El Horrible sueño de Harriet
Anthony
Horowitz
ERA UN sueño muy
vívido. Eso mismo lo hacía tan horrible. Harriet sentía como si estuviera
sentada en un cine, viendo una película sobre sí misma, en vez de estar
acostada en su cama. Había leído una vez que la gente sólo sueña en blanco y
negro, pero su sueño definitivamente era a todo color. Se veía con su vestido
rosa favorito, y tenía moños rojos en el pelo. Claro que Harriet no hubiera ni
soñado con tener sueños en blanco y negro. Para ella todo tenía que ser de
primera.
Aun así, éste era un sueño que hubiera
preferido no soñar. Hubiera querido despertarse, en vez d estar allí, con las
piernas recogidas y los brazos apretados sobre su costado; habría querido
llamar a Fifí, su niñera francesa, para que fuera a traerle el desayuno. Este
sueño, que tal vez sólo había durado unos segundos, pero que parecía haber
durado toda la noche, era particularmente horrible. De hecho, era una
pesadilla. Es la verdad, era una pesadilla.
Y había empezado tan bonito. Harriet con su
vestido rosa, recorría a saltitos el camino hacia la hermosa residencia de su
familia, en Wiltshire, a las afueras de Bath. Hasta podía escucharse cantando.
Venía de regreso de la escuela, y había sido un día singularmente bueno. La primera
de la clase en ortografía, y aunque sabía que había hecho trampa (las palabras
estaban escritas en su lapicero), pasó al frente a recibir su premio con gusto.
Naturalmente, Jane Wilson (que se ganó el segundo lugar) hizo algunos
comentarios desagradables, pero Harriet se desquitó derramando “accidentalmente”
un vaso le leche sobre su compañera a la hora del almuerzo.
Estaba contenta de estar en casa. La casa de
Harriet era una enorme casa blanca. Nadie en la escuela tenía una más grande
que la suya. El jardín era perfecto, con todo y un arroyuelo y una cascada en miniatura.
Su bicicleta nueva estaba recargada contra la pared junto a la puerta de
entrada, aunque quizá debió haberla metido al garaje, pues llevaba ya una
semana a la intemperie y empezaba a oxidarse.
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Era culpa de Fifí. Si la niñera la hubiera metido,
ahora no estaría oxidada. Harriet pensó en quejarse con su mamá. Tenía una cara
especial para cuando las cosas no salían bien, y un método para exprimir
cubetas de lágrimas de sus ojos. Si se quejaba suficiente, quizá su mamá
despediría a Fifí. Eso sí que sería divertido. Ya había corrido a cuatro niñeras,
y la última duró solamente tres semanas. Fifí no le caía muy bien a Harriet,
sobre todo porque era francesa. Hablaba con un acento estúpido. Tal vez ya le
estaba llegando su turno.
Abrió la puerta principal de la casa, y fue
en ese momento cuando las cosas empezaron a ponerse mal. De algún modo lo supo
desde antes. Claro que es ocurre a menudo en los sueños. Las cosas pasan tan
rápido que las percibes antes de que sucedan.
Su papá había llegado temprano del trabajo.
Harriet vio el Porsche estacionado fuera. Guy Hubbard tenía una tienda de
antigüedades en Bath, aunque últimamente también había estado metido en otros
negocios. Tenía unas construcciones en Bristol, y algo que ver con unos tiempos
compartidos en Mallorca. Pero las antigüedades eran su verdadera pasión.
Viajaba por provincias y visitaba casas, muchas veces de personas fallecidas
recientemente. Se presentaba a las viudas, daba un vistazo y escogía los tesoros
con ojo experto. “Qué bonita mesa!”, exclamaba. “Le podría ofrecer cincuenta
libras por ella. En efectivo, sin preguntas. ¿Qué me dice?”, Y más tarde, la
misma mesa aparecía en su tienda con una etiqueta por quinientas o hasta cinco
mil libras. Ese era el secreto de su éxito. La gente con la que trataba no
tenía ni idea de lo que valían las cosas. Pero él sí. Solía decir que podría
oler una pieza valiosa antes de ponerle los ojos encima.
Ahora mismo estaba en el salón de enfrente,
hablando con su esposa en voz baja y triste. Algo andaba mal. Muy mal. Harriet
fue hacia la puerta y pegó la oreja contra ella. Le gustaba espiar a la gente,
escuchar cosas que no debía. Espiaba desde que tenía cuatro años. Pero lo que
escuchó ahora no se lo esperaba.
—Estamos acabados
—dijo Guy—. Completamente acabados. Querida, se acabó. Y no hay nada que
podamos hacer.
— ¿Lo perdiste
todo? —preguntó su esposa.
Hilda Hubbard había sido peluquera, pero
hacía años que no trabajaba. De cualquier modo, siempre se quejaba de cansancio
y tomaba por lo menos seis vacaciones al año.
—Todo. Fue la
construcción. Jack y Barry se largaron. Salieron del país. Se llevaron el
dinero y me dejaron las deudas.
— ¿Y qué vamos a
hacer?
—Vender todo y
empezar de nuevo, querida mía. Estoy seguro de que lograremos salir a flote.
Pero vamos a tener que vender la casa. Y los coches...
— ¿Y Harriet?
—Para empezar,
tendrá que salirse de esa escuela lujosa. De ahora en adelante tendrá que ir a
la escu1a pública. ¡Y tendrán que olvidarse de ese crucero al que iban a ir las
dos!
Harriet ya había oído suficiente. Abrió la puerta
y entró en el Salón. Sus mejillas se habían puesto de un rojo brillante y
apretaba los labios con tal fuerza que se le formaba una trompita, como si
hiciera pucheros en el aire.
— ¿Qué pasó? —gritó
con voz estridente—. ¿De que estás hablando, papi? ¿Por qué no podemos ir al
crucero?
Guy se quedó mirando a su hija, disgustado.
— ¿Estabas
escuchando tras, la puerta? —le reclamó.
Hilda estaba de pie frente a su marido,
sostenía un vaso de whisky en la mano.
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—No la atormentes,
Guy —dijo.
— ¡Dime, dime!
¿Estabas escuchando, sí o no?
Harriet se retrajo como si estuviera a punto
de llorar. Pero había decidido de antemano que no iba a derramar una lágrima.
Siempre podía probar con uno de sus penetrantes berridos.
Guy Hubbard se encontraba cerca de la
chimenea. Era un hombre bajo, de pelo negro y lacio, y tenía un pequeño bigote.
Había dejado su saco a cuadros sobre el respaldo del sillón. Él y Harriet nunca
habían sido cercanos. De hecho, Harriet le hablaba lo menos posible, casi
siempre sólo para pedirle dinero.
—Más vale que lo
sepas —dijo—. Estamos en bancarrota.
— ¿Qué? —Harriet
sintió que se le asomaban las lágrimas contra su voluntad.
—No te preocupes,
mi muñequita... —comenzó Hilda.
—Más bien,
¡preocúpate! —interrumpió Guy—. Va a haber algunos cambios por aquí, pequeña,
te lo aseguro. Puedes despedirte de tus vestidos de alta moda y tus niñeras
francesas...
— ¿Fifí?
—La despedí esta
mañana. .
— ¡Pero o la
quería!
Las lágrimas empezaron a rodar por las
mejillas de Harriet. Se había olvidado por completo que hacía sólo unos
momentos ella misma lo había considerado despedir a la niñera.
Vas a tener que aprender a ganarte la vida,
Cuando acabe de pagar las deudas no vamos a tener ni un quinto. Tendrás que
trabajar. ¿Cuántos años tienes? ¿Catorce?
— ¡Sólo tengo doce!
—De cualquier modo,
puedes conseguir una ruta de entrega de periódicos, o algo así. Hilda, tú
tendrás que volver a la peluquería. Corte y secado por treinta libras.
Guy sacó un cigarrillo, lo encendió y se
formaron volutas azules en el aire.
—Compraremos una
casa en Bletchley, o en algún lugar por el estilo. De una sola recámara. No nos
alcanzará para más.
— ¿Dónde voy a
dormir yo? —preguntó Harriet, temblorosa.
—Puedes dormir en
la bañera.
Ésa fue la gota que derramó el vaso. Las
lágrimas fluían, no sólo de sus ojos sino, peor, de su nariz. Al mismo tiempo
dio el berrido más agudo y fuerte del que era capaz.
— ¡No, no, no! ¡Me
niego a dormir en la bañera! —gritó—. No me voy a ir de esta casa y no voy a
dormir en ninguna bañera. Todo esto es tú culpa, papá. ¡Te odio, y siempre te
he odiado, y odio a mamá también, y voy a ir al crucero, y si intentan detenerme
los reporto a la Sociedad Protectora de Niños y a la policía, y diré a todos
que les robas cosas a las viejitas, y que no pagas impuestos, y te meterán a la
cárcel y no me importa!
Harriet gritaba tanto que se quedó sin
aliento. Se detuvo y tragó aire, luego giró sobre sus talones y salió de la
habitación con un portazo. Al salir, oyó a su padre murmurar:
—Tenemos que hacer algo
con esa niña....
Y se fue.
Y entonces, como suele ocurrir en los
sueños, de pronto era el día siguiente o dos días después y ella estaba sentada
la mesa del desayuno con su madre, quien comía un plato de granola light y leía el periódico cuando su
padre entró en la cocina.
—Buenos días —dijo.
Harriet lo ignoro. No le había dirigido la
palabra desde el día de la discusión, el día que hubiera sido.
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—Pues bien —dijo
Guy—, he escuchado lo que tienes que decir, he hablado con tu madre, y me
parece que tendremos que llegar a un nuevo acuerdo.
Harriet tomó un panecillo y lo untó con
mantequilla. Estaba portándose como una dama, en su opinión. Muy madura. La
ilusión sólo se perdía cuando la mantequilla le escurría por la barbilla.
—Nos vamos a mudar
—continuó Guy—. Pero tienes razón. No hay lugar para ti en nuestra nueva casa.
Estás demasiado consentida.
—Guy... —susurró
Hilda, desaprobando.
Su esposo la ignoró.
—Hablé con tu tío
Algernon —dijo—. Está de acuerdo en que te vayas con él.
—No tengo ningún
tío Algernon —musitó Harriet.
—No es realmente tu
tío. Pero es un viejo amigo de la familia. Tiene un restaurante en el centro
Londres. El Swaney Bean. Así se llama su restaurante.
—Qué nombre más
estúpido para un restaurante —dijo Harriet.
—Estupido o no, es
una bomba. Le está yendo muy bien y necesita una chica joven como tú. ¡No me
preguntes para qué! De cualquier modo, le llamé y vendrá hoy a recogerte. Te
puedes ir con él. Y quizás algún día, cuando hayamos resuelto todo esto…
— ¡Voy a extrañar a
mi pequeña! —exclamó Hilda.
— ¡No la vas a extrañar
en lo absoluto! Has estado demasiado ocupada jugando canasta y haciéndote el
manicure como para criarla correctamente. Tal vez por eso se convirtió en una
niña mimada. Pero ahora es demasiado tarde. No tarda en llegar. Más vale que
vayas a empacar tu maleta.
— ¡Mi bebé!
Esta vez fue Hilda quien empezó a llorar, y
sus lágrimas cayeron en la granola.
—Me llevo dos
maletas —dijo Harriet —, y más vale que me des dinero también. ¡Seis meses por
adelantado!
El tío Algernon llegó al mediodía. Después
de lo que su padre había dicho, Harriet pensó que iba a llegar en un Rolls
Royce, o por lo menos en un Jaguar, y de un vistazo quedó desilusionada por la
camioneta blanca, bastante destartalada, con el nombre del restaurante, Swaney
Bean, escrito en un costado con letras rojas como la sangre.
La camioneta se estacionó y de ella salió un
hombre tan alto que era casi imposible que cupiera en el asiento delantero.
Harriet se preguntó cómo se acomodaba dentro. Cuando se enderezó, vio que era
casi un metro más alto que la camioneta; su cabeza calva llegaba más alto que
la antena del techo del coche. También era asquerosamente flaco. Era como si
hubieran estirado a un hombre normal en un instrumento de tortura. Sus piernas
y brazos, que colgaban inertes a su lado, parecían estar hechos de elástico. Su
cara era particularmente repulsiva. Aunque no tenía pelo en la cabeza, las cejas
eran peludas y grandes en contraste con sus ojos pequeños y vidriosos. El color
de la piel era como el de una pelota de ping-pong, y la cabeza tenía esa misma
forma. Traía puesto un abrigo negro con cuello de piel y zapatos negros
brillantes que rechinaban al caminar.
Guy Hubbard fue el primero que salió a
saludarlo.
— ¡Hola. Archie!
—exclamó. Los dos hombres se estrecharon las manos—. ¿Cómo van los negocios?
— Bien. Mucho
trabajo, mucho, mucho trabajo.
Algernon tenía una voz suave, grave, que a
Harriet le hacía pensar en un enterrador.
—No me puedo
quedar, Guy. Tengo que estar de regreso en la ciudad para la hora de la comida.
¡Comida! —se relamió los labios con una lengua húmeda y rosada—. Tenemos todas
las mesas reservadas para la hora de la comida. Y lo mismo el día de mañana.
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Toda la semana estamos igual. El Swaney Bean
ha tenido mucho más éxito del que me imaginaba.
—Te estás forrando.
—Podría decirse que
sí.
— ¿Lo tienes?
Algernon sonrió, metió la mano en el
bolsillo de su abrigo, y sacó un sobre café arrugado que le entregó a Guy.
Harriet miró, intrigada, la transacción. Sabía lo que un sobre café quería
decir en cuanto a su padre se refería. Este tipo, Algernon, evidentemente le
estaba entregando dinero a su padre, y no poco, a juzgar por el tamaño del
sobre. Pero era él quien se la llevaba para cuidarla. ¿No debería ser su padre
el que pagara, en ese caso?
Guy se guardó el dinero.
— ¿Dónde está ella?
—preguntó Algernon.
— ¡Harriet! —gritó
Guy.
Harriet tomó sus dos maletas y salió de su casa
por última vez.
—Ya voy —dijo—.
Pero no esperarás que me suba a esa espantosa camioneta…
Guy frunció el ceño. Pero parecía que
Algernon no la había escuchado. La miraba con una expresión difícil de definir.
Estaba contento. Pero había algo más en sus ojos tenia una mirada... ¿hambrienta?
Harriet casi podía sentir que se la comía con los ojos, que la recorrían de
arriba abajo.
Dejó sus maletas en el suelo y torció el
gesto cuando Algernon le pasó un dedo por la mejilla.
—Sí, señor
—exhaló—. De primera. Nos va a venir muy bien.
— ¿Para qué les voy
a venir bien? —exigió Harriet.
—Para nada que sea
de tu interés —replicó Guy.
En tanto, Hilda había salido a la puerta.
Estaba temblando y, Harriet se percató, evitaba mirar al recién llegado.
— ¡Hora de irse!
—dijo Guy.
Algernon le sonrió a Harriet. Tenía dientes
espantosos. Eran amarillos, chuecos, y lo peor, extrañamente puntiagudos.
Parecían más los dientes de un animal.
—Súbete —le dijo—.
Es un viaje largo.
Hilda rompió a llorar de nuevo.
— ¿No me vas a dar
un besito de despedida?
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—No —replicó
Harriet.
—Adiós —dijo Guy.
Quería acabar con esto cuanto antes.
Harriet se subió a la camioneta mientras
Algernon metía sus maletas en la parte de atrás. El asiento delantero estaba
tapizado con vinil barato y tenía roturas por las que el relleno de los
asientos se asomaba. El suelo era un asco, había envolturas de dulces, recibos
viejos y una cajetilla de cigarros vacía. Harriet trató de bajar la ventana
pero la manija no giraba.
—Adiós, mami.
Adiós, papá —dijo a través del vidrio—. Nunca me gustó vivir con ustedes y no
me pesa dejarlos. Tal vez algún día, cuando sea grande, los vea de nuevo.
—Lo dudo...
¿De verdad había dicho eso su padre? Eso le
pareció escuchar a Harriet. Volvió la cara con un ademán de desprecio.
Algernon se había trepado al asiento de
junto. Tenía que enroscar todo el cuerpo para entrar en el coche, y aun así su
cabeza tocaba el techo. Encendió el motor y un momento más tarde estaban en
camino. Harriet no miró hacia atrás. No quería que sus papás pensaran que los
extrañaría.
Ninguno de los dos dijo nada hasta que
llegaron a la autopista e iniciaron el largo tramo en dirección al este, hacia
la ciudad. Harriet buscó el radio, con la esperanza de escuchar música, pero en
su lugar sólo colgaban unos cables. Seguramente se lo robaron. Algernon no le
dirigía la palabra, pero ella sentía que la seguía examinando de reojo, y
cuando esto se volvió intolerable, ella finalmente habló.
—Cuéntame de tu
restaurante —le dijo.
— ¿Qué quieres
saber? —preguntó Algernon.
—No sé...
—Es muy exclusivo
—comenzó Algernon—. Es más, es tan exclusivo que poca gente lo conoce. Pero aun
así, está lleno todas las noches. No tenemos que poner anuncios, la fama
pasa... podría decirse que de boca en boca. Sí, de boca en boca. A eso nos
dedicamos.
Había algo escalofriante en el modo en el
que pronunció esas palabras. De nuevo su lengua se deslizó encima de los
dientes. Sonrió para sí mismo, como si se tratara de un chiste privado.
— ¿Es un
restaurante caro? —preguntó Harriet.
—Oh, sí. El más
caro de Londres. ¿Sabes lo que cuesta una cena para dos en mi restaurante?
Harriet se encogió de hombros.
—Quinientas libras,
y eso sin contar el vino.
— ¡Es una locura!
—exclamó Harriet—. Nadie pagaría eso por una cena para dos.
—Mis clientes están
muy satisfechos con el precio. Sabes… —Algernon sonrió de nuevo sin apartar la
vista del camino—. Hay gente que gana muchísimo dinero. Estrellas de cine,
escritores, banqueros y empresarios. Tienen millones y millones de libras, y
las tienen que gastar en algo. Esas personas no lo piensan dos veces antes de
gastarse cien libras en unas cucharadas de caviar. ¡Se gastan mil en una
botella de vino! Todos ellos van a los restaurantes de moda y no les importa lo
que paguen mientras la comida la prepare un chef famoso, y el menú esté escrito
preferentemente en francés, y que los ingredientes hayan llegado de todos los
rincones del mundo en avión, a un precio altísimo. ¿Me entiendes, querida?
6
—No me digas”querida”
—dijo Harriet. Algernon rió entre dientes.
—Pero claro, llega
un momento —prosiguió— en que ya han probado todo lo que hay. El mejor salmón
ahumado y el más delicioso filete. Los ingredientes no son infinitos, querida, y
pronto se dan cuenta de que los han probado todos. Sí, sí, hay mil modos
distintos de prepararlos. Pechuga de pollo con mermelada y paté. Robalo con callos
de hacha y hongos shitaki. Pero
finalmente llega el momento en el que sienten que ya conocen todo. Su apetito
se cansa. Quieren una experiencia culinaria completamente distinta. Entonces es
cuando vienen al Swaney Bean.
— ¿Por qué le
pusiste un nombre tan estúpido a tu restaurante?
—preguntó Harriet.
—Es el nombre de
una persona —replicó Algernon. No parecía en absoluto molesto, aunque Harriet
había estado provocándolo a propósito—. Swaney Bean vivió en Escocia a
principios de siglo. Tenía gustos excéntricos...
—Me imagino que no
esperarás que trabaje en el restaurante.
— ¿Trabajar?
—Algernon sonrió—. Oh, no. Pero sí espero que te presentes en la cena. De
hecho, estaba pensando presentarte hoy...
El sueño cambió, y de pronto se encontró en
Londres, transitando por King´s Road, en Chelsea. ¡Allí estaba el restaurante!
Harriet vio una pequeña estructura de ladrillos blancos con el nombre escrito
en letras rojas sobre la puerta., El restaurante no tenía ventanas y tampoco
menú a la vista. De hecho, si Algernon no se lo hubiera mostrado, ni lo habría
notado. La camioneta entró en un callejón estrecho, detrás del edificio.
— ¿Aquí vives?
—preguntó Harriet—. ¿Aquí es donde voy a vivir?
—Durante las
próximas horas —replicó Algernon.
Se estacionó al final del callejón, en un
pequeño patio rodeado por todos lados de paredes altas de ladrillo. Había una
fila de botes de basura y una puerta de metal con varias cerraduras.
—Henos aquí —dijo
Algernon.
Harriet se bajó de la camioneta y en el
mismo momento, la puerta se abrió y un hombre gordo y bajo, vestido
completamente de blanco, salió. Parecía japonés. Tenía la piel de color
anaranjado pálido y los ojos rasgados. Llevaba puesto un gorro de chef en su
cabeza. Cuando sonreía, tres dientes de oro lanzaban destellos a la luz del
atardecer.
— ¡La trajiste! —exclamó. Tenía un fuerte
acento oriental.
—Sí. Se llama
Harriet.
Algernon se desdobló de nuevo para salir del
coche.
— ¿Ya sabes cuánto
pesa? —preguntó el chef.
—No la he pesado
todavía.
El chef la recorrió con los ojos. Harriet
empezaba a sentirse más y más incómoda. El modo en que ese tipo la examinaba…
era casi como si fuera un trozo de carne.
—Ella muy buena
—murmuró.
—Joven y mimada
—asintió Algernon. Le indicó la puerta—. Por aquí, querida.
— ¿Y mis maletas?
—No te van hacer
falta.
Harriet estaba nerviosa. No sabía por qué,
pero el no saberlo la hacía sentir peor. Tal vez era el nombre. Swaney Bean.
Ahora que la pensaba, sí lo conocía. Había escuchado el nombre en la
televisión, o tal vez lo había leído en algún lado. Lo cierto es que lo
conocía. ¿Pero de dónde...?
7
Dejó que los dos hombres la llevaran al
interior del restaurante, y se estremeció cuando la puerta de metal sólido se cerró
tras ella. Se encontró en una cocina impecable, toda de mosaico blanco, con
estufas de tamaño industrial y sartenes y ollas relucientes. El restaurante estaba
cerrado. Eran como las tres de la tarde, ya había pasado la hora de la comida.
Quedaba tiempo antes de la cena.
Miró alrededor y se dio cuenta de que
Algernon y el chef la miraban en silencio, ambos con los mismos ojos ansiosos y
hambrientos. ¡Swaney Bean! ¿Dónde había escuchado ese nombre?
—Ella perfecta—
dijo el chef.
—Es lo que pensé —asintió
Algernon.
—Un poco gordita,
tal vez...
— ¡No estoy gorda!
—exclamó Harriet—. Además, he decidido que no me gusta este lugar. Me quiero ir
a casa. Me puedes llevar directamente de vuelta.
Algernon se rió suavemente.
—Demasiado tarde
para eso —dijo—. Mucho muy tarde. Pagué una buna cantidad por ti, querida. Y
como te dije, te queremos e la cena esta noche.
— ¿Empezamos
aderezándola con vino blancos —dijo el chef— y luego quizás esta noche, con
salsa bearnesa?
Fue entonces que Harriet recordó. Swaney
Bean. Había leído su nombre en un libro de cuentos de horror.
Swaney Bean.
El caníbal.
Abrió la boca para gritar, pero no articuló
sonido alguno. Claro, es imposible gritar cuando estás en una pesadilla. Tratas
de gritar pero la boca no te obedece. No sale la voz. Eso le estaba pasando a
Harriet. Sentía el grito agolpado en su garganta. Veía a Algernon y al chef
acercándose a ella. La cocina daba vueltas. Los sartenes y las ollas bailaban
alrededor de su cabeza. Y el grito no salía. Y entonces se hundió en el vórtice
y lo último que vio fue una mano que se estiraba para sostenerla, para que no magullara
su carne en la caída.
8
Afortunadamente, se despertó.
Todo había sido un sueño horrible.
Harriet abrió los ojos despacio. Era el
momento más delicioso de su vida, saber que lo que había pasado no había pasado. Su papá no estaba en
bancarrota. Sus padre no la habían vendido a un loco en una camioneta blanca,
Fifí estarían allí para ayudarle a vestirse y servirle el desayuno. Se
levantaría e iría a la escuela, y en unas cuantas semanas su mamá y ella se
irían en un crucero al Caribe. Estaba molesta de que un sueño tan estúpido la
hubiera asustado tanto. Pero, por otra
parte, todo le había parecido muy real.
Levantó la mano para tallarse la frente.
O lo intentó.
Tenía las manos atadas a la espalda. Harriet
abrió grande los ojos. Estaba acostada en una plancha de mármol en una cocina. Una
enorme olla de agua hervía en la estufa. Un chef japonés cortaba cebollas con
un reluciente cuchillo de acero inoxidable.
Harriet abrió la boca.
Y esta vez el grito logró salir de su
garganta.
FIN
9