viernes, 3 de febrero de 2017

Algo muy grave va a suceder en este pueblo-Gabriel García Márquez

                            ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDER EN ESTE PUEBLO
     Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de
17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los
hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este
pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo
se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro
jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué
pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana
sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o
una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su
mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame
dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están
preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora
agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en
que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de
pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y
tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados
por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central
donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y
otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va
la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
                                 Lean, interpreten y publiquen en el blog alumnos. Saludos.

jueves, 1 de diciembre de 2016

El Horrible sueño de Harriet, estudien la siguiente lectura y realicen un ensayo



El Horrible sueño de Harriet
Anthony Horowitz


   ERA UN sueño muy vívido. Eso mismo lo hacía tan horrible. Harriet sentía como si estuviera sentada en un cine, viendo una película sobre sí misma, en vez de estar acostada en su cama. Había leído una vez que la gente sólo sueña en blanco y negro, pero su sueño definitivamente era a todo color. Se veía con su vestido rosa favorito, y tenía moños rojos en el pelo. Claro que Harriet no hubiera ni soñado con tener sueños en blanco y negro. Para ella todo tenía que ser de primera.
   Aun así, éste era un sueño que hubiera preferido no soñar. Hubiera querido despertarse, en vez d estar allí, con las piernas recogidas y los brazos apretados sobre su costado; habría querido llamar a Fifí, su niñera francesa, para que fuera a traerle el desayuno. Este sueño, que tal vez sólo había durado unos segundos, pero que parecía haber durado toda la noche, era particularmente horrible. De hecho, era una pesadilla. Es la verdad, era una pesadilla.
   Y había empezado tan bonito. Harriet con su vestido rosa, recorría a saltitos el camino hacia la hermosa residencia de su familia, en Wiltshire, a las afueras de Bath. Hasta podía escucharse cantando. Venía de regreso de la escuela, y había sido un día singularmente bueno. La primera de la clase en ortografía, y aunque sabía que había hecho trampa (las palabras estaban escritas en su lapicero), pasó al frente a recibir su premio con gusto. Naturalmente, Jane Wilson (que se ganó el segundo lugar) hizo algunos comentarios desagradables, pero Harriet se desquitó derramando “accidentalmente” un vaso le leche sobre su compañera a la hora del almuerzo.
   Estaba contenta de estar en casa. La casa de Harriet era una enorme casa blanca. Nadie en la escuela tenía una más grande que la suya. El jardín era perfecto, con todo y un arroyuelo y una cascada en miniatura. Su bicicleta nueva estaba recargada contra la pared junto a la puerta de entrada, aunque quizá debió haberla metido al garaje, pues llevaba ya una semana a la intemperie y empezaba a oxidarse.


1
   Era culpa de Fifí. Si la niñera la hubiera metido, ahora no estaría oxidada. Harriet pensó en quejarse con su mamá. Tenía una cara especial para cuando las cosas no salían bien, y un método para exprimir cubetas de lágrimas de sus ojos. Si se quejaba suficiente, quizá su mamá despediría a Fifí. Eso sí que sería divertido. Ya había corrido a cuatro niñeras, y la última duró solamente tres semanas. Fifí no le caía muy bien a Harriet, sobre todo porque era francesa. Hablaba con un acento estúpido. Tal vez ya le estaba llegando su turno.
   Abrió la puerta principal de la casa, y fue en ese momento cuando las cosas empezaron a ponerse mal. De algún modo lo supo desde antes. Claro que es ocurre a menudo en los sueños. Las cosas pasan tan rápido que las percibes antes de que sucedan.
   Su papá había llegado temprano del trabajo. Harriet vio el Porsche estacionado fuera. Guy Hubbard tenía una tienda de antigüedades en Bath, aunque últimamente también había estado metido en otros negocios. Tenía unas construcciones en Bristol, y algo que ver con unos tiempos compartidos en Mallorca. Pero las antigüedades eran su verdadera pasión. Viajaba por provincias y visitaba casas, muchas veces de personas fallecidas recientemente. Se presentaba a las viudas, daba un vistazo y escogía los tesoros con ojo experto. “Qué bonita mesa!”, exclamaba. “Le podría ofrecer cincuenta libras por ella. En efectivo, sin preguntas. ¿Qué me dice?”, Y más tarde, la misma mesa aparecía en su tienda con una etiqueta por quinientas o hasta cinco mil libras. Ese era el secreto de su éxito. La gente con la que trataba no tenía ni idea de lo que valían las cosas. Pero él sí. Solía decir que podría oler una pieza valiosa antes de ponerle los ojos encima.
   Ahora mismo estaba en el salón de enfrente, hablando con su esposa en voz baja y triste. Algo andaba mal. Muy mal. Harriet fue hacia la puerta y pegó la oreja contra ella. Le gustaba espiar a la gente, escuchar cosas que no debía. Espiaba desde que tenía cuatro años. Pero lo que escuchó ahora no se lo esperaba.
—Estamos acabados —dijo Guy—. Completamente acabados. Querida, se acabó. Y no hay nada que podamos hacer.
— ¿Lo perdiste todo? —preguntó su esposa.
   Hilda Hubbard había sido peluquera, pero hacía años que no trabajaba. De cualquier modo, siempre se quejaba de cansancio y tomaba por lo menos seis vacaciones al año.
—Todo. Fue la construcción. Jack y Barry se largaron. Salieron del país. Se llevaron el dinero y me dejaron las deudas.
— ¿Y qué vamos a hacer?
—Vender todo y empezar de nuevo, querida mía. Estoy seguro de que lograremos salir a flote. Pero vamos a tener que vender la casa. Y los coches...
— ¿Y Harriet?
—Para empezar, tendrá que salirse de esa escuela lujosa. De ahora en adelante tendrá que ir a la escu1a pública. ¡Y tendrán que olvidarse de ese crucero al que iban a ir las dos!
   Harriet ya había oído suficiente. Abrió la puerta y entró en el Salón. Sus mejillas se habían puesto de un rojo brillante y apretaba los labios con tal fuerza que se le formaba una trompita, como si hiciera pucheros en el aire.
— ¿Qué pasó? —gritó con voz estridente—. ¿De que estás hablando, papi? ¿Por qué no podemos ir al crucero?
   Guy se quedó mirando a su hija, disgustado.
— ¿Estabas escuchando tras, la puerta? —le reclamó.
   Hilda estaba de pie frente a su marido, sostenía un vaso de whisky en la mano.

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—No la atormentes, Guy —dijo.
— ¡Dime, dime! ¿Estabas escuchando, sí o no?
   Harriet se retrajo como si estuviera a punto de llorar. Pero había decidido de antemano que no iba a derramar una lágrima. Siempre podía probar con uno de sus penetrantes berridos.
   Guy Hubbard se encontraba cerca de la chimenea. Era un hombre bajo, de pelo negro y lacio, y tenía un pequeño bigote. Había dejado su saco a cuadros sobre el respaldo del sillón. Él y Harriet nunca habían sido cercanos. De hecho, Harriet le hablaba lo menos posible, casi siempre sólo para pedirle dinero.
—Más vale que lo sepas —dijo—. Estamos en bancarrota.
— ¿Qué? —Harriet sintió que se le asomaban las lágrimas contra su voluntad.
—No te preocupes, mi muñequita... —comenzó Hilda.
—Más bien, ¡preocúpate! —interrumpió Guy—. Va a haber algunos cambios por aquí, pequeña, te lo aseguro. Puedes despedirte de tus vestidos de alta moda y tus niñeras francesas...
— ¿Fifí?
—La despedí esta mañana. .
— ¡Pero o la quería!
  Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Harriet. Se había olvidado por completo que hacía sólo unos momentos ella misma lo había considerado despedir a la niñera.
   Vas a tener que aprender a ganarte la vida, Cuando acabe de pagar las deudas no vamos a tener ni un quinto. Tendrás que trabajar. ¿Cuántos años tienes? ¿Catorce?
— ¡Sólo tengo doce!
—De cualquier modo, puedes conseguir una ruta de entrega de periódicos, o algo así. Hilda, tú tendrás que volver a la peluquería. Corte y secado por treinta libras.
   Guy sacó un cigarrillo, lo encendió y se formaron volutas azules en el aire.
—Compraremos una casa en Bletchley, o en algún lugar por el estilo. De una sola recámara. No nos alcanzará para más.
— ¿Dónde voy a dormir yo? —preguntó Harriet, temblorosa.
—Puedes dormir en la bañera.
   Ésa fue la gota que derramó el vaso. Las lágrimas fluían, no sólo de sus ojos sino, peor, de su nariz. Al mismo tiempo dio el berrido más agudo y fuerte del que era capaz.
— ¡No, no, no! ¡Me niego a dormir en la bañera! —gritó—. No me voy a ir de esta casa y no voy a dormir en ninguna bañera. Todo esto es tú culpa, papá. ¡Te odio, y siempre te he odiado, y odio a mamá también, y voy a ir al crucero, y si intentan detenerme los reporto a la Sociedad Protectora de Niños y a la policía, y diré a todos que les robas cosas a las viejitas, y que no pagas impuestos, y te meterán a la cárcel y no me importa!
   Harriet gritaba tanto que se quedó sin aliento. Se detuvo y tragó aire, luego giró sobre sus talones y salió de la habitación con un portazo. Al salir, oyó a su padre murmurar:
—Tenemos que hacer algo con esa niña....
   Y se fue.
   Y entonces, como suele ocurrir en los sueños, de pronto era el día siguiente o dos días después y ella estaba sentada la mesa del desayuno con su madre, quien comía un plato de granola light y leía el periódico cuando su padre entró en la cocina.
—Buenos días —dijo.
   Harriet lo ignoro. No le había dirigido la palabra desde el día de la discusión, el día que hubiera sido.

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—Pues bien —dijo Guy—, he escuchado lo que tienes que decir, he hablado con tu madre, y me parece que tendremos que llegar a un nuevo acuerdo.
   Harriet tomó un panecillo y lo untó con mantequilla. Estaba portándose como una dama, en su opinión. Muy madura. La ilusión sólo se perdía cuando la mantequilla le escurría por la barbilla.
—Nos vamos a mudar —continuó Guy—. Pero tienes razón. No hay lugar para ti en nuestra nueva casa. Estás demasiado consentida.
—Guy... —susurró Hilda, desaprobando.
   Su esposo la ignoró.
—Hablé con tu tío Algernon —dijo—. Está de acuerdo en que te vayas con él.
—No tengo ningún tío Algernon —musitó Harriet.
—No es realmente tu tío. Pero es un viejo amigo de la familia. Tiene un restaurante en el centro Londres. El Swaney Bean. Así se llama su restaurante.
—Qué nombre más estúpido para un restaurante —dijo Harriet.
—Estupido o no, es una bomba. Le está yendo muy bien y necesita una chica joven como tú. ¡No me preguntes para qué! De cualquier modo, le llamé y vendrá hoy a recogerte. Te puedes ir con él. Y quizás algún día, cuando hayamos resuelto todo esto…
— ¡Voy a extrañar a mi pequeña! —exclamó Hilda.
— ¡No la vas a extrañar en lo absoluto! Has estado demasiado ocupada jugando canasta y haciéndote el manicure como para criarla correctamente. Tal vez por eso se convirtió en una niña mimada. Pero ahora es demasiado tarde. No tarda en llegar. Más vale que vayas a empacar tu maleta.
— ¡Mi bebé!
   Esta vez fue Hilda quien empezó a llorar, y sus lágrimas cayeron en la granola.
—Me llevo dos maletas —dijo Harriet —, y más vale que me des dinero también. ¡Seis meses por adelantado!
   El tío Algernon llegó al mediodía. Después de lo que su padre había dicho, Harriet pensó que iba a llegar en un Rolls Royce, o por lo menos en un Jaguar, y de un vistazo quedó desilusionada por la camioneta blanca, bastante destartalada, con el nombre del restaurante, Swaney Bean, escrito en un costado con letras rojas como la sangre.
   La camioneta se estacionó y de ella salió un hombre tan alto que era casi imposible que cupiera en el asiento delantero. Harriet se preguntó cómo se acomodaba dentro. Cuando se enderezó, vio que era casi un metro más alto que la camioneta; su cabeza calva llegaba más alto que la antena del techo del coche. También era asquerosamente flaco. Era como si hubieran estirado a un hombre normal en un instrumento de tortura. Sus piernas y brazos, que colgaban inertes a su lado, parecían estar hechos de elástico. Su cara era particularmente repulsiva. Aunque no tenía pelo en la cabeza, las cejas eran peludas y grandes en contraste con sus ojos pequeños y vidriosos. El color de la piel era como el de una pelota de ping-pong, y la cabeza tenía esa misma forma. Traía puesto un abrigo negro con cuello de piel y zapatos negros brillantes que rechinaban al caminar.
   Guy Hubbard fue el primero que salió a saludarlo.
— ¡Hola. Archie! —exclamó. Los dos hombres se estrecharon las manos—. ¿Cómo van los negocios?
— Bien. Mucho trabajo, mucho, mucho trabajo.
   Algernon tenía una voz suave, grave, que a Harriet le hacía pensar en un enterrador.
—No me puedo quedar, Guy. Tengo que estar de regreso en la ciudad para la hora de la comida. ¡Comida! —se relamió los labios con una lengua húmeda y rosada—. Tenemos todas las mesas reservadas para la hora de la comida. Y lo mismo el día de mañana.

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   Toda la semana estamos igual. El Swaney Bean ha tenido mucho más éxito del que me imaginaba.
—Te estás forrando.
—Podría decirse que sí.
— ¿Lo tienes?
   Algernon sonrió, metió la mano en el bolsillo de su abrigo, y sacó un sobre café arrugado que le entregó a Guy. Harriet miró, intrigada, la transacción. Sabía lo que un sobre café quería decir en cuanto a su padre se refería. Este tipo, Algernon, evidentemente le estaba entregando dinero a su padre, y no poco, a juzgar por el tamaño del sobre. Pero era él quien se la llevaba para cuidarla. ¿No debería ser su padre el que pagara, en ese caso?
   Guy se guardó el dinero.
— ¿Dónde está ella? —preguntó Algernon.
— ¡Harriet! —gritó Guy.
   Harriet tomó sus dos maletas y salió de su casa por última vez.
—Ya voy —dijo—. Pero no esperarás que me suba a esa espantosa camioneta…
   Guy frunció el ceño. Pero parecía que Algernon no la había escuchado. La miraba con una expresión difícil de definir. Estaba contento. Pero había algo más en sus ojos tenia una mirada... ¿hambrienta? Harriet casi podía sentir que se la comía con los ojos, que la recorrían de arriba abajo.

   Dejó sus maletas en el suelo y torció el gesto cuando Algernon le pasó un dedo por la mejilla.
—Sí, señor —exhaló—. De primera. Nos va a venir muy bien.
— ¿Para qué les voy a venir bien? —exigió Harriet.
—Para nada que sea de tu interés —replicó Guy.
   En tanto, Hilda había salido a la puerta. Estaba temblando y, Harriet se percató, evitaba mirar al recién llegado.
— ¡Hora de irse! —dijo Guy.
   Algernon le sonrió a Harriet. Tenía dientes espantosos. Eran amarillos, chuecos, y lo peor, extrañamente puntiagudos. Parecían más los dientes de un animal.
—Súbete —le dijo—. Es un viaje largo.
   Hilda rompió a llorar de nuevo.
— ¿No me vas a dar un besito de despedida?
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—No —replicó Harriet.
—Adiós —dijo Guy.
   Quería acabar con esto cuanto antes.
   Harriet se subió a la camioneta mientras Algernon metía sus maletas en la parte de atrás. El asiento delantero estaba tapizado con vinil barato y tenía roturas por las que el relleno de los asientos se asomaba. El suelo era un asco, había envolturas de dulces, recibos viejos y una cajetilla de cigarros vacía. Harriet trató de bajar la ventana pero la manija no giraba.
—Adiós, mami. Adiós, papá —dijo a través del vidrio—. Nunca me gustó vivir con ustedes y no me pesa dejarlos. Tal vez algún día, cuando sea grande, los vea de nuevo.
—Lo dudo...
   ¿De verdad había dicho eso su padre? Eso le pareció escuchar a Harriet. Volvió la cara con un ademán de desprecio.
   Algernon se había trepado al asiento de junto. Tenía que enroscar todo el cuerpo para entrar en el coche, y aun así su cabeza tocaba el techo. Encendió el motor y un momento más tarde estaban en camino. Harriet no miró hacia atrás. No quería que sus papás pensaran que los extrañaría.
   Ninguno de los dos dijo nada hasta que llegaron a la autopista e iniciaron el largo tramo en dirección al este, hacia la ciudad. Harriet buscó el radio, con la esperanza de escuchar música, pero en su lugar sólo colgaban unos cables. Seguramente se lo robaron. Algernon no le dirigía la palabra, pero ella sentía que la seguía examinando de reojo, y cuando esto se volvió intolerable, ella finalmente habló.
—Cuéntame de tu restaurante —le dijo.
— ¿Qué quieres saber? —preguntó Algernon.
—No sé...
—Es muy exclusivo —comenzó Algernon—. Es más, es tan exclusivo que poca gente lo conoce. Pero aun así, está lleno todas las noches. No tenemos que poner anuncios, la fama pasa... podría decirse que de boca en boca. Sí, de boca en boca. A eso nos dedicamos.
   Había algo escalofriante en el modo en el que pronunció esas palabras. De nuevo su lengua se deslizó encima de los dientes. Sonrió para sí mismo, como si se tratara de un chiste privado.
— ¿Es un restaurante caro? —preguntó Harriet.
—Oh, sí. El más caro de Londres. ¿Sabes lo que cuesta una cena para dos en mi restaurante?
   Harriet se encogió de hombros.
—Quinientas libras, y eso sin contar el vino.
— ¡Es una locura! —exclamó Harriet—. Nadie pagaría eso por una cena para dos.
—Mis clientes están muy satisfechos con el precio. Sabes… —Algernon sonrió de nuevo sin apartar la vista del camino—. Hay gente que gana muchísimo dinero. Estrellas de cine, escritores, banqueros y empresarios. Tienen millones y millones de libras, y las tienen que gastar en algo. Esas personas no lo piensan dos veces antes de gastarse cien libras en unas cucharadas de caviar. ¡Se gastan mil en una botella de vino! Todos ellos van a los restaurantes de moda y no les importa lo que paguen mientras la comida la prepare un chef famoso, y el menú esté escrito preferentemente en francés, y que los ingredientes hayan llegado de todos los rincones del mundo en avión, a un precio altísimo. ¿Me entiendes, querida?


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—No me digas”querida” —dijo Harriet. Algernon rió entre dientes.
—Pero claro, llega un momento —prosiguió— en que ya han probado todo lo que hay. El mejor salmón ahumado y el más delicioso filete. Los ingredientes no son infinitos, querida, y pronto se dan cuenta de que los han probado todos. Sí, sí, hay mil modos distintos de prepararlos. Pechuga de pollo con mermelada y paté. Robalo con callos de hacha y hongos shitaki. Pero finalmente llega el momento en el que sienten que ya conocen todo. Su apetito se cansa. Quieren una experiencia culinaria completamente distinta. Entonces es cuando vienen al Swaney Bean.
— ¿Por qué le pusiste un nombre tan estúpido a tu restaurante?
—preguntó Harriet.
—Es el nombre de una persona —replicó Algernon. No parecía en absoluto molesto, aunque Harriet había estado provocándolo a propósito—. Swaney Bean vivió en Escocia a principios de siglo. Tenía gustos excéntricos...
—Me imagino que no esperarás que trabaje en el restaurante.
— ¿Trabajar? —Algernon sonrió—. Oh, no. Pero sí espero que te presentes en la cena. De hecho, estaba pensando presentarte hoy...
   El sueño cambió, y de pronto se encontró en Londres, transitando por King´s Road, en Chelsea. ¡Allí estaba el restaurante! Harriet vio una pequeña estructura de ladrillos blancos con el nombre escrito en letras rojas sobre la puerta., El restaurante no tenía ventanas y tampoco menú a la vista. De hecho, si Algernon no se lo hubiera mostrado, ni lo habría notado. La camioneta entró en un callejón estrecho, detrás del edificio.
— ¿Aquí vives? —preguntó Harriet—. ¿Aquí es donde voy a vivir?
—Durante las próximas horas —replicó Algernon.
   Se estacionó al final del callejón, en un pequeño patio rodeado por todos lados de paredes altas de ladrillo. Había una fila de botes de basura y una puerta de metal con varias cerraduras.
—Henos aquí —dijo Algernon.
   Harriet se bajó de la camioneta y en el mismo momento, la puerta se abrió y un hombre gordo y bajo, vestido completamente de blanco, salió. Parecía japonés. Tenía la piel de color anaranjado pálido y los ojos rasgados. Llevaba puesto un gorro de chef en su cabeza. Cuando sonreía, tres dientes de oro lanzaban destellos a la luz del atardecer.
  ¡La trajiste! —exclamó. Tenía un fuerte acento oriental.
—Sí. Se llama Harriet.
   Algernon se desdobló de nuevo para salir del coche.
— ¿Ya sabes cuánto pesa? —preguntó el chef.
—No la he pesado todavía.
   El chef la recorrió con los ojos. Harriet empezaba a sentirse más y más incómoda. El modo en que ese tipo la examinaba… era casi como si fuera un trozo de carne.
—Ella muy buena —murmuró.
—Joven y mimada —asintió Algernon. Le indicó la puerta—. Por aquí, querida.
— ¿Y mis maletas?
—No te van hacer falta.
   Harriet estaba nerviosa. No sabía por qué, pero el no saberlo la hacía sentir peor. Tal vez era el nombre. Swaney Bean. Ahora que la pensaba, sí lo conocía. Había escuchado el nombre en la televisión, o tal vez lo había leído en algún lado. Lo cierto es que lo conocía. ¿Pero de dónde...?


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   Dejó que los dos hombres la llevaran al interior del restaurante, y se estremeció cuando la puerta de metal sólido se cerró tras ella. Se encontró en una cocina impecable, toda de mosaico blanco, con estufas de tamaño industrial y sartenes y ollas relucientes. El restaurante estaba cerrado. Eran como las tres de la tarde, ya había pasado la hora de la comida. Quedaba tiempo antes de la cena.
   Miró alrededor y se dio cuenta de que Algernon y el chef la miraban en silencio, ambos con los mismos ojos ansiosos y hambrientos. ¡Swaney Bean! ¿Dónde había escuchado ese nombre?
—Ella perfecta— dijo el chef.
—Es lo que pensé —asintió Algernon.
—Un poco gordita, tal vez...
— ¡No estoy gorda! —exclamó Harriet—. Además, he decidido que no me gusta este lugar. Me quiero ir a casa. Me puedes llevar directamente de vuelta.
   Algernon se rió suavemente.
—Demasiado tarde para eso —dijo—. Mucho muy tarde. Pagué una buna cantidad por ti, querida. Y como te dije, te queremos e la cena esta noche.
— ¿Empezamos aderezándola con vino blancos —dijo el chef— y luego quizás esta noche, con salsa bearnesa?
   Fue entonces que Harriet recordó. Swaney Bean. Había leído su nombre en un libro de cuentos de horror.
   Swaney Bean.
   El caníbal.


   Abrió la boca para gritar, pero no articuló sonido alguno. Claro, es imposible gritar cuando estás en una pesadilla. Tratas de gritar pero la boca no te obedece. No sale la voz. Eso le estaba pasando a Harriet. Sentía el grito agolpado en su garganta. Veía a Algernon y al chef acercándose a ella. La cocina daba vueltas. Los sartenes y las ollas bailaban alrededor de su cabeza. Y el grito no salía. Y entonces se hundió en el vórtice y lo último que vio fue una mano que se estiraba para sostenerla, para que no magullara su carne en la caída.



8
   Afortunadamente, se despertó.
   Todo había sido un sueño horrible.
   Harriet abrió los ojos despacio. Era el momento más delicioso de su vida, saber que lo que había pasado no había pasado. Su papá no estaba en bancarrota. Sus padre no la habían vendido a un loco en una camioneta blanca, Fifí estarían allí para ayudarle a vestirse y servirle el desayuno. Se levantaría e iría a la escuela, y en unas cuantas semanas su mamá y ella se irían en un crucero al Caribe. Estaba molesta de que un sueño tan estúpido la hubiera asustado tanto. Pero,  por otra parte, todo le había parecido muy real.
   Levantó la mano para tallarse la frente.
   O lo intentó.
   Tenía las manos atadas a la espalda. Harriet abrió grande los ojos. Estaba acostada en una plancha de mármol en una cocina. Una enorme olla de agua hervía en la estufa. Un chef japonés cortaba cebollas con un reluciente cuchillo de acero inoxidable.
   Harriet abrió la boca.
   Y esta vez el grito logró salir de su garganta.


 FIN





























9

El coco de Stephen King, estudien la siguiente lectura y entreguen un ensayo de lo entendido.



El Coco
Stephen King



—Recurro a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del doctor Harper.
   El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.
—No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos.
   De uno en uno. Los maté a todos.
   El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.
   Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran escenas e imágenes.
—Quiere decir que los mató realmente, o...
—No.  –Un movimiento impaciente de la mano—. Pero fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.
   El doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky.
—Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.
—¿Por qué?
—Porque...
   Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro extremo de la habitación.
—¿Qué es eso?  –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos oscuros.
—¿Qué es qué?

1
—Esa puerta.
—El armario empotrado  –respondió el doctor Harper—. Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis chanclos.
—Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro.
El doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo habían un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del
New York Times. Eso era todo.
—¿Conforme? –preguntó el doctor Harper.
—Sí. –Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.
—Decía  –manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla—, que si se pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por qué?
—Me mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida. Y en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las habitaciones.
–Sonrió a la nada.
—¿Cómo fueron asesinados sus hijos?
—¡No trate de arrancármelo por la fuerza!
   Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.
—Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.
—Muy bien. –El doctor Harper extrajo su pipa.
—Me casé con Rita en 1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo fue Denny.  –Sus labios se contorsionaron para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuve que dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó.    Los amaba a los dos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedar embarazada poco después del nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de 1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente.    Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?
Harper emitió un gruñido neutro.
—Pero no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.
—¿Quién mató a los niños? –preguntó Harper.
—El coco  –respondió inmediatamente Lester Billings—. El coco los mató a todos.
Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió—. Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e irme.
—Le escucho –dijo Harper.
—Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo varón, es marica?
   >>Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato "luz, luz". Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.

2
   >>Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella.
   >>De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo. "El coco –gritó—. El coco, papá."
   >>Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada embustera.
   >>Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de <<Pepsi–Cola>> en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos.
   >>Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a gritar.
   >>Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto.
Blanco como la harina excepto donde la sangre se había..., se había acumulado, por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las... eh... las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño.
   Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa, grotesca.
—Rita chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé...
—¿Supo entonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.
—Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi mente lo archivó.
—¿Qué fue?
—La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugar
con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?
—Sí. ¿Qué sucedió después?
Billings se encogió de hombros.
—Lo enterramos.  –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobre tres pequeños ataúdes.
—¿Hubo una investigación?
—Claro que sí.  –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico—. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!
—El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida  –explicó Harper puntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor...
—¡Mierda! –espetó Billings violentamente.
   Harper volvió a encender su pipa.
—Un mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra.



3
   Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando: <<¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!>> Le juro por Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía,  Rita consiguió que la llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios.
   >>Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y chillar y llorar. "¡El coco, papá, el coco!"
   >>Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra habitación.
—¿Y la llevó?
—No.  –Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron—. ¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había sido siempre una marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.
—Por otro lado –dijo Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella. Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente la cabeza para mirar a Harper.
 —¿Pretende tomarme el pelo?
—Claro que no –respondió Harper.
—Entonces deje que lo cuente a mi manera  –espetó Billings—. Estoy aquí para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que usted espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.
—De acuerdo –asintió Harper.
—De acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, que estaba herméticamente cerrada.
—¿Prefiere que la abra? –preguntó Harper.
—¡No!  –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa—. ¿Qué interés podría tener en ver sus chanclos?
Y después de una pausa, dijo:
—El coco la mató también a ella.  –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus recuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... la luz del pasillo estaba encendida... y... ella estaba sentada en la cuna, llorando, y... algo se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.
—¿La puerta del armario estaba abierta?
—Un poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba a gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como <<garras>>. Sólo que ella dijo <<galas>>, sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la <<erre>>. Rita vino corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se movían en el techo.
—¿Galochas? –preguntó Harper.
—¿Eh?
—Galas... galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se refería a eso.
—Quizá –murmuró Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía <<garras>>.  –Sus ojos empezaron a buscar otra  vez la puerta del armario—. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro.

4
—¿Miró dentro del armario?
—S-sí.  –Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.
—¿Había algo dentro? ¿Vio al...?
—¡No vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma—. Cuando murió la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo <<me pilló, papá, tú  dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme>>.
   Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.
—Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso.
Dormí en el sofá –susurró—. Con la luz encendida.
—¿Sucedió algo?
—Tuve un sueño –contestó Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no podía..., no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., un ruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús!
 Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de invocar a los monstruos más abominables del mundo... y a algunos de otros mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a  los pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el pelo.    Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras... largas garras...
   El doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando desde hacía casi media hora.
—Cuando su esposa volvió a casa –dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?
—Aún me amaba  –respondió Billings orgullosamente—. Seguía siendo una mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar su lugar...
   Su... su... eh...
—¿Su sitio en la vida?
—¡Eso es! –Billings hizo chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido. Oh, durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastante mustia..., arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para recordar cómo eran, exactamente.
   >>Quería otro bebé –agregó, con tono lúgubre—. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado poco  tiempo después de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles.

5
   ¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me acostaba con una tro... con una prostituta.
   Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver... en el pene, y al día siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.
   Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho.
—El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino.
Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en el aparato femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.
—Ningún método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper—. La píldora sólo lo es en el noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación.
—Sí. O la mujer se lo puede quitar.
—Es posible.
—¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de Dios.
Mierda.
—¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?
—Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo.
   >>Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.
   >>Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?
   >>Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más que a nadie.   Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la firma <<Cluett and Sons>>. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.
   >>Y demasiados armarios.
   >>El año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba.
   Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices –resumió sencillamente—.
Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres.
Contestó que eso no se aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo mágico.
   Billings miró el techo con expresión morbosa.
—El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba constantemente:
¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí dentro.
   >>Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba salir.

6
   Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños,
Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá...
—¿Se está evadiendo de algo, señor Billings?
Billings permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente:
—Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.
   >>Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en abrirse.
Billings se humedeció los labios.
—El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.
—¿Pero lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.
—Sí –respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla—.
Lo mudé.
   Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir.  —¡Tuve que hacerlo!  –espetó por fin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a... –Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—. Oh, no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.
   >>Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé!
   Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo, los espejos se  rompían... y los ruidos... los ruidos...
   Se pasó la mano por el cabello.
—Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía:
<<Es sólo el reloj.>> Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería...
   >>Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.
Billings estaba pálido y tembloroso.
—De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: <<El coco, papá... el coco..., quiero ir con papá, quiero ir con papá.>>

7
   La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.
—Pero no pude. –El tono atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en una botella de gaseosa y oí... –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto—. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta—. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un estanque en invierno.
—¿Qué sucedió después?
Oh, eché a correr  –respondió Billings con la misma voz fría, muerta—. Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.
Se cayó. —Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.
—Pídale una hora a la enfermera –dijo—. ¿Los martes y jueves?
—Sólo he venido a contarle mi historia  –respondió Billings—. Para desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un accidente, como los otros.
Pero Rita comprendió la verdad. Rita... comprendió... finalmente.
—Señor billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de una pausa—. Cre que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de ellos.
—¿Acaso piensa que no lo deseo?  –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.
—Aún no –prosiguió Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves?
—Maldito curandero –masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien. Está bien.
 —Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.
Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.
La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que decía <<Vuelvo enseguida>>.
Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta.
—Doctor, su enfermera ha...
Pero la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.
—Qué lindo –dijo la voz desde el interior del armario—. Qué lindo.
Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas descompuestas.
Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.
—Qué lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.
Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.



FIN…


8