El
Coco
Stephen King
—Recurro a usted porque
quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del doctor
Harper.
El hombre era Lester Billings, de Waterbury,
Connecticut. Según la ficha de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años,
trabajaba para una empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres
hijos. Todos muertos.
—No puedo recurrir a un
cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he
hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos.
De uno en uno. Los maté a todos.
El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.
Billings estaba duro como una estaca sobre el
diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen
de un hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un
cadáver. Sus facciones
se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco,
de paneles, como si
por su superficie desfilaran escenas e imágenes.
—Quiere decir que los
mató realmente, o...
—No. –Un movimiento impaciente de la mano—. Pero
fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero
contárselo.
El doctor Harper no dio nada. Le pareció que
Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su cabello raleaba,
su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky.
—Fueron asesinados,
¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.
—¿Por qué?
—Porque...
Billings se interrumpió y se irguió
bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro extremo de la habitación.
—¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado,
reduciéndose a dos tajos oscuros.
—¿Qué es qué?
1
—Esa puerta.
—El armario
empotrado –respondió el doctor Harper—.
Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis chanclos.
—Ábralo. Quiero ver lo
que hay dentro.
El doctor Harper se
levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina
marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo habían un par de
chanclos relucientes.
Dentro de uno de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del
New York Times. Eso era
todo.
—¿Conforme? –preguntó el
doctor Harper.
—Sí. –Billings dejó de
apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.
—Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a
su silla—, que si se pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus
problemas se solucionarían. ¿Por qué?
—Me mandarían a la
cárcel –explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida. Y en una cárcel uno
puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las habitaciones.
–Sonrió a la nada.
—¿Cómo fueron asesinados
sus hijos?
—¡No trate de
arrancármelo por la fuerza!
Billings se volvió y miró a Harper con
expresión aviesa.
—Se lo diré, no se
preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser
Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no
los quería. Sé que no me
creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.
—Muy bien. –El doctor
Harper extrajo su pipa.
—Me casé con Rita en
1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo fue
Denny. –Sus labios se contorsionaron
para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuve
que dejar la Universidad
y buscar empleo, pero no me importó. Los
amaba a los dos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedar embarazada poco después del
nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de
1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los
anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso
les gusta a las mujeres,
sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?
Harper emitió un gruñido
neutro.
—Pero no importa. A
pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera amado a
los niños para castigar a su esposa.
—¿Quién mató a los
niños? –preguntó Harper.
—El coco –respondió inmediatamente Lester Billings—.
El coco los mató a todos.
Sencillamente, salió del
armario y los mató. –Se volvió y sonrió—. Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en
su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e irme.
—Le escucho –dijo
Harper.
—Todo comenzó cuando
Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a llorar
cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una
cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía
llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le
diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a
perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se dedican a violar
chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se imagina lo horrible que es
despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo varón, es marica?
>>Sin embargo, después de un tiempo,
cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no
dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato "luz,
luz". Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo
saben.
2
>>Rita quiso instalarle una lámpara de
noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la pared con la figura del Ratón
Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde
el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella.
>>De todos modos, murió el verano que
siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama y empezó a llorar en
seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo.
"El coco –gritó—. El coco, papá."
>>Apagué la luz y salí de la
habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa palabra al niño. Sentí
deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La
acusé de ser una condenada embustera.
>>Verá, ése fue un mal verano para mí.
Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de
<<Pepsi–Cola>> en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se
despertaba y lloraba
todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces
tenía ganas de
arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder
la chaveta. Podrías
matarlos.
>>Bien, el niño me despertó a las tres
de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido, sabe, y Rita me
preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi
dormido cuando Rita empezó a gritar.
>>Me levanté y entré en la habitación.
El crío estaba acostado boca arriba, muerto.
Blanco como la harina
excepto donde la sangre se había..., se había acumulado, por efecto de la gravedad. La
parte posterior de las piernas, la cabeza, las... eh... las nalgas. Tenía los
ojos abiertos. Eso
era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce
que algunos tipos
cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un
crío norteamericano no
debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma porque
durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a
ese niño.
Billings meneó la cabeza lentamente y
después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa, grotesca.
—Rita chillaba hasta
desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A la
poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé...
—¿Supo entonces que
había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.
—Oh, no. Entonces no.
Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi
mente lo archivó.
—¿Qué fue?
—La puerta del armario
estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que la
había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugar
con una de ellas y
adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?
—Sí. ¿Qué sucedió
después?
Billings se encogió de
hombros.
—Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían
arrojado tierra sobre tres pequeños ataúdes.
—¿Hubo una
investigación?
—Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un
brillo sardónico—. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín
negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en
la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!
—El colapso en la cuna
es muy común durante el primer año de vida
–explicó Harper puntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido
en los certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor...
—¡Mierda! –espetó
Billings violentamente.
Harper volvió a encender su pipa.
—Un mes después del
funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió con
uñas y dientes, pero yo dije la última palabra.
3
Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a
la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en
tal caso se convierten en
lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando:
<<¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una
hora! ¡No te zambullas de cabeza!>> Le juro por Dios que incluso me decía que me cuidara
de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme
al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny
vivía, Rita consiguió que la llevase una
vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que
sobreproteger a los niños.
Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó
directamente a la cuna de
Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de
microbios.
>>Así transcurrió un año. Y una noche,
cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y chillar y
llorar. "¡El coco, papá, el coco!"
>>Eso me sobresaltó. Decía lo mismo
que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas entreabierta
cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra habitación.
—¿Y la llevó?
—No. –Billings se miró las manos y las facciones
se convulsionaron—. ¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía
que ser fuerte. Ella había sido siempre una marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se
acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.
—Por otro lado –dijo
Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella. Billings, que
estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente la cabeza para mirar
a Harper.
—¿Pretende tomarme el pelo?
—Claro que no –respondió
Harper.
—Entonces deje que lo
cuente a mi manera –espetó Billings—.
Estoy aquí para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si
eso es lo que usted espera.
Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que a
algunas personas les
excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.
—De acuerdo –asintió
Harper.
—De acuerdo –repitió
Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos,
y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, que estaba
herméticamente cerrada.
—¿Prefiere que la abra?
–preguntó Harper.
—¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una
risita nerviosa—. ¿Qué interés podría tener en ver sus chanclos?
Y después de una pausa,
dijo:
—El coco la mató también
a ella. –Se frotó la frente, como si
fuera ordenando sus recuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí
un ruido ahí dentro.
Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... la luz del pasillo
estaba encendida...
y... ella estaba sentada en la cuna, llorando, y... algo se movió. En las
sombras, junto al
armario. Algo se deslizó.
—¿La puerta del armario
estaba abierta?
—Un poco. Sólo una
rendija. –Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba a gritos del coco. Y dijo
algo más que sonó como <<garras>>. Sólo que ella dijo
<<galas>>, sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la <<erre>>. Rita vino
corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las
ramas que se movían en el techo.
—¿Galochas? –preguntó
Harper.
—¿Eh?
—Galas... galochas. Son
una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se
refería a eso.
—Quizá –murmuró
Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía
<<garras>>. –Sus ojos
empezaron a buscar otra vez la puerta
del armario—. Garras, largas
garras –su voz se había reducido a un susurro.
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—¿Miró dentro del
armario?
—S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente
entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada
nudillo.
—¿Había algo dentro?
¿Vio al...?
—¡No vi nada! –chilló
Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran
arrancado un corcho negro del fondo de su alma—. Cuando murió la encontré yo,
verá. Y estaba negra.
Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de
negros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy
brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo <<me pilló, papá,
tú dejaste que me pillara, tú me
mataste, tú le ayudaste a matarme>>.
Su voz se apagó gradualmente. Un solo
lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.
—Fue una convulsión
cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le
practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al
tragarse la lengua durante
una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de
los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las
convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un
susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso.
Dormí en el sofá
–susurró—. Con la luz encendida.
—¿Sucedió algo?
—Tuve un sueño –contestó
Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no podía...,
no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., un ruido viscoso.
Me recordaba un
comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús!
Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de
invocar a los monstruos más abominables del mundo... y a algunos de otros mundos. De todos modos,
en este relato una mujer
ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía.
Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y
tenía algas enredadas en el pelo. Volvía
y la mataba. Y
cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría inclinándose
sobre mí. Con garras...
largas garras...
El doctor Harper consultó su reloj digital
embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando desde hacía casi media
hora.
—Cuando su esposa volvió
a casa –dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?
—Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente—. Seguía
siendo una mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación
femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa
ocupar su lugar...
Su... su... eh...
—¿Su sitio en la vida?
—¡Eso es! –Billings hizo
chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido. Oh, durante los
primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastante
mustia..., arrastraba los
pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños
son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su
foto para recordar cómo eran, exactamente.
>>Quería otro bebé –agregó, con tono
lúgubre—. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un
tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno
del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al
cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de
fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos
con nosotros. Denny había nacido demasiado poco
tiempo después
de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar
trotacalles.
5
¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me
recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me
acostaba con una tro... con una prostituta.
Me
explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver... en el pene, y al día siguiente se
estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.
Billings tamborileó con los dedos sobre su
pecho.
—El ginecólogo de Rita
le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino.
Absolutamente seguro,
dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en el aparato femenino, y listo. Si hay
algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que
está allí. Y al año
siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.
—Ningún método
anticonceptivo es perfecto –explicó Harper—. La píldora sólo lo es en el noventa y ocho
por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contracciones musculares, por un fuerte flujo
menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación.
—Sí. O la mujer se lo
puede quitar.
—Es posible.
—¿Y entonces qué? Empieza
a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como una loca. Se
sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de Dios.
Mierda.
—¿El bebé nació al
finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?
—Exactamente. Un varón.
Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él, por
lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo, tenía
que apañárselas sola. Sé
que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo.
>>Sin embargo terminé por cobrarle
cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que se parecía a mí.
Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecido a nadie,
excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.
>>Cuando volvía de trabajar iba a
jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas
ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?
>>Y una
noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la
cuna del crío. ¡Yo! Yo
siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar
las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di
cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía
taladros de la firma <<Cluett and Sons>>. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un
año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.
>>Y demasiados armarios.
>>El año siguiente fue el mejor para
nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder vivirlo de
nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los
negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba.
Vivíamos en una calle tranquila, con buenos
vecinos. Éramos felices –resumió sencillamente—.
Un día le pregunté a
Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres.
Contestó que eso no se
aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo
mágico.
Billings miró el techo con expresión
morbosa.
—El año pasado no fue
tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el vestíbulo
porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba constantemente:
¿Y qué harás si está ahí
dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar
que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera
moviendo apenas, ahí
dentro.
>>Rita me preguntaba si no trabajaba
demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el estómago dejarlos
solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba salir.
6
Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá,
empecé a pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos.
Había tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá
reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha
vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que quizá si piensas
mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse. Quizá todos los
monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños,
Frankenstein y el Hombre
Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los
niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en
un lago o tan sólo habían
desaparecido. Quizá...
—¿Se está evadiendo de
algo, señor Billings?
Billings permaneció un
largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente:
—Andy murió en febrero.
Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su madre había sufrido un
accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma
noche Rita cogió el autobús.
>>Su madre no murió, pero estuvo mucho
tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía una niñera
excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las
puertas de los armarios porfiaban en abrirse.
Billings se humedeció
los labios.
—El niño dormía en la
misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos años,
Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de esos
charlatanes sostiene que
es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce
traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no
quería mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.
—¿Pero lo mudó, verdad?
–preguntó el doctor Harper.
—Sí –respondió Billings.
En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla—.
Lo mudé.
Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por
proseguir. —¡Tuve que hacerlo! –espetó por fin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo
había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a
envalentonarse. Empezó a... –Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—.
Oh, no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé.
Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.
>>Una noche todas las puertas de la
casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme, encontré un rastro
de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal.
¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé!
Los discos aparecían totalmente rayados y
cubiertos de limo, los espejos se
rompían... y los ruidos... los ruidos...
Se pasó la mano por el cabello.
—Me despertaba a las
tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía:
<<Es sólo el
reloj.>> Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente.
Pero no con
demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso,
como el de algo
salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que
se arrastraran
suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si
oírlo era espantoso, verlo
sería...
>>Y siempre temía que los ruidos se
interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa sobre mi cara, y una
bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.
Billings estaba pálido y
tembloroso.
—De modo que lo mudé.
Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así fue.
La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní los
cojones suficientes para
entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: <<El coco, papá... el
coco..., quiero ir con
papá, quiero ir con papá.>>
7
La voz de Billings sonaba atiplada, como la
de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de
haberse encogido en el diván.
—Pero no pude. –El tono
atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido. Un
alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin
siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía,
le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y
una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en
una botella de gaseosa y oí... –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto—. Oí
cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta—. Fue un ruido
semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un estanque en invierno.
—¿Qué sucedió después?
Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría,
muerta—. Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece
esto, como prueba de cobardía?
Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Ya
amanecía. Llamé a la
policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había
perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.
Se cayó. —Harper miró el
reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.
—Pídale una hora a la
enfermera –dijo—. ¿Los martes y jueves?
—Sólo he venido a
contarle mi historia –respondió
Billings—. Para desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el
crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso
era lo que parecía. Un accidente, como los otros.
Pero Rita comprendió la
verdad. Rita... comprendió... finalmente.
—Señor billings, tenemos
que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de
una pausa—. Cre que
podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de
ellos.
—¿Acaso piensa que no lo
deseo? –exclamó Billings, apartando el
antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.
—Aún no –prosiguió
Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves?
—Maldito curandero
–masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien. Está bien.
—Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.
Billings soltó una risa
hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.
La silla de la enfermera
estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que decía
<<Vuelvo enseguida>>.
Billings se volvió y
entró nuevamente en la consulta.
—Doctor, su enfermera
ha...
Pero la puerta del
armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.
—Qué lindo –dijo la voz desde
el interior del armario—. Qué lindo.
Las palabras sonaron
como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas descompuestas.
Billings se quedó
paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga
sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.
—Qué lindo –dijo el coco
mientras salía arrastrando los pies.
Aún sostenía su máscara
del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.
FIN…
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Los escritores nos proporcionan todo un mundo de imaginación, de cultura, de pensamientos y análisis, en especial este autor llamado EDGAR ALLAN POE, me parece una persona con inigualable riqueza de imaginación y suspenso, (el ultimo excelente) tiene una gran aptitud para hacer de sus lecturas algo maravilloso ante la mente humana, utilizando más que nada el arte de omitir por un momento toda la trama de la historia y concentrarse en algún aspecto evitable, después te lo dice de una manera fresca y directa.
ResponderEliminarLa oportunidad de leer un texto tan exquisito la tenemos cada día, una vez de que empiezas a leer un texto, el mismo se apodera de tu mente, pero a mi parecer esta lectura te deja con algunas incógnitas como:
¿De dónde se pudo obtener la teoría de que el simio había sido el asesino?
¿Por qué el primate no estaba lleno de sangre cuando lo encontraron?
En mi punto de vista la obra pudo ser más rica si se le hubiera agregado este recurso de la narración llamado descripción.
En los esquemas de sociedad de la época se nota que hay demasiado patriotismo ya que nadie quiso o dijo que le asesino fuera de su país (basándose en los gritos) pero claro esto no ayudo de alguna manera y podemos aceptar o la podemos podemos representar con esta frase: “el patriotismo es la virtud de los depravados”.
La esencia del escritor de alguna manera es metódica (me basado en esta lectura) es decir, ocurre un asesinato, investigan y hacen una teoría, encuentran al culpable, pero nunca mencionan las emociones de cada uno de los personajes, y si lo hacen ocurre de una manera muy general.
Si remontáramos la historia a nuestra época:
¿Un animal así llegaría a una gran ciudad?
¿Causaría mas, menos o igual de daños?
¿Cómo actuaríamos?
Sin embargo creo que es una gran historia y el artista es inigualable.
TRUJILLO URIBE MARIA FERNANDA 3°
ola soy Ana LILIA TORRES de 3-E ME GUSTO LA LECTURA DE ALGO GRABE VA SUCEDER EN ESTE PUEBLO PÁRESE lo que paso 5 de enero la malas lenguas lo que ases
ResponderEliminarabortar ala gente pero lo pero de todo que la misma policía los apoya pero todo pro tapar el gobierno pero al fin de todo que la gente le asemos caso lo que asen nos convertimos en unos ignorantes bueno se cuidan