozo. ¿Pueden ustedes ahora? ¡Oh, profesor Pierson!
   PROFESOR PIERSON. Diga, señor Phillips.
   PHILLIPS. ¿Puede usted decirnos qué significa ese ruido rechinante que se oye dentro del objeto?
   PROFESOR PIERSON. Posiblemente proceda del desigual enfriamiento de su superficie.
   PHILLIPS. ¿Cree usted todavía, profesor, se trata de un meteoro?
   PROFESOR PIERSON. No sé ya lo que pensar. El metal de la envoltura puede considerarse definitivamente como extraterrestre; desde luego no se encuentra en la Tierra. Por otro lado, la fricción con la atmósfera de nuestro planeta rasga con numerosos agujeros la superficie de los meteoritos. Pero este objeto presenta una envoltura totalmente lisa y, según puede usted apreciar, es de forma cilíndrica.
   PHILLIPS. ¡Un momento! ¡Algo sucede! ¡Señoras y caballeros, esto es espeluznante! ¡El extremo más cercano del objeto está comenzando como a pelarse en escamas! ¡La cabecera empieza a dar vueltas como un tornillo! ¡El objeto debe de estar hueco!
   UNAS VOCES. ¡Se está moviendo! ¡Mira, la maldita cosa esa se está desatornillando! ¡Echarse atrás! ¡Fuera de ahí! ¡Atrás digo! ¡Tal vez hay dentro hombres que tratan de salir! ¡Pues está ardiendo al rojo vivo! ¡Van a arder como ascuas! ¡Atrás, atrás, allí! ¡Echa atrás a esos idiotas! (De repente se oye el sonido rechinante de una gran pieza metálica que se cae a la tierra.)
   VOCES. ¡Ha caído! ¡La tapa se ha soltado! ¡Cuidado! ¡Aquí! ¡Echarse atrás!


5
   PHILLIPS. Señoras y señores, esto es lo más tremebundo que yo he visto en mi vida. ¡Un momento! Alguien se desliza afuera por el hueco de la cabecera del objeto. Alguien o... algo. Yo puedo advertir cómo hacia afuera de ese negro agujero dos discos luminosos miran... ¿Serán ojos?
Pudieran ser de una cara. Pudiera ser... (Gritos de horror procedentes de la multitud.) ¡Santo cielo! Algo se arrastra como serpenteando fuera de la sombra, como una serpiente grisácea. Ahora otra más, y otra. A mi me parecen como tentáculos. Ahora puedo advertir el cuerpo de ese ser. Es grande como el de un oso y reluce como el cuero cuando está mojado. Pero ¡ese rostro...! Es... es algo indescriptible. Apenas puedo contenerme para no alejar mi vista de él. Los ojos son negros y brillan como los de una serpiente. La boca es como una v, de cuyas comisuras cuelgan gotas de saliva, que parecen temblar y dar latidos. El monstruo –o lo que eso sea– apenas puede moverse. Parece que el peso lo derrumba... tal vez la fuerza de la gravedad o algo así. El ser ese se está levantando... La muchedumbre se echa hacia atrás. Sus ojos han visto ya bastante. Ésta es la más extraordinaria experiencia... Apenas puedo encontrar palabras... Yo estoy estrechando conmigo y retirando hacia atrás el micrófono, al mismo tiempo que les hablo. Tengo que hacer un alto en mi narración, hasta tanto que encuentre una nueva posición. ¡Mantengan la conexión, por favor, vuelvo en seguida!
(Música pianísima.)
   LOCUTOR SEGUNDO. Estamos dando a ustedes una descripción de un testigo ocular de lo que está sucediendo en la granja de Wilmuth en Grovers Mill, Nueva Jersey. (Más música pianísima.)
Devolvemos a ustedes la conexión con Carlos Philllps, en Grovers Mill.
   PHILLIPS. Señoras y caballeros (¿Se me oye?)... Señoras y caballeros, aquí estoy nuevamente, detrás de un muro de piedra junto al jardín del señor Wilmuth. Desde aquí puedo abarcar completamente todo el escenario.
   Les voy a dar todos los detalles, en cuanto me sea posible hablarles. Y también en cuanto me sea posible ver lo que pasa. Ha llegado más policía del estado. Treinta, de los policías están acordonando el frente del pozo. No es necesario ahora empujar hacia atrás a la multitud. Esta ya se cuida mucho de guardar una distancia conveniente. El capitán está conferenciando con alguien. No podemos ver exactamente con quien. ¡Ah, sí! Creo que es con el profesor Pierson. Sí, es él. Ahora se separan los dos. El profesor da vueltas por un lado del pozo, estudiando el objeto, mientras el capitán y dos policías avanzan sosteniendo algo entre sus manos. Ya puedo ver lo que es. Es un pañuelo blanco atado a una larga vara. Una bandera blanca, de tregua. ¡Si esos seres saben lo que eso significa! ¡Lo que significa cualquier cosa!... ¡Aguarden! ¡Algo está pasando...! (Se oye un silbido seguido de zumbidos, que van aumentando en intensidad.)
   Una figura encorvada se levanta del hoyo. Puedo adivinar algo así como un breve rayo de luz dirigido contra un espejo. ¿Qué es esto? Un chorro de llamas salta de ese espejo y se dirige a los hombres que avanzan. Los derriba a todos! ¡Santo Dios, todos ellos se están abrasando! (Alaridos y chillidos extraterrestres.)
   Ahora todo el campo comienza a arder. (Se oye una explosión). Los bosques... los patios de las granjas... los depósitos de combustible de los automóviles... el fuego se extiende por todas partes. Se acerca hacia aquí. Unas veinte yardas hacia mi derecha... (Se oye el chasquido del micrófono... luego un silencio de muerte...)
   LOCUTOR NÚMERO DOS. Señoras y caballeros, debido a circunstancias que escapan a nuestras previsiones no podemos continuar transmitiendo para ustedes desde Grovers Mill. Evidentemente se han producido ciertas dificultades en nuestro equipo móvil de transmisión. Sin embargo, volveremos a hablarles desde allí, lo más pronto posible. Entretanto, les damos a ustedes el último boletín llegado desde San Diego, California. El profesor Indellkoffer, a los postres de un banquete de la Sociedad Astronómica de California, ha expresado su opinión de que las explosiones en el planeta Marte son, sin duda alguna, nada más que ciertas perturbaciones muy agudas de carácter volcánico en la superficie del planeta. Ahora seguimos con un breve intermedio de música de piano. (Piano... Corte.)
6
   Señoras y caballeros, acabo de recibir un mensaje que llega aquí directamente por teléfono desde Grovers Mill. Aguarden un momento. Cuarenta personas al menos, incluidos seis soldados, yacen muertos en un campo al este del pueblo de Grovers Mill. Sus cuerpos aparecen quemados y contorsionados más allá de toda posibilidad de identificación. Las inmediatas palabras que ustedes van a escuchar son las del brigadier general Montgomery Smith, comandante de la milicia del estado en Trenton, Nueva Jersey.
   SMITH. He sido requerido por el gobernador de Nueva Jersey para poner en estado de guerra los condados de Mercer y Middlesex hasta Princeton por el Oeste, y hasta Jamesburg por el Este. Nadie podrá entrar dentro de los limites de este área, a menos que vaya provisto con un pase especial, expedido por las autoridades estatales o militares. Cuatro compañías de la milicia del estado están llegando desde Trenton a Grovers Mill y ayudarán a la evacuación de la población dentro de las normas de las operaciones militares. Gracias.
   LOCUTOR. Acaban ustedes de oír al general Montgomery Smith, comandante de la milicia del estado en Trenton. Entretanto, siguen llegando nuevos detalles de la catástrofe en Grovers Mill. Los extraños seres extraterrestres, después de desatar su mortífero asalto, se han retirado a su pozo y no han hecho ninguna tentativa para evitar los esfuerzos de los bomberos para rescatar los cuerpos y extinguir el fuego. Los departamentos combinados del condado de Mercer para extinción de incendios están luchando contra las llamas, que amenazan adueñarse de toda la zona. Hasta ahora no nos ha sido posible establecer contacto alguno con nuestro equipo móvil de Grovers Mill, aunque esperamos que poder volver a radiarles desde allí dentro de poco. Entretanto, les devolvemos a ustedes... ¡Eh, un momento por favor! (Sigue una pausa larga... Susurros.)
   Señoras y caballeros, acaban de comunicarme que se ha podido establecer comunicación con un testigo presencial de la tragedia. EI profesor Pierson ha sido localizado en una granja cerca de Grovers Mill, donde ha establecido un puesto provisional de observación. Dado su carácter de hombre de ciencia, él les dará a ustedes una explicación de este desastre. Van ustedes a oír la voz del profesor Pierson, traída hasta aquí por teléfono directo. Profesor Pierson...
   PROFESOR PIERSON. De los seres salidos del cohete cilíndrico de Grovers Mill no puedo darles a ustedes una información autorizada ni en cuanto a su naturaleza, ni en cuanto a su origen o a sus propósitos aquí sobre la Tierra. Por lo que se refiere a sus instrumentos de destrucción únicamente puedo aventurar una explicación llena de reservas. A la falta de términos más precisos me referiré a esta arma misteriosa designándola con el nombre de «rayo de calor». Es absolutamente evidente que estos seres poseen un conocimiento científico mucho más avanzado que el nuestro. Mi suposición personal es que están en condiciones de poder generar un intensísimo calor en una cámara absolutamente adiatérmica. Este intenso calor lo proyectan ellos por medio de un doble rayo paralelo, contra el objeto elegido, valiéndose de un cristal parabólico pulimentado, de composición desconocida, análogamente a como el espejo de un proyector de faro lanza su rayo de luz. Esta es mi suposición sobre el origen del «rayo de calor».
   LOCUTOR SEGUNDO. Gracias, profesor Pierson. Señoras y caballeros, tenemos aquí un boletín comunicado desde Trenton. Es una breve declaración que nos informa que el cuerpo carbonizado de Carlos Phillips, el comentarista de radio, ha podido ser identificado en un hospital de Trenton. Ahora nos llega otro boletín desde Washington, distrito federal. La oficina del director de la Cruz Roja nacional informa que diez unidades de empleados provisionales de la Cruz Roja han sido asignados al cuartel general de la milicia del estado, estacionada en las afueras de Grovers Mill, Nueva Jersey.
Otro boletín de la policía del estado de Prínceton Junction dice lo siguiente: «Los fuegos de Grovers Mill y su contorno han sido sofocados. Los observadores informan que todo está tranquilo en estos momentos en el pozo, y que no aparece señal alguna de vida en el morro del cilindro». Y ahora, señoras y caballeros, les damos un comunicado especial del señor Harry MacDonald, que actúa de vicepresidente encargado de las operaciones.

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   MAC DONALD. Hemos recibido de parte de la milicia, en Trenton, una demanda para colocar a su disposición todos nuestros equipos de radio. En vista de la gravedad de ]a situación, y estimando que la radio tiene una definitiva responsabilidad en el servicio del público interés en todo tiempo, hemos acordado facilitar a la milicia del estado, en Trenton, todas nuestras disponibilidades.
   LOCÚTOR. Les llevamos a ustedes ahora al campo del cuartel general de la milicia del estado, establecido cerca de Grovers Mill, Nueva Jersey.
   CAPITÁN. Les habla el capitán Lansing, del cuerpo de señales, adscrito a la milicia del estado y en la actualidad destinado en el campo de operaciones militares en la vecindad de Grovers Mill. La situación, causada por la anunciada presencia de ciertos individuos de naturaleza todavía no identificada, está ahora bajo completo control.
   El objeto cilíndrico, que yace en un pozo situado directamente debajo de nuestra posición, está rodeado por todos los lados por ocho batallones de infantería, sin piezas pesadas de artillería, pero armadas adecuadamente con rifles y ametralladoras. Cualquier motivo de alarma – aun dado el caso que se hubiera podido producir ésta anteriormente- es ahora totalmente carente de justificación. Esas cosas, sean lo que sean, no se atreven ni aun a asomar sus cabezas por el borde del pozo. A la luz de los focos instalados aquí, puedo ver totalmente el lugar donde se esconden. A pesar de todos los recursos de que se ha informado están dotados, esas criaturas no podrán mantenerse firmes contra el duro fuego de las ametralladoras. De cualquier manera que sea, ésta es una interesante experiencia de campo para nuestras tropas. Puedo notar desde aquí sus uniformes de color caqui, que cruzan adelante y atrás frente a las luces de los focos. Tiene esto todo el aspecto de un campo real de batalla. En los bosques que limitan el río Millstone, aparecen ligeras nubecillas de humo. Probablemente son de las hogueras prendidas por los allí acampados. Parece probable que pronto comenzará alguna acción militar. Una de las compañías se despliega por el flanco izquierdo. Un rápido ataque y todo habrá acabado... ¡Un momento, por favor! ¡Advierto algo en el morro del cilindro! No, no es más que una sombra. En este momento las tropas están en los linderos de la granja de Wilmuth. Siete mil hombres armados se aproximan cerrando el cerco... ¡Esperen un momento! ¡No era una sombra! ¡Es algo que se mueve... de metal sólido... una especie de coraza que se alza por la parte exterior del cilindro! ¡Se va haciendo cada vez más alto! ¡Oh! Está alzándose sobre unos pies... en realidad, levantándose sobre una especie de bastidor metálico. ¡En estos momentos está alcanzando una altura por encima de los árboles! ¡Los proyectores lo enfocan ¡Sostenga esto! (Silencio.)
   LOCUTOR SEGUNDO. Señoras y caballeros, tengo que anunciarles un grave suceso. Aunque ello pueda parecer increíble, las observaciones de carácter científico por un lado y la evidencia de nuestro propio testimonio por otro, nos hace creer de una manera incontestable, que estos extraños seres que aterrizaron en la campiña de Jersey esta noche última, son la vanguardia de un ejército invasor procedente del planeta Marte. La batalla que ha tenido lugar esta noche en Grovers Mill ha terminado en una de las más desastrosas derrotas, jamás sufridas por un ejercito en los tiempos modernos: siete mil hombres armados con rifles y ametralladoras se lanzaron contra una sola máquina guerrera de los invasores marcianos. Se han salvado solamente ciento veinte hombres. El resto yace en el campo de batalla entre Grovers Mill y Plainsboro, aplastado y pisoteado hasta haber encontrado la muerte bajo los pies de metal del monstruo, o haber sido reducidos a cenizas por sus rayos de calor. El monstruo controla en la actualidad el sector central de Nueva Jersey y ha dividido en realidad el estado en dos, justamente por su centro. Están cortadas las líneas de comunicación de Pennsylvania al océano Atlántico. Las vías de ferrocarril están destrozadas y el servicio desde Nueva York a Filadelfia, interrumpido, con excepción de algunos trenes entre Allentown y Phoenixville.       Las carreteras hacia el norte, sur y oeste se encuentran abarrotadas de gente que huye horrorizada. Las reservas de la policía y del ejército son incapaces de controlar la frenética huida. Durante la mañana los fugitivos habrán entrado en Filadelfia, Camden y Trenton, en oleadas humanas, cuyo número puede calcularse, dos veces superior a su población normal.
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   En estos momentos se ha decretado la ley marcial en Nueva Jersey y en el estado de Pennsylvania en su parte oriental. Ahora les llevamos a ustedes a Washington, para que escuchen una transmisión especial sobre el estado de urgencia nacional... El secretario del Interior...
   SECRETARIO. Ciudadanos de esta nación: No trataré de ocultar la gravedad de la situación por la que atraviesa este país, ni la constante preocupación del gobierno en proteger las vidas y propiedades de su pueblo. Sin embargo, deseo inculcar en vosotros –ciudadanos particulares y funcionarios públicos en su totalidad– la urgente necesidad de conservar la calma y de contribuir a ella con vuestros recursos. Afortunadamente, este formidable enemigo está confinado todavía dentro de un área relativamente reducida; y nosotros podemos tener la firme confianza de que nuestras fuerzas militares poseerán la potencia suficiente para contenerlo allí. Entretanto, puesta nuestra fe en Dios, debemos proseguir todos y cada uno de nosotros en el cumplimiento de nuestros deberes, de modo que podamos ofrecer a este adversario destructor, el frente sólido de una nación unida, valiente, y dedicada a la preservación de la supremacía humana sobre la Tierra. Gracias.
   LOCUTOR. Acaban de oir ustedes, al secretario del Interior que les ha hablado desde Washington. Los boletines, numerosísimos, que nos llegan a cada instante se van amontonando aquí, en el estudio. Nos informan que la parte central de Nueva Jersey está privada de la comunicación por radio, a causa de los efectos del rayo de calor sobre las líneas de alto voltaje y los equipos eléctricos. Aquí tenemos un boletín especial transmitido desde Nueva York. Se reciben cables de instituciones científicas inglesas, francesas y alemanas, que ofrecen su colaboración. Los astrónomos informan que se producen continuadas explosiones de gases, a intervalos regulares, sobre el planeta Marte. La mayoría de nuestros comunicantes opinan que el enemigo trata de enviar refuerzos de nuevos cohetes con máquinas de guerra. Se han hecho tentativas para localizar al profesor Pierson, de Princeton, que ha estado observando a los marcianos desde muy cerca. Témese que haya podido ser muerto en la reciente batalla. Langham Fleid, Virginia: Aviones de observación informan que tres máquinas marcianas, visibles por encima de las copas de los árboles, avanzan hacia el norte en dirección a Somerville, mientras que la población huye delante de ellos. En estos momentos no usan el rayo de calor; aunque avanzan a la velocidad de un tren expreso, los invasores eligen cuidadosamente su camino. Parece que tratan de evitar la destrucción de las ciudades y de las campiñas. Sin embargo, se detienen para destruir las líneas de alta tensión, los puentes y las vías de ferrocarril. Su aparente objetivo actual es hundir toda resistencia, paralizar las comunicaciones, y desorganizar la sociedad humana.
   Aquí tenemos un boletín que nos llega de Basking Ridge, Nueva Jersey: Unos cazadores negros se han encontrado con un segundo cilindro, semejante al primero, incrustado en la gran zona pantanosa situada a veinte millas al sur de Morristown. Piezas de artillería de campo del ejército de Estados Unidos se dirige desde Newark para destruir la segunda unidad invasora antes de que el cilindro pueda abrirse y ser izada su máquina de guerra. En estos momentos están tomando posiciones en las laderas de las montañas Watchung. Oigan otro boletín remitido desde Langham Field, Virginia: Los aviones de observación informan ahora que las máquinas enemigas, en número de tres, aumentan su velocidad hacia el norte, derribando casas y árboles, y manifiestan una evidente prisa en establecer contacto con sus aliados, caídos al sur de Morristown. Las máquinas han sido avistadas por un telefonista al este de Middlesex, a tres millas de Plainfield. Aquí hay otro boletín de Winston Ficid, Long Island: Una escuadrilla de bombarderos, con explosivos pesados, vuela hacia el norte en persecución del enemigo. Aviones de caza hacen las veces de patrulleros. Están avistando al enemigo que marcha rápidamente ¡Un momento, por favor! Señoras y caballeros, hemos instalado equipos especiales directos hasta la línea de artillería emplazada en las localidades adyacentes, con el fin de dar a ustedes una información directa en la zona de avance del enemigo. Primeramente conectamos con la batería del 21 regimiento de Artillería de campo, situado en las Montañas Watchung.

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   OFICIAL. Alza treinta y dos metros.
   ARTILLERO. Treinta y dos metros.
   OFICIAL. Proyección, treinta y nueve grados.
   ARTILLERO. Treinta y nueve grados.
   OFICIAL. ¡ Fuego! (Estallido de un cañón pesado... Pausa.)
   OBSERVADOR. Ciento cuarenta yardas a la derecha.
   OFICIAL. Desviación, treinta y un metros.
   ARTILLERO. Treinta y un metros.
   OFICIAL. Proyección, treinta y siete grados.
   ARTILLERO. Treinta y siete grados.
   OFICIAL. ¡Fuego! (Estallido de un cañón pesado... Pausa.)
   OBSERVADOR. ¡Blanco! Hemos hecho blanco, señor! ¡Le hemos dado al trípode de una de las máquinas! ¡Se han parado! ¡Los otros están tratando de repararlo!
   OFICIAL. ¡Rápido, tome el alza! Variación, cincuenta a treinta metros.
   ARTILLERO. Treinta metros.
   OFICIAL. Proyección, veintisiete grados.
   ARTILLERO. Veintisiete grados.
   OFICIAL. ¡Fuego! (Estallido de cañón pesado... Pausa.)
   OBSERVADOR. No puedo ver la caída a tierra del proyectil, señor. Están lanzando una nube de humo.
   OFICIAL. ¿Qué es eso?
   OBSERVADOR. Humo negro, señor. Se acerca hacia aquí. Viene muy pegado al suelo Avanza rápidamente.
   OFICIAL. ¡Ponerse las caretas! (Pausa). ¡Listos para disparar! Variación a veinticuatro metros.
   ARTILLERO. Veinticuatro metros.
   OFICIAL. Proyección, veinticuatro grados.
   ARTILLERO. Veinticuatro grados.
   OFICIAL. ¡Fuego! (Estallido).
   OBSERVADOR. Sigo sin ver nada, señor. El humo llega cada vez más cerca.
   OFICIAL. ¡Tome el alza! (Tose).
   OBSERVADOR. Veinticuatro metros. (Toses).
   OFICIAL. Veintitrés metros (Tos).
   OBSERVADOR. Proyección, veintidós grados (Tosiendo).
   OFICIAL. Veintidós grados (Se extinguen las toses). (Los ruidos se disipan... Sonidos de motores de aviones.)
   COMANDANTE. Bombardero del ejército, V-8-43, sale de Bayonne, Nueva Jersey, con el teniente Voght, al mando de ocho bombarderos. Informa al comandante Fairfax. Langham Field. Habla Voght, al comandante Fairfax de Langham Field... Las máquinas de trípode del enemigo están ahora a nuestra vista. Han sido reforzadas por otras tres máquinas, procedentes del cilindro de Morristown. Son seis en total. Una de las máquinas está parcialmente averiada. Parece haber sido alcanzada por la granada de un cañón del ejército en las montañas Watchung. Los cañones de la batería están ahora silenciosos. Una nube muy oscura se extiende rasante con la tierra, una nube de gran densidad y naturaleza desconocida. No hay señales de rayo de calor. El enemigo se dirige ahora hacia el este, y cruza el río Passaic hacia los marjales de Jersey. Otra máquina avanza hacia el horizonte en dirección a Pulaski. El objetivo aparece evidente: La ciudad de Nueva York. Están derribando una central eléctrica de alto voltaje. Las máquinas se reúnen ahora, y estamos dispuestos a atacar. Los aviones hacen un giro y se disponen a lanzarse.


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   Estamos a mil yardas encima de la primera máquina... a ochocientas yardas... a seiscientas... a cuatrocientas... a doscientas... ¡Ahora! ¡Un brazo gigantesco se levanta...! ¡Un fogonazo verdusco! ¡Nos están rociando con llamas! Dos mil pies. Los aviones tienen que desistir. No hay oportunidad para soltar las bombas. Sólo queda una cosa... Lanzarse sobre ellos con avión y todo. Nos arrojamos sobre el primero! Una de las máquinas queda destruida! Ocho...
   OPERADOR PRIMERO. Aquí Bayonne, Nueva Jersey, llamando a Langham Field... Aquí Bayonne, Nueva Jersey, llamando a Langham Field... Adelante, por favor... adelante... por favor...
   OPERADOR SEGUNDO. Aquí Langham Field... siga...
   OPERADOR PRIMERO. Seis bombarderos del ejército han entrado en combate con las máquinas-trípode sobre las llanuras de Jersey. Los aviones han quedado incapacitados por los rayos de calor. Todos se han estrellado contra el suelo. Una máquina del enemigo ha quedado destruida. El enemigo está ahora lanzando grandes descargas de humo negro en dirección a...
   OPERADOR TERCERO. Al habla desde Newark, Nueva Jersey... Aquí Nueva Jersey... Atención! Una negra nube de gases venenosos se está extendiendo desde los marjales de Jersey. Alcanza hasta la calle Sur. Son inútiles las mascarillas antigás. Se urge a la población a que se retire a los espacios abiertos... Los automóviles deben coger las carreteras números 7, 23 y 24... Eviten las áreas congestionadas. El humo va ahora extendiéndose sobre el bulevar Raymond...
   OPERADOR CUARTO. 2X2L... llama a CQ... 2X2L... llama a CQ... 2X2L... llama a 8X3R.
   OPERADOR QUINTO. Aquí 8X3R... contesta a 2X2L.
   OPERADOR CUARTO. ¿Cómo es la recepción? ¿Cómo es la recepción? K, por favor. ¿Dónde estás, 2K3R? ¿Qué pasa? ¿Dónde estás? (Volteo de campanas, en gradual disminución, sobre la ciudad.)
   LOCUTOR. Les hablo desde los tejados del edificio de la Radio de la ciudad de Nueva York. Las campanas que oyen ustedes están volteando con el fin de avisar a la población que debe evacuar la ciudad ante la aproximación de los marcianos. En estas dos últimas horas se estiman en tres millones de personas las que han salido por las carreteras hacia el norte, por el bulevar del río Hutchison, que todavía permanece abierto para el tráfico rodado. Eviten los puentes que llevan a Long Island, pues se encuentran absolutamente abarrotados. Toda clase de comunicaciones con la costa de Nueva Jersey ha quedado cerrada hace diez minutos. No quedan más defensas. Nuestro ejército ha sido barrido... La artillería, la aviación... todo ha sido barrido. Esta puede ser nuestra última emisión.
Permaneceremos aquí hasta el final. La población está asistiendo a los servicios religiosos que se celebran debajo mismo de nosotros, en la catedral. (Se oyen voces que cantan himnos religiosos.)
   Echo un vistazo a la parte baja del puerto. Toda clase de barcos, saturados de gente que huye, salen de las dársenas. (Sonidos de las sirenas de los barcos.)
   Las calles se encuentran abarrotadas de gente. El ruido de la muchedumbre es semejante al de la noche de Año Nuevo en el centro de la ciudad: Un momento, ¡atención!... El enemigo está ahora a la vista; precisamente encima de Palisades. Se ven cinco grandes máquinas. La primera cruza en estos momentos el río. Puedo verla desde aquí vadeando el Hudson como un hombre que atravesase un arroyo. Me entregan ahora un boletín... Los cilindros marcianos están descendiendo sobre toda la nación. Uno ha caído en las afueras de Buffalo, otro en Chicago, en San Luis... Su caída parece estar calculada y espaciada... Ahora mismo la primera máquina llega a esta orilla. Se queda un rato parada, vigilando y mirando hacia la ciudad. Su cabeza de acero, a manera de capucha, alcanza la altura de los rascacielos. Parece aguardando la llegada de las otras máquinas. Allí surgen como una cadena de nuevas torres en la parte occidental de la ciudad... Ahora levantan sus manos metálicas... ¡Ha llegado ya el final! Sale el humo... un humo negro, que avanza sobre la ciudad. La gente, que corre por las calles, lo ha advertido. Todos se dirigen ahora corriendo hacía el río del Este... Millares de ellos, caen en el agua como ratas.


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   El humo se expande con mayor rapidez. Ha llegado a Times Square. La gente trata de escapar de él, pero de nada le sirve. Caen como moscas. Ahora el fuego está cruzando la Sexta Avenida... La Quinta Avenida... Lo tengo a cien yardas... Está sólo a cincuenta pies...
   OPERADOR CUARTO. 2X2L llama a CQ... 2X2L llama a CQ... 2~L llama a CQ... Nueva York, ¿No hay nadie en el aire? ¿No queda nadie...? 2X2L...

II

   PIERSON. Mientras redacto estas notas sobre el papel, estoy obsesionado con el pensamiento de que puedo ser tal vez el último ser viviente que queda sobre la Tierra. He permanecido oculto en esta casa vacía cerca de Grovers Mill... Una pequeña isla de claro día, separada por el negro humo del resto del mundo. Todo cuanto ha ocurrido antes de la llegada de esos monstruosos seres a la Tierra me parece en estos momentos un fragmento de otra vida... Una vida, que no guarda continuidad con la presente, furtiva existencia del único superviviente abandonado, que traza estas palabras sobre la cubierta de un cuaderno de notas astronómicas, que llevan la firma de Ricardo Pierson. Contemplo mis manos ennegrecidas, mis zapatos destrozados, mi traje hecho jirones, y me esfuerzo en relacionar todo con un profesor que vivía en Princeton y que, en la noche del 30 de octubre, miraba a través de su telescopio una explosión luminosa de una tonalidad anaranjada sobre un distante planeta. Mi mujer, mis colegas, mis alumnos, mis libros, mi observatorio, mi... mi mundo... ¿Dónde están? ¿Existieron en algún tiempo? ¿Soy yo Ricardo Pierson? ¿Qué día es hoy? ¿Existen los días si no hay calendario? ¿Pasa el tiempo cuando no hay manos humanas para dar cuerda a los relojes? Al consignar aquí mi vida de hoy, me digo que he de preservar la historia humana entre las negras cubiertas de este pequeño libro, que se había hecho simplemente para registrar los movimientos de las estrellas. Pero para escribir debo vivir, y, para vivir, debo comer... Me he encontrado en la cocina un pan enmohecido, y una naranja sólo parcialmente averiada y que me la puedo comer. Desde la ventana mantengo constante vigilancia. De cuando en cuando, puedo ver a un marciano por encima del negro humo.
   El humo todavía retiene a la casa en que estoy, totalmente cercada con su negro anillo... Pero, por último, se produce un sonido silbante y, de repente, veo a un marciano, montado sobre su máquina, que rocía el aire con un chorro de vapor, como si tratara de disipar el humo. Desde una esquina puedo observar cómo sus enormes piernas metálicas casi rozan esta casa.
   Consumido por el terror, he caído como dormido. Es de mañana. El sol lanza un torrente de luz contra la ventana. La negra nube de gas se ha desvanecido y los prados agostados, que se extienden hacia el norte, aparecen como si una tormenta de nieve negra hubiera descargado encima de ellos. Me aventuro a salir de la casa. Me dirijo hacia una carretera. No hay tráfico alguno. Aquí y allí se ven un coche destrozado, un equipaje caído, un esqueleto ennegrecido. Me encamino hacia el norte. Por alguna razón, me siento más seguro siguiendo las huellas de estos monstruos que escapándome lejos de ellos. Mantengo siempre una cuidadosa vigilancia. He visto comer a los marcianos. Si alguna de estas máquinas apareciese por encima de las copas de los árboles, estoy dispuesto en todo momento a dar un brinco y echarme extendido sobre el suelo. Me acerco a un castaño. En octubre las castañas están maduras. Lleno de ellas mis bolsillos. Debo conservar la vida. Hace dos días que ando errabundo, siguiendo vagamente la dirección norte a través de un mundo desolado. Por último, advierto a una criatura viviente... Una pequeña y rojiza ardilla que se mueve sobre la rama de un haya. La contemplo lleno de un sentimiento de profunda admiración. El animalito vuelve su cabecita y me mira. Creo que, en este momento, el animalito y yo compartimos la misma emoción... La alegría de encontrar a otro ser que vive, que vive también... Sigo hasta el norte. Encuentro unas vacas muertas en un campo nauseabundo.

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   Más allá destacan las calcinadas ruinas de una lechería. La torre de un silo permanece en pie..., como un guardián sobre la llanura destrozada, como un faro desierto junto al mar. A horcajadas sobre la techumbre del silo, se yergue el gallo de la veleta. La flecha señala hacia el norte.
   Al día siguiente, llego a una ciudad cuyos contornos me son vagamente familiares. Sin embargo, sus edificios aparecen extrañamente recortados y aplastados hasta el suelo, cual si un gigante hubiera partido en rebanadas sus más altas torres, de un caprichoso y descomunal manotazo.
   Llego hasta las afueras. He encontrado a Newark abatida, pero sin demoler, por algún capricho de los marcianos en su avance. Repentinamente, experimento una rara sensación de que soy vigilado, y entonces advierto algo que se agazapa en un portal. Me dirijo allí, y en seguida ese algo se levanta y se convierte en un hombre... Un hombre, armado con un ancho cuchillo.
   FORASTERO. ¡Alto! ¿De dónde viene usted?
   PIERSON. Vengo de... muchos sitios. Hace mucho tiempo, desde Princeton.
   FORASTERO. ¿Princeton? Mmm... Eso era cerca de Grovers Mill. ¿no?
   PIERSON. Sí.
   FORASTERO. Grovers Mill... (Se ríe como si hubiera oído un buen chiste). Allí no hay alimentos. Esta es mi tierra. Toda esta parte final de la ciudad hacia abajo, hasta el río. Sólo hay alimentos para uno... ¿Hacia dónde se dirige usted?
   PIERSON. No lo sé. Creo que estoy buscando... gente.
   FORASTERO. (Nerviosamente) ¿Qué es eso? ¿Entonces ha oído usted algo?
   PIERSON. ¡Tan sólo un pájaro! ¡Un pájaro vivo!
   FORASTERO. Usted debería saber que en estos días los pájaros tienen sombra... Oiga! Aquí estamos al aire libre. Vamos a refugiarnos en un portal y allí hablaremos.
   PIERSON. ¿Ha visto usted a los marcianos?
   FORASTERO. Se fueron a Nueva York. Durante la noche el cielo palpita con sus luces. Exactamente como si todavía viviesen allí sus vecinos. Durante el día no se les puede ver. Hace cinco días un par de ellos llevaban algo muy grande desde el aeropuerto a través de la Plana. Creo que están aprendiendo a volar.
   PIERSON. ¡Volar!
   FORASTERO. Sí, a volar.
   PIERSON. Entonces podemos decir que la Humanidad se acabó ya, forastero; sólo quedamos usted y yo. Sólo dos supervivientes.
   FORASTERO. Los monstruos se han establecido en una tierra firme: han arruinado a la nación más grande del mundo. Esas estrellas verdes... probablemente seguirán cayendo todas las noches en diversas partes. Tan sólo han perdido una máquina. No nos queda nada que hacer. Estamos deshechos. Estamos exterminados.
   PIERSON. ¿Dónde estuvo usted? Usted lleva uniforme...
   FORASTERO. Lo único que me queda. Yo estaba en la milicia, en la Guardia nacional. ¡Bueno va! No hubo más guerra que la que hubiera podido haber entre los hombres y las hormigas.
   PIERSON. Pero nosotros éramos hormigas comestibles. Eso es lo que yo he averiguado. ¿Qué van a hacer con nosotros?
   FORASTERO. Yo lo tengo ya todo pensado. Hasta ahora nos cogían a medida que nos necesitaban. Un marciano no tiene más que ir andando unas pocas millas y coger de paso toda una multitud. Pero en adelante no lo harán así. Nos cogerán sistemáticamente... Escogerán a los mejores y los guardarán en jaulas o algo así. ¡Todavía no han comenzado con nosotros!
   PIERSON. ¿Que no han comenzado?...



13
   FORASTERO. ¡No han comenzado todavía! Todo lo que ha pasado hasta ahora, es porque no hemos tenido suficiente buen sentido para estarnos quietos; y les hemos estado molestando con cañones y toda esa porquería y perdido nuestra cabeza, corriendo en grandes manadas. Ahora en vez de andar moviéndonos como ciegos, nosotros tenemos que sujetarnos a vivir conforme a la actual situación. Ciudades, naciones, civilización, progreso...
   PIERSON. Pero si eso fuera así, ¿qué razón queda para vivir?
   FORASTERO. Ya no será posible establecer conciertos que duren un millón de años o algo así, ni habrá cenitas en los restaurantes. Si son diversiones tras lo que anda usted, creed que corre usted en vano.
   PIERSON. ¿Qué es pues lo que queda?
   FORASTERO. ¡La vida! Esto es lo que queda! ¡Yo lo que necesito es vivir! ¡Y usted también! No vamos a dejarnos exterminar. Yo no quiero dejarme coger tampoco, ni que me domestiquen ni que me ceben y engorden como a un buey.
   PIERSON. Y ¿qué es lo que va a hacer usted, entonces?
   FORASTERO. Yo me voy... justamente siguiendo sus pasos. Tengo un plan. Nosotros, los hombres, como hombres estamos liquidados ya. Todavía no lo sé bien, pero nosotros tenemos todavía que aprender mucho antes de que se nos ofrezca una oportunidad. Y tenemos que vivir y seguir libres hasta tanto que podamos aprender. Como ve usted, yo lo he pensado todo.
   PIERSON. Dígame, dígame todo lo que piensa.
   FORASTERO. ¡Bueno! No todos nosotros servimos para bestias salvajes, y así es como debe de ser. Por eso yo le vigilaba a usted. Todos los pequeños trabajadores de oficio y artesanos que solían vivir en estas casas, no hubieran valido. No tienen correa para eso. No servían más que para ir corriendo a su trabajo. He visto centenares de ellos, corriendo como animales, para coger su tren matutino de abonados, con miedo de que, si no lo alcanzaban, tendrían que ir luego como sardinas en lata, y otras veces corriendo también por la noche, con miedo de que no llegarían a tiempo a cenar. Tenían sus vidas aseguradas, e invertida una cantidad para el caso de un accidente. Y los domingos se aburrían soberanamente pensando en su porvenir. Los marcianos serán para ellos como un buen golpe de fortuna. Tendrán bonitas jaulas, buena comida, buena educación, y ninguna preocupación. Después de una semana o cosa así de andar errantes por los campos con el estómago vacío, darán la vuelta y se verán contentos cuando los cojan.
   PIERSON. Usted ha pensado en todo ¿no es así?
   FORASTERO. ¡Vaya que si! Pero aún hay algo más. Esos marcianos cogerán a algunos de ellos como animalitos domesticables y les enseñarán a hacer algunos trucos. ¿Quién sabe? Tendremos que lamentar al niño que fue comenzado a domesticar, después creció y tuvieron que matarlo. Y a algunos, quizá, los enseñarán para que nos cazen a los demás.
   PIERSON. No, eso es imposible. Ningún ser humano...
   FORASTERO. Si, claro que lo harían. Hay muchos hombres que harán esto con mucho gusto. Si uno de ellos viniera detrás de mí...
   PIERSON. Entretanto, usted y yo, y otros como nosotros ¿dónde vamos a vivir cuando los marcianos sean dueños de la Tierra?
   FORASTERO. También me he preocupado de eso. Viviremos bajo tierra. Me he acordado de las alcantarillas. Bajo Nueva York se extienden millas y más millas de alcantarillado. Las principales son bastante grandes para cualquiera. Además, hay en el subsuelo bodegas, bóvedas, almacenes subterráneos, túneles de los ferrocarriles y del metro. ¿Me empieza a comprender usted, eh? Y conseguiremos reunir un puñado de hombres fuertes. Nada de gente débil. Esos desperdicios humanos ¡afuera!
   PIERSON. ¿Y dice usted que vaya yo ahí con usted?
   FORASTERO. Bueno..., yo le doy a usted una oportunidad para hacerlo, si quiere.

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   PIERSON. No nos pelearemos por eso. Siga.
   FORASTERO. Y tendremos que buscarnos lugares bien seguros donde permanecer ¿sabe? Y deberemos conseguir todos los libros que podamos..., libros de ciencias se entiende. Ahí es donde los hombres, como usted, acostumbran a ir ¿no es así? Penetraremos furtivamente en los museos y espiaremos siempre a los marcianos. Puede que no tengamos que aprender durante demasiado tiempo antes de que... Imagínese nada más que esto: cuatro o cinco de sus máquinas de guerra que de repente echan a andar lanzando rayos de calor a derecha e izquierda sin ningún marciano dentro. ¡Sin ningún marciano dentro!, ¿me comprende? Si no sólo hombres, hombres que han aprendido lo mismo que ellos. Podría suceder esto, incluso en nuestro tiempo. ¡Oh! ¡Imagínese qué sería poseer uno de esos aparatos con su rayo de calor! Lo lanzaríamos contra los marcianos, lo lanzaríamos también contra los hombres. Pondríamos a todos de rodillas delante de nosotros.
   PIERSON. ¿Es ése su plan?
   FORASTERO. Usted y yo y unos pocos más, seriamos dueños del mundo.
   PIERSON. Ya, ya lo veo.
   FORASTERO. Oiga ¿qué le pasa? ¿Adónde se va usted ahora?
   PIERSON. A un sitio distinto de su mundo. Adiós, forastero...
   Después de dejar al artillero, llegué finalmente al túnel Holland. Entré por este silencioso camino subterráneo, ansioso por conocer cuál había sido el destino de la gran ciudad situada al otro lado del río Hudson. Con gran precaución, salí del túnel y me encaminé por la calle Canal. Llegué a la calle Catorce, y allí volví a encontrar polvo negro y algunos cuerpos, y también un mal olor lleno de presagios, a través de las verjas de los sótanos de algunas casas. Seguí errante atravesando las calles
Treinta y Cuarenta, y me paré solitario en la plaza del Times. Me fijé en un perro escuálido que corría por la avenida Dieciséis abajo con un pedazo de carne oscura entre sus dientes, y a un montón de chuchos hambrientos siguiéndole. El perro dio un amplio rodeo en torno a mi, como si temiera que yo fuese un adversario recién llegado. Seguí marchando, Broadway arriba, en pos de las huellas de ese polvo extraño. Dejé atrás los escaparates silenciosos de las tiendas, que mostraban sus mudas mercancías a las aceras desiertas; atrás dejé también el teatro Capitol, silencioso, negro; pasé por una exposición de objetos de caza, en la que una hilera de rifles descargados apuntaban a una fila de patos de madera. Cerca del círculo Columbus vi un coche, modelo 1939, en las salas de exposición, que hacían frente a las calles solitarias. Desde la terraza del último piso del edificio de la compañía General Motors me fijé en un banderín de negros pájaros que daban vueltas en el cielo. Me apresuré a bajar. De repente, advertí la capucha de una máquina marciana, que se erguía en alguna parte del parque central, resplandeciente al último sol de la tarde. ¡Qué absurda idea se me Ocurrió! Corrí atrevidamente a través del círculo Columbus y entré en el parque. Subí a una pequeña colina sobre el estanque, a la altura de la calle Sesenta. Desde allí pude contemplar a diecinueve de aquellos grandes titanes metálicos, erguidos en una muda fila a lo largo del Malí, con sus capuchas vacías y sus brazos de acero colgando pesadamente a sus lados.
   Traté en vano de ver los monstruos que habitaban esas máquinas. Al punto, mis ojos se sintieron atraídos hacia la inmensa bandada de negros pájaros que planeaban directamente debajo de mí. Dando grandes y pesados giros llegaron hasta posarse sobre la tierra, y allí ante mis ojos, duros y silenciosos, pude contemplar a los marcianos, desparramados por el suelo, y a las negras aves que picoteaban sus cuerpos y rasgaban jirones negruzcos de carne de sus cuerpos muertos. Más tarde, cuando estos cuerpos pudieron ser examinados en los laboratorios, se halló que habían sido exterminados por las bacterias de la putrefacción y de las enfermedades, contra las que sus sistemas fisiológicos no se hallaban preparados... Muertos, después que todas las defensas del hombre habían fallado, por la más humilde criatura que Dios en su sabiduría había puesto en esta Tierra.



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   Antes de que cayera el primer cilindro, existía la creencia general de que, a través de las profundas distancias del espacio, no existía otra vida que la que bullía en la insignificante superficie de nuestra minúscula esfera.
   Pero ahora miramos más allá, Admirable aunque borrosa es la visión que, yo me he atrevido a hacer surgir en mi mente, sobre una vida que lentamente se irá esparciendo desde esta minúscula semilla del sistema solar a través de las inanimadas extensiones del espacio sideral. Pero esto es un sueño remotísimo. Puede ser que la destrucción de los marcianos sea solamente un acto dilatorio. O tal vez a ellos, y no a nosotros está encomendado el futuro. Ahora me parece extraño el poder estar sentado en mi apacible estudio de Princeton, escribiendo el ultimo capítulo de mis memorias, comenzadas en una granja abandonada de Grovers Mill. Me parece extraño el contemplar desde mi ventana las torres de la Universidad, difuminadas y azulencas, a través de la bruma abrileña. Extraño me parece el mirar a los niños que juegan en las calles. Extraño me parece ver a los jóvenes que pasean sobre el césped, donde las nuevas hojas primaverales van borrando las últimas huellas negruzcas de una tierra lastimada. Extraño me parece ver entrar a los curiosos en el museo en donde se exponen ante el público las piezas desarticuladas de una máquina marciana. Extraño, por último, me parece todo cuanto recuerdo de la primera vez que la vi, brillante y limpiamente recortada, fría y silente, en el atardecer de aquel último gran día.































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