ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDER EN ESTE PUEBLO
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de
17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los
hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este
pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo
se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro
jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué
pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana
sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o
una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su
mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame
dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están
preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora
agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en
que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de
pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y
tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados
por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central
donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y
otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va
la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
Lean, interpreten y publiquen en el blog alumnos. Saludos.
El Tlacuilo
"El que escribe la Historia" tu espacio para compartir la pasión por la Historia aquí encontraras material didáctico, lecturas y ejercicios de tu interes.
viernes, 3 de febrero de 2017
jueves, 1 de diciembre de 2016
El Horrible sueño de Harriet, estudien la siguiente lectura y realicen un ensayo
El Horrible sueño de Harriet
Anthony
Horowitz
ERA UN sueño muy
vívido. Eso mismo lo hacía tan horrible. Harriet sentía como si estuviera
sentada en un cine, viendo una película sobre sí misma, en vez de estar
acostada en su cama. Había leído una vez que la gente sólo sueña en blanco y
negro, pero su sueño definitivamente era a todo color. Se veía con su vestido
rosa favorito, y tenía moños rojos en el pelo. Claro que Harriet no hubiera ni
soñado con tener sueños en blanco y negro. Para ella todo tenía que ser de
primera.
Aun así, éste era un sueño que hubiera
preferido no soñar. Hubiera querido despertarse, en vez d estar allí, con las
piernas recogidas y los brazos apretados sobre su costado; habría querido
llamar a Fifí, su niñera francesa, para que fuera a traerle el desayuno. Este
sueño, que tal vez sólo había durado unos segundos, pero que parecía haber
durado toda la noche, era particularmente horrible. De hecho, era una
pesadilla. Es la verdad, era una pesadilla.
Y había empezado tan bonito. Harriet con su
vestido rosa, recorría a saltitos el camino hacia la hermosa residencia de su
familia, en Wiltshire, a las afueras de Bath. Hasta podía escucharse cantando.
Venía de regreso de la escuela, y había sido un día singularmente bueno. La primera
de la clase en ortografía, y aunque sabía que había hecho trampa (las palabras
estaban escritas en su lapicero), pasó al frente a recibir su premio con gusto.
Naturalmente, Jane Wilson (que se ganó el segundo lugar) hizo algunos
comentarios desagradables, pero Harriet se desquitó derramando “accidentalmente”
un vaso le leche sobre su compañera a la hora del almuerzo.
Estaba contenta de estar en casa. La casa de
Harriet era una enorme casa blanca. Nadie en la escuela tenía una más grande
que la suya. El jardín era perfecto, con todo y un arroyuelo y una cascada en miniatura.
Su bicicleta nueva estaba recargada contra la pared junto a la puerta de
entrada, aunque quizá debió haberla metido al garaje, pues llevaba ya una
semana a la intemperie y empezaba a oxidarse.
1
Era culpa de Fifí. Si la niñera la hubiera metido,
ahora no estaría oxidada. Harriet pensó en quejarse con su mamá. Tenía una cara
especial para cuando las cosas no salían bien, y un método para exprimir
cubetas de lágrimas de sus ojos. Si se quejaba suficiente, quizá su mamá
despediría a Fifí. Eso sí que sería divertido. Ya había corrido a cuatro niñeras,
y la última duró solamente tres semanas. Fifí no le caía muy bien a Harriet,
sobre todo porque era francesa. Hablaba con un acento estúpido. Tal vez ya le
estaba llegando su turno.
Abrió la puerta principal de la casa, y fue
en ese momento cuando las cosas empezaron a ponerse mal. De algún modo lo supo
desde antes. Claro que es ocurre a menudo en los sueños. Las cosas pasan tan
rápido que las percibes antes de que sucedan.
Su papá había llegado temprano del trabajo.
Harriet vio el Porsche estacionado fuera. Guy Hubbard tenía una tienda de
antigüedades en Bath, aunque últimamente también había estado metido en otros
negocios. Tenía unas construcciones en Bristol, y algo que ver con unos tiempos
compartidos en Mallorca. Pero las antigüedades eran su verdadera pasión.
Viajaba por provincias y visitaba casas, muchas veces de personas fallecidas
recientemente. Se presentaba a las viudas, daba un vistazo y escogía los tesoros
con ojo experto. “Qué bonita mesa!”, exclamaba. “Le podría ofrecer cincuenta
libras por ella. En efectivo, sin preguntas. ¿Qué me dice?”, Y más tarde, la
misma mesa aparecía en su tienda con una etiqueta por quinientas o hasta cinco
mil libras. Ese era el secreto de su éxito. La gente con la que trataba no
tenía ni idea de lo que valían las cosas. Pero él sí. Solía decir que podría
oler una pieza valiosa antes de ponerle los ojos encima.
Ahora mismo estaba en el salón de enfrente,
hablando con su esposa en voz baja y triste. Algo andaba mal. Muy mal. Harriet
fue hacia la puerta y pegó la oreja contra ella. Le gustaba espiar a la gente,
escuchar cosas que no debía. Espiaba desde que tenía cuatro años. Pero lo que
escuchó ahora no se lo esperaba.
—Estamos acabados
—dijo Guy—. Completamente acabados. Querida, se acabó. Y no hay nada que
podamos hacer.
— ¿Lo perdiste
todo? —preguntó su esposa.
Hilda Hubbard había sido peluquera, pero
hacía años que no trabajaba. De cualquier modo, siempre se quejaba de cansancio
y tomaba por lo menos seis vacaciones al año.
—Todo. Fue la
construcción. Jack y Barry se largaron. Salieron del país. Se llevaron el
dinero y me dejaron las deudas.
— ¿Y qué vamos a
hacer?
—Vender todo y
empezar de nuevo, querida mía. Estoy seguro de que lograremos salir a flote.
Pero vamos a tener que vender la casa. Y los coches...
— ¿Y Harriet?
—Para empezar,
tendrá que salirse de esa escuela lujosa. De ahora en adelante tendrá que ir a
la escu1a pública. ¡Y tendrán que olvidarse de ese crucero al que iban a ir las
dos!
Harriet ya había oído suficiente. Abrió la puerta
y entró en el Salón. Sus mejillas se habían puesto de un rojo brillante y
apretaba los labios con tal fuerza que se le formaba una trompita, como si
hiciera pucheros en el aire.
— ¿Qué pasó? —gritó
con voz estridente—. ¿De que estás hablando, papi? ¿Por qué no podemos ir al
crucero?
Guy se quedó mirando a su hija, disgustado.
— ¿Estabas
escuchando tras, la puerta? —le reclamó.
Hilda estaba de pie frente a su marido,
sostenía un vaso de whisky en la mano.
2
—No la atormentes,
Guy —dijo.
— ¡Dime, dime!
¿Estabas escuchando, sí o no?
Harriet se retrajo como si estuviera a punto
de llorar. Pero había decidido de antemano que no iba a derramar una lágrima.
Siempre podía probar con uno de sus penetrantes berridos.
Guy Hubbard se encontraba cerca de la
chimenea. Era un hombre bajo, de pelo negro y lacio, y tenía un pequeño bigote.
Había dejado su saco a cuadros sobre el respaldo del sillón. Él y Harriet nunca
habían sido cercanos. De hecho, Harriet le hablaba lo menos posible, casi
siempre sólo para pedirle dinero.
—Más vale que lo
sepas —dijo—. Estamos en bancarrota.
— ¿Qué? —Harriet
sintió que se le asomaban las lágrimas contra su voluntad.
—No te preocupes,
mi muñequita... —comenzó Hilda.
—Más bien,
¡preocúpate! —interrumpió Guy—. Va a haber algunos cambios por aquí, pequeña,
te lo aseguro. Puedes despedirte de tus vestidos de alta moda y tus niñeras
francesas...
— ¿Fifí?
—La despedí esta
mañana. .
— ¡Pero o la
quería!
Las lágrimas empezaron a rodar por las
mejillas de Harriet. Se había olvidado por completo que hacía sólo unos
momentos ella misma lo había considerado despedir a la niñera.
Vas a tener que aprender a ganarte la vida,
Cuando acabe de pagar las deudas no vamos a tener ni un quinto. Tendrás que
trabajar. ¿Cuántos años tienes? ¿Catorce?
— ¡Sólo tengo doce!
—De cualquier modo,
puedes conseguir una ruta de entrega de periódicos, o algo así. Hilda, tú
tendrás que volver a la peluquería. Corte y secado por treinta libras.
Guy sacó un cigarrillo, lo encendió y se
formaron volutas azules en el aire.
—Compraremos una
casa en Bletchley, o en algún lugar por el estilo. De una sola recámara. No nos
alcanzará para más.
— ¿Dónde voy a
dormir yo? —preguntó Harriet, temblorosa.
—Puedes dormir en
la bañera.
Ésa fue la gota que derramó el vaso. Las
lágrimas fluían, no sólo de sus ojos sino, peor, de su nariz. Al mismo tiempo
dio el berrido más agudo y fuerte del que era capaz.
— ¡No, no, no! ¡Me
niego a dormir en la bañera! —gritó—. No me voy a ir de esta casa y no voy a
dormir en ninguna bañera. Todo esto es tú culpa, papá. ¡Te odio, y siempre te
he odiado, y odio a mamá también, y voy a ir al crucero, y si intentan detenerme
los reporto a la Sociedad Protectora de Niños y a la policía, y diré a todos
que les robas cosas a las viejitas, y que no pagas impuestos, y te meterán a la
cárcel y no me importa!
Harriet gritaba tanto que se quedó sin
aliento. Se detuvo y tragó aire, luego giró sobre sus talones y salió de la
habitación con un portazo. Al salir, oyó a su padre murmurar:
—Tenemos que hacer algo
con esa niña....
Y se fue.
Y entonces, como suele ocurrir en los
sueños, de pronto era el día siguiente o dos días después y ella estaba sentada
la mesa del desayuno con su madre, quien comía un plato de granola light y leía el periódico cuando su
padre entró en la cocina.
—Buenos días —dijo.
Harriet lo ignoro. No le había dirigido la
palabra desde el día de la discusión, el día que hubiera sido.
3
—Pues bien —dijo
Guy—, he escuchado lo que tienes que decir, he hablado con tu madre, y me
parece que tendremos que llegar a un nuevo acuerdo.
Harriet tomó un panecillo y lo untó con
mantequilla. Estaba portándose como una dama, en su opinión. Muy madura. La
ilusión sólo se perdía cuando la mantequilla le escurría por la barbilla.
—Nos vamos a mudar
—continuó Guy—. Pero tienes razón. No hay lugar para ti en nuestra nueva casa.
Estás demasiado consentida.
—Guy... —susurró
Hilda, desaprobando.
Su esposo la ignoró.
—Hablé con tu tío
Algernon —dijo—. Está de acuerdo en que te vayas con él.
—No tengo ningún
tío Algernon —musitó Harriet.
—No es realmente tu
tío. Pero es un viejo amigo de la familia. Tiene un restaurante en el centro
Londres. El Swaney Bean. Así se llama su restaurante.
—Qué nombre más
estúpido para un restaurante —dijo Harriet.
—Estupido o no, es
una bomba. Le está yendo muy bien y necesita una chica joven como tú. ¡No me
preguntes para qué! De cualquier modo, le llamé y vendrá hoy a recogerte. Te
puedes ir con él. Y quizás algún día, cuando hayamos resuelto todo esto…
— ¡Voy a extrañar a
mi pequeña! —exclamó Hilda.
— ¡No la vas a extrañar
en lo absoluto! Has estado demasiado ocupada jugando canasta y haciéndote el
manicure como para criarla correctamente. Tal vez por eso se convirtió en una
niña mimada. Pero ahora es demasiado tarde. No tarda en llegar. Más vale que
vayas a empacar tu maleta.
— ¡Mi bebé!
Esta vez fue Hilda quien empezó a llorar, y
sus lágrimas cayeron en la granola.
—Me llevo dos
maletas —dijo Harriet —, y más vale que me des dinero también. ¡Seis meses por
adelantado!
El tío Algernon llegó al mediodía. Después
de lo que su padre había dicho, Harriet pensó que iba a llegar en un Rolls
Royce, o por lo menos en un Jaguar, y de un vistazo quedó desilusionada por la
camioneta blanca, bastante destartalada, con el nombre del restaurante, Swaney
Bean, escrito en un costado con letras rojas como la sangre.
La camioneta se estacionó y de ella salió un
hombre tan alto que era casi imposible que cupiera en el asiento delantero.
Harriet se preguntó cómo se acomodaba dentro. Cuando se enderezó, vio que era
casi un metro más alto que la camioneta; su cabeza calva llegaba más alto que
la antena del techo del coche. También era asquerosamente flaco. Era como si
hubieran estirado a un hombre normal en un instrumento de tortura. Sus piernas
y brazos, que colgaban inertes a su lado, parecían estar hechos de elástico. Su
cara era particularmente repulsiva. Aunque no tenía pelo en la cabeza, las cejas
eran peludas y grandes en contraste con sus ojos pequeños y vidriosos. El color
de la piel era como el de una pelota de ping-pong, y la cabeza tenía esa misma
forma. Traía puesto un abrigo negro con cuello de piel y zapatos negros
brillantes que rechinaban al caminar.
Guy Hubbard fue el primero que salió a
saludarlo.
— ¡Hola. Archie!
—exclamó. Los dos hombres se estrecharon las manos—. ¿Cómo van los negocios?
— Bien. Mucho
trabajo, mucho, mucho trabajo.
Algernon tenía una voz suave, grave, que a
Harriet le hacía pensar en un enterrador.
—No me puedo
quedar, Guy. Tengo que estar de regreso en la ciudad para la hora de la comida.
¡Comida! —se relamió los labios con una lengua húmeda y rosada—. Tenemos todas
las mesas reservadas para la hora de la comida. Y lo mismo el día de mañana.
4
Toda la semana estamos igual. El Swaney Bean
ha tenido mucho más éxito del que me imaginaba.
—Te estás forrando.
—Podría decirse que
sí.
— ¿Lo tienes?
Algernon sonrió, metió la mano en el
bolsillo de su abrigo, y sacó un sobre café arrugado que le entregó a Guy.
Harriet miró, intrigada, la transacción. Sabía lo que un sobre café quería
decir en cuanto a su padre se refería. Este tipo, Algernon, evidentemente le
estaba entregando dinero a su padre, y no poco, a juzgar por el tamaño del
sobre. Pero era él quien se la llevaba para cuidarla. ¿No debería ser su padre
el que pagara, en ese caso?
Guy se guardó el dinero.
— ¿Dónde está ella?
—preguntó Algernon.
— ¡Harriet! —gritó
Guy.
Harriet tomó sus dos maletas y salió de su casa
por última vez.
—Ya voy —dijo—.
Pero no esperarás que me suba a esa espantosa camioneta…
Guy frunció el ceño. Pero parecía que
Algernon no la había escuchado. La miraba con una expresión difícil de definir.
Estaba contento. Pero había algo más en sus ojos tenia una mirada... ¿hambrienta?
Harriet casi podía sentir que se la comía con los ojos, que la recorrían de
arriba abajo.
Dejó sus maletas en el suelo y torció el
gesto cuando Algernon le pasó un dedo por la mejilla.
—Sí, señor
—exhaló—. De primera. Nos va a venir muy bien.
— ¿Para qué les voy
a venir bien? —exigió Harriet.
—Para nada que sea
de tu interés —replicó Guy.
En tanto, Hilda había salido a la puerta.
Estaba temblando y, Harriet se percató, evitaba mirar al recién llegado.
— ¡Hora de irse!
—dijo Guy.
Algernon le sonrió a Harriet. Tenía dientes
espantosos. Eran amarillos, chuecos, y lo peor, extrañamente puntiagudos.
Parecían más los dientes de un animal.
—Súbete —le dijo—.
Es un viaje largo.
Hilda rompió a llorar de nuevo.
— ¿No me vas a dar
un besito de despedida?
5
—No —replicó
Harriet.
—Adiós —dijo Guy.
Quería acabar con esto cuanto antes.
Harriet se subió a la camioneta mientras
Algernon metía sus maletas en la parte de atrás. El asiento delantero estaba
tapizado con vinil barato y tenía roturas por las que el relleno de los
asientos se asomaba. El suelo era un asco, había envolturas de dulces, recibos
viejos y una cajetilla de cigarros vacía. Harriet trató de bajar la ventana
pero la manija no giraba.
—Adiós, mami.
Adiós, papá —dijo a través del vidrio—. Nunca me gustó vivir con ustedes y no
me pesa dejarlos. Tal vez algún día, cuando sea grande, los vea de nuevo.
—Lo dudo...
¿De verdad había dicho eso su padre? Eso le
pareció escuchar a Harriet. Volvió la cara con un ademán de desprecio.
Algernon se había trepado al asiento de
junto. Tenía que enroscar todo el cuerpo para entrar en el coche, y aun así su
cabeza tocaba el techo. Encendió el motor y un momento más tarde estaban en
camino. Harriet no miró hacia atrás. No quería que sus papás pensaran que los
extrañaría.
Ninguno de los dos dijo nada hasta que
llegaron a la autopista e iniciaron el largo tramo en dirección al este, hacia
la ciudad. Harriet buscó el radio, con la esperanza de escuchar música, pero en
su lugar sólo colgaban unos cables. Seguramente se lo robaron. Algernon no le
dirigía la palabra, pero ella sentía que la seguía examinando de reojo, y
cuando esto se volvió intolerable, ella finalmente habló.
—Cuéntame de tu
restaurante —le dijo.
— ¿Qué quieres
saber? —preguntó Algernon.
—No sé...
—Es muy exclusivo
—comenzó Algernon—. Es más, es tan exclusivo que poca gente lo conoce. Pero aun
así, está lleno todas las noches. No tenemos que poner anuncios, la fama
pasa... podría decirse que de boca en boca. Sí, de boca en boca. A eso nos
dedicamos.
Había algo escalofriante en el modo en el
que pronunció esas palabras. De nuevo su lengua se deslizó encima de los
dientes. Sonrió para sí mismo, como si se tratara de un chiste privado.
— ¿Es un
restaurante caro? —preguntó Harriet.
—Oh, sí. El más
caro de Londres. ¿Sabes lo que cuesta una cena para dos en mi restaurante?
Harriet se encogió de hombros.
—Quinientas libras,
y eso sin contar el vino.
— ¡Es una locura!
—exclamó Harriet—. Nadie pagaría eso por una cena para dos.
—Mis clientes están
muy satisfechos con el precio. Sabes… —Algernon sonrió de nuevo sin apartar la
vista del camino—. Hay gente que gana muchísimo dinero. Estrellas de cine,
escritores, banqueros y empresarios. Tienen millones y millones de libras, y
las tienen que gastar en algo. Esas personas no lo piensan dos veces antes de
gastarse cien libras en unas cucharadas de caviar. ¡Se gastan mil en una
botella de vino! Todos ellos van a los restaurantes de moda y no les importa lo
que paguen mientras la comida la prepare un chef famoso, y el menú esté escrito
preferentemente en francés, y que los ingredientes hayan llegado de todos los
rincones del mundo en avión, a un precio altísimo. ¿Me entiendes, querida?
6
—No me digas”querida”
—dijo Harriet. Algernon rió entre dientes.
—Pero claro, llega
un momento —prosiguió— en que ya han probado todo lo que hay. El mejor salmón
ahumado y el más delicioso filete. Los ingredientes no son infinitos, querida, y
pronto se dan cuenta de que los han probado todos. Sí, sí, hay mil modos
distintos de prepararlos. Pechuga de pollo con mermelada y paté. Robalo con callos
de hacha y hongos shitaki. Pero
finalmente llega el momento en el que sienten que ya conocen todo. Su apetito
se cansa. Quieren una experiencia culinaria completamente distinta. Entonces es
cuando vienen al Swaney Bean.
— ¿Por qué le
pusiste un nombre tan estúpido a tu restaurante?
—preguntó Harriet.
—Es el nombre de
una persona —replicó Algernon. No parecía en absoluto molesto, aunque Harriet
había estado provocándolo a propósito—. Swaney Bean vivió en Escocia a
principios de siglo. Tenía gustos excéntricos...
—Me imagino que no
esperarás que trabaje en el restaurante.
— ¿Trabajar?
—Algernon sonrió—. Oh, no. Pero sí espero que te presentes en la cena. De
hecho, estaba pensando presentarte hoy...
El sueño cambió, y de pronto se encontró en
Londres, transitando por King´s Road, en Chelsea. ¡Allí estaba el restaurante!
Harriet vio una pequeña estructura de ladrillos blancos con el nombre escrito
en letras rojas sobre la puerta., El restaurante no tenía ventanas y tampoco
menú a la vista. De hecho, si Algernon no se lo hubiera mostrado, ni lo habría
notado. La camioneta entró en un callejón estrecho, detrás del edificio.
— ¿Aquí vives?
—preguntó Harriet—. ¿Aquí es donde voy a vivir?
—Durante las
próximas horas —replicó Algernon.
Se estacionó al final del callejón, en un
pequeño patio rodeado por todos lados de paredes altas de ladrillo. Había una
fila de botes de basura y una puerta de metal con varias cerraduras.
—Henos aquí —dijo
Algernon.
Harriet se bajó de la camioneta y en el
mismo momento, la puerta se abrió y un hombre gordo y bajo, vestido
completamente de blanco, salió. Parecía japonés. Tenía la piel de color
anaranjado pálido y los ojos rasgados. Llevaba puesto un gorro de chef en su
cabeza. Cuando sonreía, tres dientes de oro lanzaban destellos a la luz del
atardecer.
— ¡La trajiste! —exclamó. Tenía un fuerte
acento oriental.
—Sí. Se llama
Harriet.
Algernon se desdobló de nuevo para salir del
coche.
— ¿Ya sabes cuánto
pesa? —preguntó el chef.
—No la he pesado
todavía.
El chef la recorrió con los ojos. Harriet
empezaba a sentirse más y más incómoda. El modo en que ese tipo la examinaba…
era casi como si fuera un trozo de carne.
—Ella muy buena
—murmuró.
—Joven y mimada
—asintió Algernon. Le indicó la puerta—. Por aquí, querida.
— ¿Y mis maletas?
—No te van hacer
falta.
Harriet estaba nerviosa. No sabía por qué,
pero el no saberlo la hacía sentir peor. Tal vez era el nombre. Swaney Bean.
Ahora que la pensaba, sí lo conocía. Había escuchado el nombre en la
televisión, o tal vez lo había leído en algún lado. Lo cierto es que lo
conocía. ¿Pero de dónde...?
7
Dejó que los dos hombres la llevaran al
interior del restaurante, y se estremeció cuando la puerta de metal sólido se cerró
tras ella. Se encontró en una cocina impecable, toda de mosaico blanco, con
estufas de tamaño industrial y sartenes y ollas relucientes. El restaurante estaba
cerrado. Eran como las tres de la tarde, ya había pasado la hora de la comida.
Quedaba tiempo antes de la cena.
Miró alrededor y se dio cuenta de que
Algernon y el chef la miraban en silencio, ambos con los mismos ojos ansiosos y
hambrientos. ¡Swaney Bean! ¿Dónde había escuchado ese nombre?
—Ella perfecta—
dijo el chef.
—Es lo que pensé —asintió
Algernon.
—Un poco gordita,
tal vez...
— ¡No estoy gorda!
—exclamó Harriet—. Además, he decidido que no me gusta este lugar. Me quiero ir
a casa. Me puedes llevar directamente de vuelta.
Algernon se rió suavemente.
—Demasiado tarde
para eso —dijo—. Mucho muy tarde. Pagué una buna cantidad por ti, querida. Y
como te dije, te queremos e la cena esta noche.
— ¿Empezamos
aderezándola con vino blancos —dijo el chef— y luego quizás esta noche, con
salsa bearnesa?
Fue entonces que Harriet recordó. Swaney
Bean. Había leído su nombre en un libro de cuentos de horror.
Swaney Bean.
El caníbal.
Abrió la boca para gritar, pero no articuló
sonido alguno. Claro, es imposible gritar cuando estás en una pesadilla. Tratas
de gritar pero la boca no te obedece. No sale la voz. Eso le estaba pasando a
Harriet. Sentía el grito agolpado en su garganta. Veía a Algernon y al chef
acercándose a ella. La cocina daba vueltas. Los sartenes y las ollas bailaban
alrededor de su cabeza. Y el grito no salía. Y entonces se hundió en el vórtice
y lo último que vio fue una mano que se estiraba para sostenerla, para que no magullara
su carne en la caída.
8
Afortunadamente, se despertó.
Todo había sido un sueño horrible.
Harriet abrió los ojos despacio. Era el
momento más delicioso de su vida, saber que lo que había pasado no había pasado. Su papá no estaba en
bancarrota. Sus padre no la habían vendido a un loco en una camioneta blanca,
Fifí estarían allí para ayudarle a vestirse y servirle el desayuno. Se
levantaría e iría a la escuela, y en unas cuantas semanas su mamá y ella se
irían en un crucero al Caribe. Estaba molesta de que un sueño tan estúpido la
hubiera asustado tanto. Pero, por otra
parte, todo le había parecido muy real.
Levantó la mano para tallarse la frente.
O lo intentó.
Tenía las manos atadas a la espalda. Harriet
abrió grande los ojos. Estaba acostada en una plancha de mármol en una cocina. Una
enorme olla de agua hervía en la estufa. Un chef japonés cortaba cebollas con
un reluciente cuchillo de acero inoxidable.
Harriet abrió la boca.
Y esta vez el grito logró salir de su
garganta.
FIN
9
El coco de Stephen King, estudien la siguiente lectura y entreguen un ensayo de lo entendido.
El
Coco
Stephen King
—Recurro a usted porque
quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del doctor
Harper.
El hombre era Lester Billings, de Waterbury,
Connecticut. Según la ficha de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años,
trabajaba para una empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres
hijos. Todos muertos.
—No puedo recurrir a un
cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he
hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos.
De uno en uno. Los maté a todos.
El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.
Billings estaba duro como una estaca sobre el
diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen
de un hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un
cadáver. Sus facciones
se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco,
de paneles, como si
por su superficie desfilaran escenas e imágenes.
—Quiere decir que los
mató realmente, o...
—No. –Un movimiento impaciente de la mano—. Pero
fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero
contárselo.
El doctor Harper no dio nada. Le pareció que
Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su cabello raleaba,
su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky.
—Fueron asesinados,
¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.
—¿Por qué?
—Porque...
Billings se interrumpió y se irguió
bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro extremo de la habitación.
—¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado,
reduciéndose a dos tajos oscuros.
—¿Qué es qué?
1
—Esa puerta.
—El armario
empotrado –respondió el doctor Harper—.
Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis chanclos.
—Ábralo. Quiero ver lo
que hay dentro.
El doctor Harper se
levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina
marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo habían un par de
chanclos relucientes.
Dentro de uno de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del
New York Times. Eso era
todo.
—¿Conforme? –preguntó el
doctor Harper.
—Sí. –Billings dejó de
apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.
—Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a
su silla—, que si se pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus
problemas se solucionarían. ¿Por qué?
—Me mandarían a la
cárcel –explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida. Y en una cárcel uno
puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las habitaciones.
–Sonrió a la nada.
—¿Cómo fueron asesinados
sus hijos?
—¡No trate de
arrancármelo por la fuerza!
Billings se volvió y miró a Harper con
expresión aviesa.
—Se lo diré, no se
preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser
Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no
los quería. Sé que no me
creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.
—Muy bien. –El doctor
Harper extrajo su pipa.
—Me casé con Rita en
1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo fue
Denny. –Sus labios se contorsionaron
para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuve
que dejar la Universidad
y buscar empleo, pero no me importó. Los
amaba a los dos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedar embarazada poco después del
nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de
1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los
anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso
les gusta a las mujeres,
sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?
Harper emitió un gruñido
neutro.
—Pero no importa. A
pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera amado a
los niños para castigar a su esposa.
—¿Quién mató a los
niños? –preguntó Harper.
—El coco –respondió inmediatamente Lester Billings—.
El coco los mató a todos.
Sencillamente, salió del
armario y los mató. –Se volvió y sonrió—. Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en
su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e irme.
—Le escucho –dijo
Harper.
—Todo comenzó cuando
Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a llorar
cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una
cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía
llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le
diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a
perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se dedican a violar
chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se imagina lo horrible que es
despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo varón, es marica?
>>Sin embargo, después de un tiempo,
cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no
dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato "luz,
luz". Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo
saben.
2
>>Rita quiso instalarle una lámpara de
noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la pared con la figura del Ratón
Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde
el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella.
>>De todos modos, murió el verano que
siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama y empezó a llorar en
seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo.
"El coco –gritó—. El coco, papá."
>>Apagué la luz y salí de la
habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa palabra al niño. Sentí
deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La
acusé de ser una condenada embustera.
>>Verá, ése fue un mal verano para mí.
Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de
<<Pepsi–Cola>> en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se
despertaba y lloraba
todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces
tenía ganas de
arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder
la chaveta. Podrías
matarlos.
>>Bien, el niño me despertó a las tres
de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido, sabe, y Rita me
preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi
dormido cuando Rita empezó a gritar.
>>Me levanté y entré en la habitación.
El crío estaba acostado boca arriba, muerto.
Blanco como la harina
excepto donde la sangre se había..., se había acumulado, por efecto de la gravedad. La
parte posterior de las piernas, la cabeza, las... eh... las nalgas. Tenía los
ojos abiertos. Eso
era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce
que algunos tipos
cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un
crío norteamericano no
debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma porque
durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a
ese niño.
Billings meneó la cabeza lentamente y
después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa, grotesca.
—Rita chillaba hasta
desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A la
poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé...
—¿Supo entonces que
había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.
—Oh, no. Entonces no.
Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi
mente lo archivó.
—¿Qué fue?
—La puerta del armario
estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que la
había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugar
con una de ellas y
adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?
—Sí. ¿Qué sucedió
después?
Billings se encogió de
hombros.
—Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían
arrojado tierra sobre tres pequeños ataúdes.
—¿Hubo una
investigación?
—Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un
brillo sardónico—. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín
negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en
la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!
—El colapso en la cuna
es muy común durante el primer año de vida
–explicó Harper puntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido
en los certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor...
—¡Mierda! –espetó
Billings violentamente.
Harper volvió a encender su pipa.
—Un mes después del
funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió con
uñas y dientes, pero yo dije la última palabra.
3
Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a
la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en
tal caso se convierten en
lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando:
<<¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una
hora! ¡No te zambullas de cabeza!>> Le juro por Dios que incluso me decía que me cuidara
de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme
al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny
vivía, Rita consiguió que la llevase una
vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que
sobreproteger a los niños.
Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó
directamente a la cuna de
Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de
microbios.
>>Así transcurrió un año. Y una noche,
cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y chillar y
llorar. "¡El coco, papá, el coco!"
>>Eso me sobresaltó. Decía lo mismo
que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas entreabierta
cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra habitación.
—¿Y la llevó?
—No. –Billings se miró las manos y las facciones
se convulsionaron—. ¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía
que ser fuerte. Ella había sido siempre una marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se
acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.
—Por otro lado –dijo
Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella. Billings, que
estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente la cabeza para mirar
a Harper.
—¿Pretende tomarme el pelo?
—Claro que no –respondió
Harper.
—Entonces deje que lo
cuente a mi manera –espetó Billings—.
Estoy aquí para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si
eso es lo que usted espera.
Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que a
algunas personas les
excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.
—De acuerdo –asintió
Harper.
—De acuerdo –repitió
Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos,
y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, que estaba
herméticamente cerrada.
—¿Prefiere que la abra?
–preguntó Harper.
—¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una
risita nerviosa—. ¿Qué interés podría tener en ver sus chanclos?
Y después de una pausa,
dijo:
—El coco la mató también
a ella. –Se frotó la frente, como si
fuera ordenando sus recuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí
un ruido ahí dentro.
Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... la luz del pasillo
estaba encendida...
y... ella estaba sentada en la cuna, llorando, y... algo se movió. En las
sombras, junto al
armario. Algo se deslizó.
—¿La puerta del armario
estaba abierta?
—Un poco. Sólo una
rendija. –Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba a gritos del coco. Y dijo
algo más que sonó como <<garras>>. Sólo que ella dijo
<<galas>>, sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la <<erre>>. Rita vino
corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las
ramas que se movían en el techo.
—¿Galochas? –preguntó
Harper.
—¿Eh?
—Galas... galochas. Son
una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se
refería a eso.
—Quizá –murmuró
Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía
<<garras>>. –Sus ojos
empezaron a buscar otra vez la puerta
del armario—. Garras, largas
garras –su voz se había reducido a un susurro.
4
—¿Miró dentro del
armario?
—S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente
entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada
nudillo.
—¿Había algo dentro?
¿Vio al...?
—¡No vi nada! –chilló
Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran
arrancado un corcho negro del fondo de su alma—. Cuando murió la encontré yo,
verá. Y estaba negra.
Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de
negros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy
brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo <<me pilló, papá,
tú dejaste que me pillara, tú me
mataste, tú le ayudaste a matarme>>.
Su voz se apagó gradualmente. Un solo
lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.
—Fue una convulsión
cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le
practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al
tragarse la lengua durante
una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de
los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las
convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un
susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso.
Dormí en el sofá
–susurró—. Con la luz encendida.
—¿Sucedió algo?
—Tuve un sueño –contestó
Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no podía...,
no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., un ruido viscoso.
Me recordaba un
comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús!
Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de
invocar a los monstruos más abominables del mundo... y a algunos de otros mundos. De todos modos,
en este relato una mujer
ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía.
Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y
tenía algas enredadas en el pelo. Volvía
y la mataba. Y
cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría inclinándose
sobre mí. Con garras...
largas garras...
El doctor Harper consultó su reloj digital
embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando desde hacía casi media
hora.
—Cuando su esposa volvió
a casa –dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?
—Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente—. Seguía
siendo una mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación
femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa
ocupar su lugar...
Su... su... eh...
—¿Su sitio en la vida?
—¡Eso es! –Billings hizo
chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido. Oh, durante los
primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastante
mustia..., arrastraba los
pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños
son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su
foto para recordar cómo eran, exactamente.
>>Quería otro bebé –agregó, con tono
lúgubre—. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un
tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno
del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al
cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de
fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos
con nosotros. Denny había nacido demasiado poco
tiempo después
de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar
trotacalles.
5
¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me
recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me
acostaba con una tro... con una prostituta.
Me
explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver... en el pene, y al día siguiente se
estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.
Billings tamborileó con los dedos sobre su
pecho.
—El ginecólogo de Rita
le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino.
Absolutamente seguro,
dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en el aparato femenino, y listo. Si hay
algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que
está allí. Y al año
siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.
—Ningún método
anticonceptivo es perfecto –explicó Harper—. La píldora sólo lo es en el noventa y ocho
por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contracciones musculares, por un fuerte flujo
menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación.
—Sí. O la mujer se lo
puede quitar.
—Es posible.
—¿Y entonces qué? Empieza
a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como una loca. Se
sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de Dios.
Mierda.
—¿El bebé nació al
finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?
—Exactamente. Un varón.
Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él, por
lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo, tenía
que apañárselas sola. Sé
que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo.
>>Sin embargo terminé por cobrarle
cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que se parecía a mí.
Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecido a nadie,
excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.
>>Cuando volvía de trabajar iba a
jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas
ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?
>>Y una
noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la
cuna del crío. ¡Yo! Yo
siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar
las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di
cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía
taladros de la firma <<Cluett and Sons>>. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un
año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.
>>Y demasiados armarios.
>>El año siguiente fue el mejor para
nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder vivirlo de
nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los
negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba.
Vivíamos en una calle tranquila, con buenos
vecinos. Éramos felices –resumió sencillamente—.
Un día le pregunté a
Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres.
Contestó que eso no se
aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo
mágico.
Billings miró el techo con expresión
morbosa.
—El año pasado no fue
tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el vestíbulo
porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba constantemente:
¿Y qué harás si está ahí
dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar
que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera
moviendo apenas, ahí
dentro.
>>Rita me preguntaba si no trabajaba
demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el estómago dejarlos
solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba salir.
6
Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá,
empecé a pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos.
Había tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá
reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha
vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que quizá si piensas
mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse. Quizá todos los
monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños,
Frankenstein y el Hombre
Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los
niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en
un lago o tan sólo habían
desaparecido. Quizá...
—¿Se está evadiendo de
algo, señor Billings?
Billings permaneció un
largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente:
—Andy murió en febrero.
Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su madre había sufrido un
accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma
noche Rita cogió el autobús.
>>Su madre no murió, pero estuvo mucho
tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía una niñera
excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las
puertas de los armarios porfiaban en abrirse.
Billings se humedeció
los labios.
—El niño dormía en la
misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos años,
Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de esos
charlatanes sostiene que
es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce
traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no
quería mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.
—¿Pero lo mudó, verdad?
–preguntó el doctor Harper.
—Sí –respondió Billings.
En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla—.
Lo mudé.
Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por
proseguir. —¡Tuve que hacerlo! –espetó por fin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo
había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a
envalentonarse. Empezó a... –Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—.
Oh, no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé.
Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.
>>Una noche todas las puertas de la
casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme, encontré un rastro
de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal.
¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé!
Los discos aparecían totalmente rayados y
cubiertos de limo, los espejos se
rompían... y los ruidos... los ruidos...
Se pasó la mano por el cabello.
—Me despertaba a las
tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía:
<<Es sólo el
reloj.>> Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente.
Pero no con
demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso,
como el de algo
salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que
se arrastraran
suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si
oírlo era espantoso, verlo
sería...
>>Y siempre temía que los ruidos se
interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa sobre mi cara, y una
bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.
Billings estaba pálido y
tembloroso.
—De modo que lo mudé.
Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así fue.
La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní los
cojones suficientes para
entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: <<El coco, papá... el
coco..., quiero ir con
papá, quiero ir con papá.>>
7
La voz de Billings sonaba atiplada, como la
de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de
haberse encogido en el diván.
—Pero no pude. –El tono
atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido. Un
alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin
siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía,
le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y
una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en
una botella de gaseosa y oí... –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto—. Oí
cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta—. Fue un ruido
semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un estanque en invierno.
—¿Qué sucedió después?
Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría,
muerta—. Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece
esto, como prueba de cobardía?
Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Ya
amanecía. Llamé a la
policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había
perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.
Se cayó. —Harper miró el
reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.
—Pídale una hora a la
enfermera –dijo—. ¿Los martes y jueves?
—Sólo he venido a
contarle mi historia –respondió
Billings—. Para desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el
crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso
era lo que parecía. Un accidente, como los otros.
Pero Rita comprendió la
verdad. Rita... comprendió... finalmente.
—Señor billings, tenemos
que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de
una pausa—. Cre que
podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de
ellos.
—¿Acaso piensa que no lo
deseo? –exclamó Billings, apartando el
antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.
—Aún no –prosiguió
Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves?
—Maldito curandero
–masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien. Está bien.
—Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.
Billings soltó una risa
hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.
La silla de la enfermera
estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que decía
<<Vuelvo enseguida>>.
Billings se volvió y
entró nuevamente en la consulta.
—Doctor, su enfermera
ha...
Pero la puerta del
armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.
—Qué lindo –dijo la voz desde
el interior del armario—. Qué lindo.
Las palabras sonaron
como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas descompuestas.
Billings se quedó
paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga
sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.
—Qué lindo –dijo el coco
mientras salía arrastrando los pies.
Aún sostenía su máscara
del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.
FIN…
8
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